Inteligencia (no artificial), sin instrucciones de uso
Conocí a un profesor que repetía a la menor ocasión que “ser inteligente es estar entre la gente”. Era un ripio, pero también aportaba algo. Estar a bien con el mundo, empatizar con él, relacionarse saludablemente es un signo de inteligencia, según esa máxima. Hay otras. Históricamente, y yendo hacia atrás, la inteligencia se ha adjudicado al dominio de capacidades formales como la memoria, el cómputo, el control de información (época contemporánea); el saber discursivo (ilustrados); la prudencia (cultura del barroco); la potencia representativa y el ingenio (renacimientos diversos); la argumentativa y lógica (allá por lo que han llamado Edad Media); la habilidad política y la defensa práctica de los propios intereses (Roma).
Es decir, cada cultura llama inteligencia a lo que le interesa. Pero considerándola en conjunto se observa que en todas sus acepciones y momentos la inteligencia representa un bien. Cada individuo o grupo que dispone de las facultades correspondientes a su tiempo se considera que obtiene algo que es bueno. La inteligencia, por tanto, consigue lo bueno. Y ese sería en principio su cualidad principal. Quien no consigue lo bueno no es inteligente.
De acuerdo. Sin embargo, ¿lo bueno para él mismo, lo bueno para los demás, o lo bueno según los ideales del mundo en que vive? Se aprecia en seguida que lo bueno, aun si conociéramos a fondo de qué se trata, es insuficiente para describir plenamente una conquista de la amplitud que asociamos a la inteligencia.
Pongamos que lo que consideramos bueno ha de ser en primer lugar bueno para el individuo. ¿Cómo sabemos que es bueno realmente para él? Es evidente que necesitamos decir algo más.
Lo que sigue a lo bueno, o lo que implica lo bueno, es alguna forma de felicidad. El individuo ha de estar feliz con lo bueno que ha conseguido. Naturalmente, antes tuvo que saber cómo conseguirlo. Esta sabiduría para obtener lo que es bueno acompañado de felicidad es la mejor definición posible de inteligencia. Y está inevitablemente ligada al saber. Hunde sus raíces en el mundo griego clásico, en la teoría platónica del conocimiento y en el sentido común de cualquier ciudadano de cualquier época.
Una persona que no es feliz no puede ser inteligente más que en términos de mera integración social en los criterios imperantes, en cada momento los suyos. Reconocimiento, prestigio, riqueza pueden rodear un determinado talento, pero no por eso se le considera inteligente. Intuitivamente, nuestro juicio acerca de las cualidades personales tiene también en cuenta el grado de felicidad.
Ahora hay que observar más de cerca la noción de bien y la de felicidad sobre las que se asienta este argumento que, como ya se ha dicho, es clásico.
En primer lugar, lo que es bueno para uno debe ser bueno también para los demás. Desde un punto de vista político, es decir, de la convivencia en comunidad o polis, lo que es bueno para uno de los ciudadanos debe ser bueno para todos y viceversa. De lo contrario, hay que olvidarse de la bondad (y de la convivencia). La cuestión es que el conocimiento de este bien no se da de forma espontánea como, por ejemplo, se nos da el juicio sobre el mal. Lo que está mal lo sabemos enseguida, como sugería Kant, pues bastaría un simple principio conmutativo para saberlo: ¿querrías que te lo hicieran a ti?
El bien hay que conquistarlo y para ello son imprescindibles las instituciones de educación (como la ‘paideía’ griega) en el contexto de una comunidad dispuesta y organizada para la discusión pública. Y no está garantizado. Lo único que está garantizado o que pueden garantizarse los individuos a sí mismos es perseguirlo. La inteligencia consistiría en no dejar de perseguir algo que se sabe que no se alcanzará, pero que es necesario para la vida buena de todos. En ese aspecto, el amor y el conocimiento pertenecen a esa clase de cosas que solo se alcanzan parcial o temporalmente, pero que no dejan nunca de buscarse y a las que se adjudica bondad. Casi todas las culturas denominan a esta búsqueda de una manera parecida: camino. De Oriente a Occidente, del Tao al pitagorismo, de Confucio a Platón, la senda interminable es la única que conduce a los sabios a la verdad.
Psicológicamente, lo que es bueno para uno tampoco es fácil de obtener. Ni siquiera lo más sencillo. Nos pasamos la vida probando y errando, y tardamos, si es que lo alcanzamos, en encontrar lo que proporciona algo de plenitud y evita el daño. La elección de trabajo, de afectos, de deseos: cuesta encontrar esos lugares de los que finalmente podemos decir que son nuestros auténticos lugares.
En cuanto a la felicidad, hay que distinguirla del éxtasis y de la alegría, y concebirla como una forma de encajar el dolor de la vida, así como los éxitos y conquistas. Encajarlos sin destrucción de la persona. La palabra griega para felicidad es ‘eudaimonía’, a traducir por tener buen ‘daimon’. La palabra ‘daimon’, que pasará a la literatura como un antecedente de demonio, significa en realidad divino o relativo a la divinidad. Sócrates la usó para designar lo divino que hay en cada uno de nosotros y lo describió como la voz interior que se interpone entre nosotros y las acciones que nos perjudican. El ‘daimon’ es negativo, nos protege del peligro, del mismo modo en que el nombre semítico de Satán alude a un adversario interior del propio Dios.
Si uno se fija bien, se trata de una palabra restrictiva, que alude a un peligro posible y a una dificultad intrínseca a la propia vida. No se es feliz fuera de la vida, cabalgando en la gloria o solo experimentando éxitos, sino dentro, es decir, enfrentados al dolor, a la soledad, a las numerosas formas de separación y pérdida. La persona feliz es la que sabiamente acepta la vida tal como es. Dicho de otro modo, la inteligencia que se pone en juego es la de la aceptación sin condiciones de la existencia. Y esto solo puede suceder porque la vida es comprendida, penetrada, asimilada. O como podría deducirse del propio término que utilizamos, de raíz latina, derivado probablemente de ‘legere’ –escoger, leer–, porque podemos leer la vida. Por eso, el inteligente puede consolar, ayudar, soportar el daño y sabe que esas son las enseñanzas fundamentales que puede extraer del mundo y que necesita para simplemente vivir.
Las persona inteligente ha escogido el bien y es feliz. En este aspecto, no hay mayor contrasentido que hablar de “inteligencia artificial”. Pero así va el mundo, que decía Mefistófeles.
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