No está claro si dan risa o miedo: perfiles semanales con mala leche de los que nos mandan (tan mal) y de algunos que pretenden llegar al Gobierno, en España y en el resto del mundo.
Nicolas Sarkozy, un cadáver para salvar Francia
Nicolas Sarkozy (París, 1955) no lucha por ser el candidato de la derecha en las elecciones presidenciales de 2017, como se podría deducir de su ascensión estos días a la cúpula de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), en un intento por regresar a la arena política, al calor de los focos. Sarkozy lucha ante todo para no acabar en la cárcel. Y lo tiene muy difícil por tres motivos: la UMP es una momia dividida en familias que se disputan los despojos, ha perdido parte de su irresistible encanto, pues ganó con el 64,5% de los votos emitidos y le esperan varios sumarios en los que se le acusa de tráfico de influencias, financiación ilegal y corrupción, entre otros delitos. Es un Catch 22: no tiene salida.
El gran Nicolas se defiende. Dice que se trata de jueces politizados que intentan liquidarle, esgrime una conspiración de los medios de comunicación y denuncia poco menos que la existencia de un Estado policial que pincha sus teléfonos. Parece un patrón de defensa universal, sea en Francia, la Italia de Berlusconi o en la España de la corrupción. Solo le falta la bandera de Extremadura de Monago.
No he encontrado ningún presidente, de EEUU o de un país de la UE, que pudiera otorgarnos un calificativo rotundo, como el de la semana pasada referido a Benjamin Netanyahu. Pero debe de andarle a la zaga. Sarkozy es un enfermo de la política, un obseso del éxito a cualquier precio. Vuelve a la política porque no puede vivir sin ella. Se siente el salvador de la derecha y de Francia, el único que puede frenar a Marine Le Pen, la lideresa ultra reelegida este fin de semana en Lyon presidenta del Frente Nacional y cuyo partido vuela en los sondeos.
Cuando Sarkozy se declara salvador no es una pose, lo siente. Tiene un ego descomunal y mesiánico, un espejito domesticado que siempre le devuelve lo que desea ver y escuchar. No es un líder que acepte las críticas.
Nacido en Francia de padre húngaro y madre judía sefardita procedente de una familia convertida al catolicismo, religión en la que fue educado, y que esgrime como una de sus virtudes capitales, es el primer presidente francés sin ancestros del país. Como en el caso de Putin se crió sin la figura del padre, que se marchó de casa cuando él tenía cuatro años y a quien vio poco. Esa ausencia es clave: toda su vida es una lucha desesperada por el reconocimiento.
Fuera y dentro del sistema político
Se siente un hombre hecho a sí mismo, un outsider en una Francia en la que todo dirigente político que se precie, sea de derecha o de izquierda, debe pasar por la Escuela Nacional de Administración (ENA) o cualquiera de las grandes écoles de formación de cuadros. Sarkozy es la excepción, de ahí viene su convencimiento de que sus males judiciales son la consecuencia de una intriga del sistema contra el hombre que llega de fuera. No es un obrero que asciende en la pirámide social; Sarkozy pertenece a una familia de la alta burguesía.
Hay tres hechos que definen su escaso sentido ético en la política. Sarkozy es un marrullero que aprovecha cualquier oportunidad para sacar provecho personal. En junio de 1975, cuando aún vivía Franco en España, un jovencísimo Sarkozy tuvo la oportunidad de hablar en un congreso gaullista, fe que le venía del abuelo materno, Benedicte Mallah, un hombre que tuvo una gran influencia en él, y era devoto del general De Gaulle. Disponía solo de dos minutos en el peor momento, el de los teloneros, cuando las estrellas del partido están más preocupadas en saludar y sonreír a los fieles que en escuchar discursos de imberbes. Sarkozy tenía 19 años pero supo decir una frase que le catapultó a la política de la mano de Chirac: “Ser un joven gaullista es ser un revolucionario, pero no a la manera de aquellos que son profesionales de la manifestación”.
