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El principio de precaución

Un campo de maíz en el cráter del extinto volcán Pululahua, Ecuador | FOTO: Jaime Giménez

Luis Rico / Reyes Tirado

Esta pasada semana, Esther Samper firmaba en eldiario.es un nuevo artículo donde hablaba sobre el empeño del ecologismo en sembrar “la desinformación y el miedo irracional” en temas como los transgénicos y las nuevas técnicas de modificación genética como CRISPR/Cas9. Dicha técnica consiste, resumidamente, en manipular el ADN de una especie (añadir, quitar o sustituir fragmentos) usando su propia información genética. Existen muchos argumentos científicos para asegurar que esto sigue siendo una modificación genética y así lo ha confirmado el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, al garantizar que esté bajo la misma legislación europea de evaluación que los cultivos transgénicos.

No es la primera vez, ni será la última, que se tacha al ecologismo de alarmista. En cierto modo, va en nuestra misión alertar sobre los impactos que generamos los humanos en el devenir del planeta. Sin ir más lejos, el cambio climático fue usado durante años por los negacionistas para desprestigiar al ecologismo y hoy las evidencias científicas les han obligado a admitirlo o incluso elevarlo a 'emergencia climática'. 

El ritmo del deterioro ambiental nos ha enseñado una y otra vez que la máxima “más vale prevenir que curar” sigue vigente. Incluyendo el ámbito de los cultivos transgénicos en la agricultura, a los que nos oponemos siguiendo el principio de precaución. Los OMG (organismos modificados genéticamente) son organismos vivos y sus interacciones pueden generar daños irreversibles en la biodiversidad y los ecosistemas, lo que ha sido extensamente argumentado en el ámbito de la ciencia. Las organizaciones ecologistas no nos oponemos a la biotecnología ni a la investigación y el uso de transgénicos, pero siempre y cuando se haga en ambientes confinados y sin interacción con el medioambiente. Tampoco nos oponemos a las aplicaciones médicas de los transgénicos (como la insulina transgénica, por ejemplo). En el caso de la agricultura, no nos la podemos jugar con un uso no confinado: los avances en biotecnología de los últimos años no solo han descubierto nuevas formas de transformar los sistemas vivos, sino también nuevos mecanismos de regulación y aún sabemos poco. Esta gran complejidad, que se hace también evidente a la hora de estudiar el funcionamiento de los ecosistemas, hace que resulte imposible prever las consecuencias a largo plazo de las modificaciones genéticas introducidas por el ser humano en la naturaleza, independientemente de las técnicas utilizadas.

La situación del planeta es demasiado frágil como para ponerla al servicio de multinacionales que ven en algunas aventuras genéticas una vía rápida para multiplicar beneficios. Lo hemos visto antes en miles de empresas que han contaminado tierra, mar y aire en aras de su propio crecimiento

Cerca del 80% de los cultivos transgénicos comercializados actualmente se destinan a piensos para animales y biocombustibles, no para combatir el hambre en el mundo mediante una agricultura sana y sostenible. La ganadería industrial es ya responsable del 14% de los gases de efecto invernadero y, si no deja de crecer -ligada al uso de piensos transgénicos-, impedirá cumplir el Acuerdo de París, posiblemente la última posibilidad que tenemos de revertir los efectos devastadores del cambio climático. 

Dice Samper en su artículo que la Academia Nacional de Ciencia, Ingeniería y Medicina de EEUU no ha detectado que el consumo de alimentos transgénicos haya provocado daños en la salud humana. Lo que no dice es que también ha reconocido que los mecanismos de evaluación de esos efectos son inadecuados, que es alarmante la escasez de estudios a largo plazo y que, posiblemente, no están detectando nuevos alérgenos. Tampoco menciona Samper que dicha Academia sí ha alertado del incremento del uso de glifosato, un potente herbicida asociado a los cultivos transgénicos tolerantes a este producto, porque propicia la resistencia en las plantas adventicias por su uso masivo, lo que según la Academia “presenta un grave problema agronómico”. 

Interesante hubiera sido mencionar también que en la UE, tras más de dos décadas desde la introducción de los cultivos transgénicos, solo se cultivan en cuatro países y es solo en España donde se hace a una escala importante. En estos países, además, se adoptó legislación para evitar la demostrada contaminación genética y en 19 países de la UE está prohibido su cultivo.

Se puede opinar, solo faltaría, que las organizaciones ecologistas son pesimistas al analizar el futuro. Pero lo que se debería tener claro es que ese análisis lo realizan científicos. Insinuar lo contrario es desconocer el tema sobre el que se escribe.

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