No es lo mismo lo que quieres decir que lo que dices; no es lo mismo lo que escucha tu interlocutor que lo que entiende. Entre lo que querías decir y lo que el receptor entiende hay varios saltos lógicos que forman la base de todas las comedias de enredo de la historia. Y si la comunicación entre humanos está sujeta a equívocos, malentendidos y malas interpretaciones, la que mantenemos con nuestras máquinas es mucho más frágil todavía.
Mejorar esta comunicación supondría una verdadera revolución en la historia de la Humanidad, una que según el empresario Elon Musk nos protegería de la mayor amenaza futura para nuestra supervivencia: una Inteligencia Artificial (IA) superavanzada. Por eso ha creado Neuralink, un proyecto de empresa que pretende resolver los muchos problemas a los que se enfrenta la idea de conectar un cerebro a un ordenador para convertirse en realidad. ¿Podrá conseguirlo el creador de Tesla y SpaceX?
La idea se expresa de un modo sencillo: conseguir un sistema capaz de mover información entre el cerebro humano y un ordenador que pueda tanto introducir datos como de extraerlos. Esto eliminaría la necesidad de complejas interfaces (como teclados, monitores o sistemas de voz como Siri) para dar y recibir órdenes a las computadoras, pero también permitiría hacer cosas hoy imposibles como usar un vehículo o máquina directamente con el pensamiento o añadir miembros prostéticos auxiliares que sentiríamos y utilizaríamos como propios.
La eficacia en el uso de estos añadidos sería enorme si se consiguiera una verdadera conexión bidireccional entre máquina y cerebro: la velocidad de intercambio de datos sería la del pensamiento y no habría retrasos derivados del movimiento de brazos, manos o piernas. Conducir un automóvil o pilotar un avión sería como bailar con un cuerpo artificial; la mente tratando al artefacto como una parte más de su cuerpo.
Por supuesto incluso en sus primeros estados de desarrollo una tecnología semejante tendría la capacidad de revolucionar la vida de personas que han perdido la conexión entre el cerebro y sus sentidos o sus músculos, como ocurre en muchas cegueras y sorderas o en pacientes con hemiplejia o tetraplejia. Al hacer posible integrar información de sensores externos (cámaras, micrófonos) o puentear las órdenes enviadas a la musculatura haciéndolas pasar por encima de la zona dañada una conexión cerebro-ordenador haría literalmente ver a los ciegos, oír a los sordos y andar a los paralizados.
De hecho ya se están dando los primeros pasos en este sentido: existen implantes cocleares y retinales que devuelven oído y vista a sordos y ciegos, respectivamente, si bien de modo muy limitado en el actual nivel tecnológico. Y se han instalado sensores que permiten a personas tetrapléjicas manejar, si no todavía su propio cuerpo, al menos esqueletos biónicos externos.
Pero las posibilidades van mucho más allá: un sistema de entrada/salida entre un cerebro y un sistema informático con gran capacidad de transporte de información (ancho de banda) podría hacer posible una especie de telepatía mediada por ordenador. Conceptos, sensaciones e incluso sentimientos podrían pasar directamente del cerebro de una persona al de otra pasando a través de una red informática intermedia.
Y no sólo eso: potencialmente todo el conocimiento almacenado en las redes digitales se podría integrar en nuestro cerebro de tal modo que resultara imposible saber si este o aquel recuerdo o saber lo tenemos alojado en nuestra propia cabeza o si proviene de un almacén en formato electrónico en la Nube. Un vínculo directo cerebro-ordenador podría hacer con nuestra mente lo que una máquina excavadora hace con nuestro cuerpo: multiplicar su potencia mucho más allá de lo humanamente posible.
Para Elon Musk, como cuenta esta espléndida (y larga) explicación de Tim Urban en Wait but Why? esta es la única posibilidad de blindar el futuro de la Humanidad ante el desarrollo de verdaderas Inteligencias Artificiales mucho más inteligentes que nosotros, que él considera una seria amenaza. Al convertirnos a nosotros mismos en una especie de ‘cyborgs’ fusionados con los elementos informáticos nosotros mismos formaríamos parte de esas IAs y por tanto podríamos evitar que se convirtieran en un problema para la supervivencia humana.
Tan convencido está que ha creado una empresa denominada Neuralink formada por científicos y técnicos de apabullante talento cuyo objetivo es impulsar la tecnología de la conexión cerebro-máquina desarrollando aplicaciones económicamente viables, tal como ha hecho con el coche eléctrico (Tesla) y el viaje espacial (SpaceX).