Fue tal su borrachera bajo los aplausos que consumió cinco veces más del tiempo permitido. Esta será una de las constantes del futuro presidente: el odio al mayo del 68, al que prometió desmontar ladrillo a ladrillo, con o sin arena de la playa.
El segundo hecho tuvo lugar en 1983 en Neuilly-sur-Seine, una zona rica cerca de París donde tenía casa su familia materna. Cuando falleció Achile Pereti, alcalde histórico, que llevaba en el puesto desde el final de la II Guerra Mundial, el partido designó para sustituirle a Charles Pasqua, un peso pesado del gaullismo, quien tuvo la mala suerte de tener que pasar por el quirófano para operarse de una hernia. Cuando se despertó de la anestesia ya no era candidato, el joven Sarkozy había maniobrado logrando el apoyo de los concejales para hacerse con una alcaldía que mantuvo durante 19 años.
El tercer hecho, que contó Guillermo Altares en un perfil, se produjo diez años después, en 1993. Tenía 38 años y seguía siendo alcalde en Neuilly-sur-Seine. Acababa de ser nombrado ministro del Presupuesto y portavoz del Gobierno de Balladur. Hubo un asalto con 20 rehenes en una escuela de su barrio. Donde cualquiera vería una noticia, un problema, el ambicioso gran Nicolas vio una oportunidad. Se presentó en la escena del delito, entró en el edificio con gran temeridad, negoció con un secuestrador que amenazaba con hacer volar todo por los aires y salió con uno de los niños en brazos. Abrió los informativos y su carrera de superstar. Logró su objetivo, el niño liberado era solo parte del paisaje, de la decoración necesaria.
Un reguero de cadáveres
Este comportamiento -el fin justifica cualquier medio- lo ha repetido en su vida política dejando un reguero de cadáveres y odios, que ahora juegan en su contra. Otra de sus víctimas fue Dominique de Villepin, ministro de Exteriores en 2003 y que alcanzó el estrellato en la ONU en vísperas de la invasión de Irak. También fue ministro de Interior y primer ministro. Parecía que le llevaba la delantera en la pugna por sustituir a Chirac en el Elíseo. En aquella guerra sucia se emplearon todo tipo de malas artes, dosieres y filtraciones, un tipo de lucha que le fue mejor al fajador Sarkozy que al aristocrático De Villepin.
Chirac tuvo que ceder pese a que no tenía en sus mejores consideraciones al intrigante Sarkozy, a quien no perdonaba su traición en 1995, cuando apoyó a su rival, el también conservador Édouard Balladur, para la presidencia del país.
Altares cita a William Pfaff, gran columnista del The New York Times, que calificó a Sarkozy de figura “digna de Balzac” y “aventurero devorado por la ambición” que “gracias a una gran habilidad y una energía inagotable llega hasta el objetivo que ha perseguido durante toda su vida. Podría ser un hombre de derechas o de izquierdas, porque su compromiso es con el éxito”.
Alcanzó su sueño, la presidencia de Republica en 2007, con promesas de mano dura contra los suburbios habitados por jóvenes inmigrantes, muchos de ellos de segunda y tercera generación, y bajada de impuestos. Sarkozy también había sido ministro de Interior, como De Villepin, y en esa cartera consolidó su fama de tipo duro con los débiles, como haría años después el socialista Manuel Valls con los gitanos, hasta alcanzar el sobrenombre del Sarkozy de la izquierda. El verdadero Sarkozy tenía cartel de enemigo público número uno de las banlieues, pues había llamado “gentuza” a sus moradores, algo contraproducente cuando se trata de jóvenes conflictivos.
No se fía de nadie
Pese a la energía e hiperactividad que despliega y su dependencia enfermiza del trabajo, su gestión siempre ha sido caótica. Es un político al que le cuesta delegar, que necesita controlarlo todo, que no se fía de nadie, que demanda una cohorte de admiradores a sueldo del Estado. Aseguran que su mando es ciclotímico y colérico, de esos que gritan a sus subordinados, les humillan con un lenguaje despiadado y cuelgan el teléfono, o el móvil, a las bravas cuando se sienten contrariados. Es un líder que habla del trabajo bien hecho, no tanto del paro, de la necesidad de recuperar el respeto a los profesores en las escuelas, y que pretende que los alumnos se pongan en pie cuando el maestro entra en el aula.
