El mercado ha fascinado siempre a escritores y artistas. Pablo Neruda dejó escrito: “México está en los mercados”, un país que confesó haber recorrido “por años enteros de mercado en mercado”, los más hermosos del mundo. El autor chileno dedicó sus poemas a alimentos y guisos, a la alcachofa, la cebolla, la ciruela, el limón, el maíz, la sal, el pan y al caldillo de congrio. El amor al ser humano y a la vida llevaron a Neruda a apreciar los productos de la naturaleza que encontraba en los puestos, era su manera de compartir la pasión por las personas y los paisajes.
Hay algo atávico en esta relación, iniciada cuando los pequeños grupos de cazadores y recolectores dieron paso a sociedades numerosas de agricultores. El mercado se convirtió en el núcleo de las civilizaciones del intercambio y en la razón de ser de las ciudades que los acogían. La evolución reciente de la venta de alimentos en los países desarrollados ha sido vertiginosa, con la llegada de la tecnología del frío y la asepsia. Quizá la humanidad empieza una nueva era, pero la esencia de la vida mediante la nutrición a partir del medio natural, sigue viva en los mercados tradicionales de todo el planeta, que expresan el lugar, la cultura y la manera de vivir de sus habitantes.
La mayoría de los mercados africanos se instalan al aire libre, en plazas abiertas o en estrechas calles urbanas, y los barcos de pesca realizan la venta en la lonja del puerto o de la playa. En el norte de África las medinas se ordenan en torno al zoco, donde los puestos en la calle ofrecen hortalizas, mientras los carniceros muestran los animales ya descuartizados, divididos en piezas, sin que falten las cabezas de cabras y carneros. Los vendedores de especias perfuman la calle con su aroma y, a su lado, legumbres y frutos secos muestran las viejas técnicas de procesado que garantizan su permanencia en el tiempo.
En Marruecos, Rabat cuenta con un extenso mercado de alimentos en la Medina, y en Marrakech pervive su historia de puerta del Sáhara, a la que llegaban las caravanas, en su plaza Yamaa el Fna, donde es posible comprar naranjas, dátiles o frutos secos entre acróbatas y encantadores de serpientes. Además de los zocos de las Ciudades Imperiales, merecen visitarse las lonjas de pescado de Essaouira o de Agadir, y sentir la sobriedad de otras ferias y bazares en la aridez de Tiznit, en la Ruta de las Casbas, al pie de las montañas del Atlas, o en la remota Zagora atrapada por el desierto.
Egipto posee uno de los zocos más fascinantes del continente, el Jan el-Jalili en El Cairo, donde poco ha cambiado desde el siglo XIV, y se sigue mezclando la venta de alimentos y de artesanía en tiendas que parecen sacadas de Las mil y una noches. Hay otros, también sorprendentes, a lo largo del Nilo, exuberantes como el mercado agrícola del oasis de El Fayún, en el delta, o en el zoco de Asuán, junto a la gigantesca presa.
En África, el tipo de mercado primario pervive aún en la franja ecuatorial, con sus mercancías amontonadas a pleno sol, cubiertas por el polvo que levantan multitudes vestidas con vivos colores. El Merkato de Addis Abeba, en Etiopía, asombra con su gigantesco despliegue de puestos en los que trabajan 13.000 personas, bañadas en intenso olor a café, una de las especialidades locales. Muy curioso es el Akodessewa de Lomé, en Togo, dedicado a los elementos necesarios para la magia y el vudú, que incluyen animales empleados en los ritos por brujos y curanderos. En el extremo opuesto se encuentra el moderno mall Victoria & Albert en Ciudad del Cabo, en Suráfrica, el más cosmopolita de los mercados africanos, con abundancia de productos gourmet y los deliciosos vinos criados en Stellenbosch.
El continente asiático atesora la mayor variedad de mercados del mundo, callejeros, flotantes y nocturnos. En Oriente Próximo desprenden olor a pan recién horneado, abundan los dátiles y las hortalizas, y la carne de cordero es protagonista. Los grandes bazares cubren sus calles con cúpulas o toldos, formando espacios arquitectónicos fascinantes en el Gran Bazar de Estambul, con cuatro mil tiendas y un Bazar de las Especias a su lado. Se encuentran también mercados callejeros en Jerusalén o en Tel-Aviv, con menos historia que el hermoso bazar de Damasco en la maltrecha Siria, hermano de otros iraníes, entre ellos el de Isfahán, aunque el más impresionante del país sea el de Tabriz, Patrimonio de la Humanidad desde 2010.
