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La inevitable caída de Flappy Bird

Flappy Bird

John Tones

La inmersión de la producción independiente en los monstruosos dominios de la cultura mainstream, pervirtiéndose y amplificándose, escapando del control e intenciones de sus creadores, suele tener consecuencias imprevisibles.

En materia de videojuegos abundan los ejemplos: en los años ochenta, Matthew Smith programó en su casa y apenas un par de noches Manic Miner, uno de los mayores éxitos del vetusto Spectrum, y que le convirtió en la primera estrella del rock de los videojuegos: jovencísimo, multimillonario, desapareció de la vida pública durante décadas en las que deambuló por comunas hippies de toda Europa. Pero no hay que ir tan lejos en el tiempo para encontrar otro videojuego de intenciones modestas que se convierte en un éxito de masas.

Flappy Bird llegó silenciosamente a las tiendas de Android y Apple el 29 de abril del año pasado. Su creador, el programador indie vietnamita Dong Nguyen, había dado con un concepto simple y directo como pocos: el jugador controla a un inexpresivo y regordete pájaro que debe avanzar por un camino infinito, esquivando tuberías idénticas a las que punteaban los mundos digitales de Super Mario Bros. Para controlar su vuelo el jugador debe tocar la pantalla: el ave inicia así una pequeña remontada ascendente que no dura mucho, ya que la gravedad le hace caer de nuevo, de forma casi inmediata.

Eso es todo: la extrema dificultad del juego, que hace que superar las treintena de tuberías sea un milagro, da pie a un juego inmediato, adictivo y que podría haber pasado sin hacer demasiado ruido por las tiendas digitales. Nos cuenta Víctor Martínez, periodista especializado y redactor jefe de Anait Games, que “da igual que sepas o no sobre juegos, o que te gusten o que sigas su actualidad, porque Flappy Bird, seguramente para desgracia de su creador, no es tanto un juego como una broma, una cuña para hacer memes en Twitter”.

Rubén Alcañiz, de Astute Games, tampoco parece tener una explicación concreta para su fama: “gráficos pixelados a lo consola de 8 bits, tuberías a lo Mario Bros que activan ”algo“ en nuestro subconsciente, mecánica de juego tremendamente básica pero adictiva como pocas, que el protagonista es un simpático pajarito, sonidos hipnóticos... En fin, la respuesta no la tengo, parece ser que cada equis tiempo alguien toca una tecla (sin saberlo) que le abre las puertas del éxito”.

De hecho, Flappy Bird ni siquiera posee una mecánica especialmente original: bebe de los juegos de carreras infinitas o endless runners, género propio de dispositivos móviles y tablets, con el que títulos como Canabalt, de Adam Saltsman o Jungle Run, de Imangi Studios, encontraron el éxito con mecánicas y tratamientos gráficos infinitamente más sofisticados que los de Flappy Bird.

Sin embargo, poco antes de Navidad, el juego despegó: su devastador pero magnético nivel de dificultad protagonizó los primeros memes de tintes desesperados en Twitter. El juego se convirtió en un éxito a pesar de que el programador no pagó por ningún tipo de publicidad. Algunos han señalado a la estrella de youtube PewDieDie como uno de los responsables de la fiebre, al grabar el 27 de enero un vídeo que resume perfectamente la adicción, rabia y frustración que despierta el juego en cualquier usuario.

A partir de aquí, el boca a boca en Twitter arrolla las previsiones iniciales, cientos de usuarios se quejan de la elevada dificultad del juego, y confiesan una adicción muy poco saludable. Don Nguyen afirma en una entrevista con The Verge que está ingresando alrededor de 50.000 dólares diarios solo gracias a la publicidad que incluye el juego. Flappy Bird es gratuito, no hay una versión de pago sin anuncios. Don Nguyen ingresa esa cantidad gracias únicamente a la desorbitada cantidad de descargas y los usualmente poco efectivos anuncios entre partidas.

Mientras tanto, la presión de los jugadores se descontrola, y los varios cientos de tuits dirigiéndose a Don Nguyen son una buena prueba de ello. “¡Flappy Bird ha arruinado mi vida! Llevo jugando ocho horas seguidas y te juro por Dios que mis ojos están sangrando” o “Por tu culpa no tengo vida” fueron algunos de los cientos de tuits dirigidos a Nguyen, junto con algunas propuestas de negocio por parte de las inevitables casas de póker online.