Las dimensiones del problema
No será fácil. El cerebro está formado por entre 80.000 y 100.000 millones de neuronas, de las cuales unos 20.000 millones están alojadas en la corteza cerebral: la parte con la que tendríamos que conectar nuestras computadoras para realizar el intercambio de datos.
En la corteza cerebral hay por tanto unas 40.000 neuronas por milímetro cúbico, cada una de las cuales puede conectarse a entre 1.000 y 10.000 neuronas más; la cantidad de potenciales conexiones está en el orden de los 20 billones (con ‘b’ y 12 ceros) sólo en el córtex, y ronda el trillón (con 18 ceros) si consideramos el cerebro entero.
Además, en ese mismo milímetro cúbico de corteza cerebral hay alrededor de 40.000 células de la glía de distintos tipos que se encargan del mantenimiento y mejora de las neuronas y de sus axones y dendritas (los ‘cables’ con las conectan). Y para colmo en ese cubo hay también alrededor de un metro de vasos sanguíneos; las neuronas son voraces devoradoras de oxígeno y glucosa y necesitan abundante riego sanguíneo. Para facilitar aún más las cosas la corteza está replegada sobre sí misma, por lo que sólo un tercio de ella está en la superficie: el resto se sitúa en las profundidades del cerebro.
Para conectar un aparato electrónico de modo que pudiese enviar y recibir mensajes directamente a esta estructura sería necesario poder medir (recepción) y modificar (emisión) los potenciales eléctricos de cuantas más neuronas mejor, y hacerlo en tiempo real. Todo ello sin dañar ninguno de los elementos y de modo que pudiese sobrevivir en un entorno biológico a largo plazo, a ser posible siendo capaz de adaptarse a los cambios en las conexiones que se producen en un cerebro vivo (neuroplasticidad).
Hace falta crear un sistema de sensores que cumpla estas condiciones. Comparado con esto la tarea de programar un ordenador para que sea capaz de interpretar los cambios de voltaje de diferentes neuronas para convertirlos en mensajes transmisibles a otro cerebro es relativamente simple.
Los sistemas de los que disponemos son ridículamente inadecuados en este momento, aunque muestren cierto nivel de promesa. La Resonancia Magnética Nuclear Funcional (fRMN) o la Electroencefalografía (EEG) no tienen suficiente resolución espacial o temporal, pero toman sus datos desde fuera del cráneo, lo cual es bueno.
La Electrocorticografía (ECoG) tiene mejor resolución, pero exige poner los sensores sobre la corteza con los consiguientes riesgos quirúrgicos. Varias técnicas son todavía más agresivas y colocan electrodos en el interior de la propia masa cerebral en diversas configuraciones: los sistemas actuales más avanzados usan derivados del llamado Utah Array (matriz UTAH) con alrededor de 100 electrodos individuales que penetran unos milímetros en la superficie del cerebro. Colocando mediante neurocirugía una de estas matrices en el área motora del cerebro se ha conseguido que personas tetraplégicas puedan jugar a videojuegos, o controlar una silla de ruedas o un exoesqueleto mecánico. Incluso se ha obtenido cierto grado de capacidad de retorno, conectando el cerebro de dos ratas en diferentes países de modo que lo que una veía influía en el comportamiento de la otra.
Pero dejando aparte el problema de la instalación, que requiere una operación a cráneo abierto, la capacidad de transmisión de información de estos dispositivos es muy inadecuada y su resolución muy baja. Extrapolando a partir de los sensores que ahora sabemos instalar como implantes cocleares o retinales (que cuentan con decenas a centenares de sensores como máximo) se estima que haría falta poder leer y modificar el estado eléctrico de al menos un millón de neuronas de diferentes regiones de la corteza para conseguir una conexión viable. No disponemos de matrices de sensores con tantos sensores y aunque ahora se fabrican con las mismas técnicas que los semiconductores su avance es mucho más lento; a la velocidad actual pasarán siglos hasta que dispongamos de la adecuada capacidad. Además habrá que perfeccionar su integración en el cráneo no sólo en términos quirúrgicos, sino contando con aspectos como su posible necesidad de energía y fuentes de alimentación caso de que la conexión con el exterior sea inalámbrica. Sin contar con los problemas de seguridad, biológica e informática, que tendría un dispositivo de ese tipo.
De modo que en ausencia de una sorpresa revolucionaria en el campo de la bioelectrotecnología el dispositivo de interconexión de gran ancho de banda con el que sueña Elon Musk tardará en llegar. Aunque cuando lo haga sus consecuencias serán tan determinantes para el futuro de la Humanidad que bien merece la pena vigilar de cerca esta tecnología.