Es difícil pensar que el éxito de BoJack Horseman sea casual. La primera serie de animación para adultos -etiquetas, como todas, inexactas- de Netflix llenó un vacío fundamental durante su debut. En 2014 los dos grandes títulos de la plataforma, House of Cards y Orange is the New Black, acababan de despedirse con sendas temporadas que revalidaban su interés en un público ávido de constantes novedades. El mismo que un 22 de agosto descubrió una extraña serie protagonizada por un caballo antropomorfo que era también una estrella de Hollywood fracasada.
Tampoco es casual que su imbrincada mezcla de tonos y temáticas se hayan llevado, temporada tras temporada, a buen puerto. La unión de los talentos de la genial ilustradora Lisa Hanawalt, y el comediante y escritor Raphael Bob-Waksberg, combina la línea más exitosa del diseño contemporáneo con el florecimiento de una nueva sensibilidad en la comedia indie norteamericana que va desde Review a Atlanta pasando por Dear White People.
Lo que sí que parece casualidad es que la serie no haya aflojado su apuesta por la madurez dramática tras ser declarada la serie más triste de la televisión, perdido un ápice de sarcasmo en torno a un mainstream sensible a la polémica, ni haber dejado de evolucionar en su acabado formal. La seguridad con que se aborda esta cuarta temporada confirma que estamos ante una de las grandes series de la actualidad, animada o no. Pero, ¿cómo una serie con animales antropomórficos puede conectar tanto con toda una generación?
Comedia ocurrente, hastío generacional
BoJack Horseman es un actor en horas bajas cuya fama y riqueza se construyó en los noventa, tras protagonizar una sitcom llamada Retozando. Vive con un joven sin casa ni trabajo conocido llamado Todd Chávez e intenta tomar las riendas de su vida gracias a la ayuda de Diane Nguyen, joven escritora, Princess Carolyn, su agente, y Mr. Peanutbutter, antiguo conocido del mundo del espectáculo.
En este universo, lejos de la sitcom clásica, gravitan siempre tres líneas de comedia cuya omnipresencia funciona como ágil forma de romper burbujas dramáticas. Lo cómico está en el gen de una historia más compleja y ataca cuando menos lo esperamos para no dejar nunca de sorprender, justo en ese delicado momento narrativo en el que más incómodo resulta dibujar una sonrisa.
La primera son los chistes de animales... sin más. De alguna forma, todos los protagonistas de la serie actúan y piensan como humanos pero su diseño también marca su naturaleza. Si un personaje es un pájaro tiene que volar y estrellarse contra espejos, si es una rana se le pegarán involuntariamente todos los objetos que toquen, si otro es un perro tendrá que perseguir irremediablemente al repartidor de correos, y si uno es un tiburón martillo... pues eso.
La segunda es una especie de reacción moderna a la screwball clásica. Esto es, diálogos rapídisimos casi siempre con segundas intenciones, metáforas, crítica social y una cantidad de trabalenguas que, a buen seguro, resultan un trabajo durísimo para los traductores. Si bien todo ello vienen amalgamado en el manido tropo de la cara oculta de la fama y su consiguiente retahíla de chistes en torno a la cultura pop -no siempre mainstream-.
Y la tercera, el juego con el absurdo que encarna mayormente el personaje de Todd Sánchez, joven incapaz de retener sus alocadas ideas que, por alguna razón, siempre encuentran la forma de convertirse en las realidades tan descabelladas como divertidas.
A través de la utilización la primera línea de comedia, los chistes, se recicla de forma inteligente con el lenguaje del meme y el gif del gato ya antológico. Con la segunda, los diálogos, se conecta con una generación culta, capaz de satirizar sobre sus referentes y cansada de la nostalgia pop. Y gracias a la tercera, el absurdo, se da rienda suelta a la imaginería más visual, conectando con amantes del humor gráfico.
Política de hoy, sin pelos en la lengua
“Hacemos una serie abiertamente política porque creo que todo lo es”, decía el creador Raphael Bob-Waksberg en una entrevista para Junkee. “Es un error decir: ‘No soy una persona política’, porque todo lo que haces, ocupando espacio en nuestro país o en el mundo, es político. Pretender ser imparcial y no hacer nada es un voto de confianza para el statu quo”, aseguraba.