Dentro de la necesidad patológica de reconocimiento está el sexo, bueno el amor. En esto parece hermanado a Mitterrand y Hollande, y quizá Chirac. Tal vez sea el elixir del poder o el palacio del Elíseo lo que les envalentona. Se ha casado tres veces, la segunda con Cecilia Ciganer Albéniz, bisnieta del compositor español. En febrero de 2008 contrajo matrimonio con Carla Bruni, exmodelo y cantautora de origen italiano. Ella aportó glamour, la imagen del triunfador que tanto anhela. En sus apariciones públicas como pareja imperial no perdía ocasión de hacerle ojitos o tomarla de la mano. Quizá fuese enamoramiento posjuvenil, pero también era imagen. En él nada es casual.
Su última metedura de pata ha sido estos días, en plena euforia por su llegada a la presidencia de su partido: prometió derogar la ley de matrimonio homosexual aprobada por Hollande. Tal fue el desatino que Le Monde tituló al día siguiente: “Sarkozy atrapado en Sarko”, es decir, en el personaje excesivo, lleno de tics (¿nos suena, Mariano?), sudoroso y fuera de control. Sarko es como Aznar, pero más a la derecha, más xenófobo y menos obsesionado con el gimnasio.
Tiene una gran oratoria. Se presenta como el único capaz de frenar el ascenso de Marine Le Pen y para demostrarlo copia su lenguaje y sus ideas, algo que ya hizo durante su presidencia, y al final no se sabe quién es el líder fanático y quién no. El Frente Nacional ganó las elecciones europeas en Francia con un discurso anti sistema, erigiéndose en representante de una ciudadanía cabreada y harta de los dos partidos principales y del presidente François Hollande que ha cumplido tantas promesas como Mariano Rajoy, pero eso en Francia se paga. En Francia, el descontento vota casi fascismo; en España, nueva izquierda: Podemos.
Su retorno al estrellato será seguramente efímero. Le esperan una legión de rivales, la mayoría en la UMP, como el que fuera su primer ministro François Fillon quien según informó Le Monde, se reunió con el secretario general del Elíseo, Jean-Pierre Jouyet (socialista) para que se aceleraran los procesos contra Sarko. Entre las causas pendientes que más daño le pueden hacer destaca el llamado caso Bygmalion, un asunto de facturas falsas para financiar la campaña presidencial de 2012 y en la que han desaparecido 18 millones de euros. Otro asunto grave es el de la financiación libia, la de Gadafi, que le regaló dinero a espuertas para su campaña de 2007. Sarko devolvió el favor con la participación de Francia en la operación militar que acabó en agosto de 2012 con el régimen amigo y con la vida de su generoso líder. Aunque el ansia de poder es ciego, lo único que importan en una democracia sana son los hechos demostrados y la memoria. Bon voyage en enfer, Sarko.
Nicolas Sarkozy (París, 1955) no lucha por ser el candidato de la derecha en las elecciones presidenciales de 2017, como se podría deducir de su ascensión estos días a la cúpula de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), en un intento por regresar a la arena política, al calor de los focos. Sarkozy lucha ante todo para no acabar en la cárcel. Y lo tiene muy difícil por tres motivos: la UMP es una momia dividida en familias que se disputan los despojos, ha perdido parte de su irresistible encanto, pues ganó con el 64,5% de los votos emitidos y le esperan varios sumarios en los que se le acusa de tráfico de influencias, financiación ilegal y corrupción, entre otros delitos. Es un Catch 22: no tiene salida.
El gran Nicolas se defiende. Dice que se trata de jueces politizados que intentan liquidarle, esgrime una conspiración de los medios de comunicación y denuncia poco menos que la existencia de un Estado policial que pincha sus teléfonos. Parece un patrón de defensa universal, sea en Francia, la Italia de Berlusconi o en la España de la corrupción. Solo le falta la bandera de Extremadura de Monago.