La impresión de Don Nguyen de toda esta asfixiante interacción con un juego cuyas partidas duran menos de quince segundos se resume perfectamente en un mensaje del 8 de febrero en la red social: “No odio el juego por culpa de ellos [los jugadores] sino por cómo usan el juego. Lo están sobreusando”. Incluso con más tino definió el fenómeno Leigh Alexander en The Daily Beast: “el juego se hizo popular gracias a la gente que no lo pillaba, aquellos que tuiteaban acerca de lo impenetrable y estúpido que era”

Finalmente, la presión puede con Nguyen, y el 8 de febrero anuncia que va a eliminar el juego de las tiendas de Apple y Android. “No aguanto más esto”, afirma, sin dejar claro en qué consiste exactamente “esto”. Durante un par de días, los rumores se disparan: demandas de Nintendo por plagio (que la compañía japonesa se vio obligada a negar de forma oficial) o sospechas de que su popularidad no despegó de forma limpia, sino con la ayuda de bots que descargaban el juego y mandaban a Flappy Bird a lo más alto de los tops de las tiendas virtuales.

Finalmente, en una entrevista con Forbes, Nguyen intentó dejar claros los motivos de la desaparición del juego. “Solo quería crear un juego que la gente pudiera disfrutar unos pocos minutos. Pero era demasiado adictivo”. Nos cuenta Víctor Martínez que “lamentablemente, cualquier éxito en internet suele traer de la mano un puñado de voces agresivas o negativas que, si bien no suelen ser mayores en número, sí hacen más ruido que las positivas; ahí entran las mil y una acusaciones que se han hecho a Flappy Bird, desde que copia a Super Mario hasta que ha llegado donde está con artes reprobables”.

Y entonces, súbitamente, como siempre, Internet. El juego que recibió reseñas en la Apple Store como “vendería sin dudarlo mi alma a Satanás a cambio de no haber descargado nunca este juego” se gana un súbito apoyo de la comunidad independiente, conmocionada por cómo se ha sobredimensionado un juego inofensivo.

Ese apoyo se cristaliza en la espectacular Flappy Jam, una convocatoria a programadores independientes para que creen juegos similares a Flappy Bird y que cumplan unas vagas reglas, como que sea “difícil, casi injugable” o que tenga “gráficos inspirados (no plagiados) de los clásicos”. Una celebración del juego en estado puro y carente de ambiciones que era el primer Flappy Bird, y que ha generado más de doscientos clones hasta la fecha. Entre ellos, juegos de una complejidad muy superior al original, y consistentes por sí mismos, como las curiosidades FlapMMO (una especie de partida masiva de “Flappy Bird” de delicioso e inquietante resultado estético, ya que es posible ver simultáneamente los fantasmas de decenas de otros jugadores) o Floculus Bird (una adaptación del juego para el dispositivo de realidad virtual Oculus Rift). Quizás el mejor de todos sea Maverick Bird, una versión estridente y abstracta del concepto original creada por la estrella indie Terry Cavanaugh, y que mezcla la frustración extrema de Flappy Bird con su propio, también dificilísimo y soberbio Super Hexagon.

Entre las creaciones que ha generado Flappy Bird está Flappybalt, una curiosa desviación del juego de Nguyen entremezclado con la estética y precisión de Canabalt, obra de otro grande de la escena independiente, Adam Saltsman, y uno de los primeros endless runners a las que tanto debe Flappy Bird.

Cuando le preguntamos por el secreto del éxito de Nguyen, Saltsman nos dice que “la suerte es a lo que se puede echar la culpa cuando cualquier juego llega al número uno, pero no creo que eso implique que llegar a lo más alto sea una cuestión únicamente de suerte. Los juegos de la Flappy Jam demuestran que había no poca calidad en el diseño del juego original”. Y así vemos cómo, con un diseñador rendido a los pies de su imitador, la inevitable caída del rollizo pájaro sí que sirvió para demostrar algo.

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