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The Guardian en español

Un museo pegado a la casa de campo de Hitler se levanta contra los peregrinos de extrema derecha

Imagen aérea del Dokumentation Obersalzberg.

Daniel Boffey

Berchtesgaden —

Solo dos carteles –uno en alemán y uno en inglés– indican la localización de Berghof, la casa de descanso de Adolf Hitler en los Alpes Bávaros que sirvió como segundo lugar de mando del Tercer Reich.

Situada en la zona montañosa de Obersalzberg, el lugar ha estado prácticamente abandonado desde que el ya bombardeado chalet fue demolido con explosivos y enterrado en 1952. Sobre su terreno se plantaron árboles de crecimiento rápido para esconder incluso el suelo que Hitler una vez pisó.

En 1999, un pequeño museo, el Dokumentation Obersalzberg, que registra las maldades cometidas por el régimen nazi, se abrió al público a unos 300 metros de Berghof en un intento por evitar que aquello se convirtiese en una zona de culto. Pero la extrema derecha ha seguido viniendo. Pintarrajean los carteles. Gravan esvásticas en los árboles. Dejan velas encendidas en un muro perimetral y una chimenea que forman las pocas ruinas que quedan.

En los últimos dos años, el personal del museo ha notado que han empezado a llegar autobuses llenos de gente desde Hungría y República Checa, países donde las ideas de extrema derecha están en aumento.

En este contexto, una ampliación del museo de 21 millones de euros, cuyo final se prevé para el verano de 2020, ha vuelto a invitar a la reflexión: ¿qué hacer con la residencia Berghof?

Tal y como está ahora, un pequeño camino pedregoso por los árboles es lo único que une el museo con el pedazo de tierra descuidada donde se levantaba la casa, en lo alto de la ciudad de Berchtesgaden.

Mathias Irlinger, que ha trabajado en el museo desde 2004, cree que es hora de dejar de hacer la vista gorda sobre el lugar desde donde Hitler decidió invadir Polonia y desde donde fomentó la idea de que había que terminar el Holocausto. “Si no haces nada sobre una zona, ellos pueden hacer lo que quieran”, señala Irlinger. “Si solo dices 'aquí vivió Hitler', es un problema”, añade.

“Algunos quieren dejarlo tal y como está y otros piensan en crear una audioguía o algo más. Cuanta más gente haya por aquí, menos probable será que ellos saquen sus banderas. A la extrema derecha le gusta ir a lugares escondidos”, indica Irlinger.

El museo, gestionado por el Instituto de Historia Contemporánea de Munich, es una exposición de dos plantas construida sobre una antigua casa rural, desde donde hay una entrada a los 6,4 kilómetros de túneles y búnkeres construidos en 1943 para proteger a Hitler y su entorno de los bombardeos aliados. Cuando se termine la ampliación del museo, que incluye excavaciones en la montaña, el espacio de exhibición se doblará a 840 metros cuadrados.

Las obras en el edificio se han retrasado –por razones comprensibles–. El 25 de abril de 1945, las fuerzas aéreas británicas y estadounidenses, creyendo que Hitler había huido de Berlin a Berghof, lanzaron bombardeos aéreos.

Cuando los trabajadores de la construcción cavaron en la montaña el año pasado encontraron una de las bombas sin detonar. “Ahora sabemos que puede haber más”, afirma Irlinger. “De hecho, cuando se encontró, tuvimos que evacuar el edificio, pero bajamos corriendo y dijimos que teníamos que guardarla para la muestra. Se pondrá en la entrada a los búnkeres”.

Irlinger cuenta que el objetivo del museo ampliado es conectar las imágenes de Hitler tomando té, jugando con su perra y yendo a la ópera en Salzburgo, con las decisiones que tomó entre aquellas sesiones de fotos para matar a millones de personas.

Se contará la historia de Dora Reiner, una mujer local marcada como judía por los nazis, transportada a Munich y posteriormente a Kaunas. Se añadirán a la muestra los documentos que prueban que la mataron a tiros poco después de llegar a Lituania. “También tenemos una información de un periódico local que dice que todos sus bienes ya están vendidos”, cuenta Irlinger. “Hay una estrecha conexión entre este idilio y los crímenes masivos. Me cuesta relacionar ambos”.

El museo recibió el año pasado unos 170.000 visitantes, algunos de los cuales se quejaron de no poder ver bien la exhibición por el poco espacio disponible a causa del elevado número de visitantes.

Irlinger señala que es la obligación de los trabajadores del museo dar información y formación a aquellos que quieren visitar el centro, al tiempo que estar al tanto de aquellos con intereses más oscuros. “Cada vez se nos complica más porque a los skinheads podemos verlos, pero lo que tenemos ahora es gente más inteligente. Dicen cosas que están en el límite. Se esconden más. Saben cómo provocar, hacer preguntas y plantear argumentos que lleva mucho tiempo rebatir”, afirma.

Irlinger cuenta que algunas personas dicen que ya han escuchado suficiente sobre el Tercer Reich, pero él cree que los alemanas acaban de empezar a hablar.

“En un primer momento al final de la guerra mucha gente tenía un interés por olvidar lo ocurrido. No preguntas lo que ha hecho tu vecino si tú también has estado involucrado. Después, hubo una segunda generación con protestas estudiantiles en 1968 y la gente empezó a hacerse preguntas.

“Pero lugares como Obersalzberg, donde se hicieron fotos bonitas de Hitler, se ignoraron. Esta tercera generación va a estos lugares”, señala Irlinger, de 34 años. “Ahora podemos ver la propaganda nazi. Ahora somos lo suficientemente fuertes como para ver estas imágenes... tenemos la obligación de recordar y de advertir”.

Traducido por Javier Biosca Azcoiti

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