BoJack Horseman es una serie política. Cuando quiere de forma más evidente y cuando no, de forma natural y absolutamente integrada en su evolución narrativa. Su sátira de Hollywood no solo sirve como vehículo cómico, es también el terreno en el que reflexionar sobre el mundo que nos rodea. Más ahora, cuando en su cuarta temporada uno de los protagonistas se presenta a gobernador.
Desde la homofobia al racismo pasando por el funcionamiento del los medios de comunicación, las rejas de un sistema heteropatriarcal, la desconexión emocional, el machismo, la raza, los estados militarizados, y la desigualdad nada se evita por no molestar o quedar bien. Es más, todas las temporadas contienen un capítulo-denuncia claro que apela al debate.
En la anterior temporada, un brillante episodio en torno al aborto mereció más de una columna de opinión y se situó entre lo más comentado de la serie, que no lo mejor. De eso se encargaría el episodio Como pez fuera del agua, considerado por la revista Time como el mejor capítulo de las series de 2016. En la nueva temporada, una reflexión que une feminismo con posesión de armas, sitúa el debate de la igualdad en un punto de mira absolutamente certero. Y su conclusión resulta tan descacharrante como descorazonadora.
“Creo que es peligroso intentar evitar ciertas conversaciones; yo no pienso hacerlo”, explicaba tranquilamente Bob-Waksberg en la misma entrevista. “Tratamos de hablar de problemas imperecederos. Hay un montón de problemas muy graves en nuestro mundo que no parecen estar cambiando a corto plazo. Me encantaría despertar en un mundo donde mi serie no fuese relevante porque todo está mejor, pero lamentablemente no creo que eso suceda”.
Una balada sobre la tristeza contemporánea
Si uno tuviese que decir cuál es la clave más relevante de las que nos ocupa, sería esta: BoJack Horseman ha sabido construir un drama moderno sensible y profundamente bello. Bajo el mismo paraguas traumático se construyen relaciones con las que es fácil identificarse, malentendidos que hablan de una generación conectada pero enfrentada, y van directo a su experiencia.
La constante vital de casi todos los personajes de BoJack Horseman es su incapacidad de ser felices debido a una íntima batalla entre expectativas, presiones y realidades siempre más tristes -por realistas-, de lo esperado. Todo tratado con un barniz generacional que funciona gracias a una base ideológica formada por creadores sobradamente preparados a quienes, a buen seguro, les afirmaron que el éxito dependía de uno mismo.
La crítica cultural Eva Cid lo expresaba certeramente en un análisis de la serie: “La suya es una infelicidad moderna, rabiosamente contemporánea, fruto de la urgencia enajenada con la que se nos impone vivir cada momento, de las prisas con las que la opinión, más pública que nunca, devora y fagocita vía RRSS cualquier información, producto e idea, dejándolas reducidas a cáscaras vacías”.
“Me metí en este mundillo porque me encantan las historias. Nos consuelan, nos inspiran, crean un contexto sobre cómo vivimos la vida”, dice el personaje de Princess Carolyn en la cuarta temporada. “Pero también tienes que tener cuidado porque si pasas mucho tiempo entre historias, empiezas a creerte que la vida es solo historias, y no es así. La vida es la vida y eso es muy triste porque tenemos muy poco tiempo. Y… ¿qué estamos haciendo con él?”.
Lejos de ser baladí, este pequeño discurso abre la puerta hacia una luz de esperanza que la serie siempre había evitado pero que parece que esta temporada ha querido abrazar. Esta balada de tonos tristes llega a su madurez en la presente temporada, dando un toque de atención a su espectador y una posibilidad, por pequeña que sea, de redención a sus personajes. Si BoJack Horseman sigue así, nos esperan tantas risas como lágrimas en este mundo de animales que parecen personas y personas que -sorpresa- parecen personas. Tan reales y tan débiles como tú y como yo.