La Ruta de la Seda prolonga los mercados mixtos de mercancías y alimentos hacia el este, poniendo en contacto diferentes culturas, donde las tradiciones musulmanas árabes se fusionan con las costumbres de mogoles, uigures, tibetanos y chinos. Quizá sea la feria dominical de Kasghar, en Sinkiang, el mayor espectáculo de la ruta, a la que acuden ganaderos de ovejas, cabras, burros, caballos y camellos, mientras que los mercados de Xining, en Qinghai, aparecen llenos de animación en la travesía de la meseta tibetana.
China compra y come en la calle, en zonas remotas y en los emporios de Shanghái o en Beijing, donde merece una visita el mercadillo de Dönghuámén, nocturno, célebre por cocinar insectos, arañas, escorpiones y serpientes. En los mercados de Guangzhou se comprueba porqué dicen que allí “comen todo lo que tiene alas, menos los aviones, y todo lo que tiene patas, menos mesas y sillas”. Sus puestos ofrecen anfibios, reptiles e insectos, y se vende el pescado vivo, hacinado en baldes de agua hasta el momento de la venta.
En India, Nueva Delhi abre su mercado de mayor interés en Chandni Chowk, perfumado y colorido, junto a Jama Masjid, la mezquita mayor, que agolpa a la densa multitud en torno a una constelación de tenderetes. En un país de mercados fascinantes destacan los del maravilloso estado de Kerala, punto de partida de la ruta de las especias que llegaban a Europa desde Fort Cochín, donde siguen elaborando deliciosos curris y comerciando con jengibre, cúrcuma, cardamomo, canela y nuez moscada.
Todos los países del sudeste asiático cuentan con aglomeraciones de cocinas callejeras que se llenan de noche con expatriados y mochileros en torno a humeantes parrillas. En la bella Luang Prabang de Laos, y en Hanoi, o en la ciudad de Ho Chi Minh para probar las delicias vietnamitas. La frenética Singapur tiene mercados auténticos como el Kreta Ayer, pero se llenan también los puestos de comida en Gluttons Bay o en Maxwell Food Centre. En Camboya contrasta el gran Mercado Central de Nom Pen con el encanto de las tiendas de Siem Reap, cerca de los templos de Angkor, o el exotismo de los fogones en el de Skuon, famoso por las arañas fritas o guisadas, aunque en muchos lugares se venden y cocinan hormigas, grillos, cucarachas, gusanos, sapos y ranas.
Los mercados flotantes son seña de identidad de las ciudades asiáticas vinculadas a los grandes ríos. En Vietnam hay que visitar el delta del Mekong, donde los agricultores suministran sus productos en barcas. Desde Can Tho se llega a los centros de venta flotantes de Cai Rang y de Phong Dien, que comercian con arroz, frutas, pescados y mariscos a partir de las cinco de la mañana. Cerca de Bangkok, en Tailandia, recorrer el mercado flotante de Damnoen Saduak navegando, comprando frutas y comidas a otras barcas, resulta una experiencia inolvidable.
Japón es un mundo aparte, con mercados tradicionales de exquisita higiene y calidad absoluta en los frutos del mar. La mayor lonja de pescado del planeta, en Tokio, se ha mudado de Tsukiji a la nueva sede de Toyosu, que permite asistir a la subasta diaria sin reserva previa a partir de las cinco de la mañana. El nuevo recinto cuenta con sus propios restaurantes, aunque la zona del viejo Tsukiji sigue siendo un excitante laberinto de cocinas de sushi, sashimi, pescados y mariscos.
El toque gourmet de la cultura francesa se aprecia en los mercados canadienses del Viejo Puerto en Quebec o el Saint Lawrence Market de Toronto. En la otra costa, Vancouver respira pasión por el marisco y el mejor salmón del mundo. En Estados Unidos se mantienen ferias de horticultores en las grandes ciudades, el Union Square Greenmarket de Nueva York, el de Los Ángeles, o el Crescent City en Nueva Orleans. Y destacan mercados de pescado como el de Pike Place de Seattle, con una extensa oferta del Pacífico y la costa de Alaska.
México es inseparable de sus mercados con aire de verbena en los que se encuentran puestos donde degustar la comida tradicional, tamales, mole, guacamole, pico de gallo, sin olvidar los crujientes chapulines, saltamontes fritos que se comen con sal y limón. Ciudad de México guarda más de 300 mercadillos en sus calles.
El popular Abelardo L. Rodríguez, cerca del Zócalo, con sus murales revolucionarios, y el de La Merced con su infinita variedad de chiles, antojitos y quesadillas. A su lado se encuentra el de Sonora, con una sección dedicada a hierbas medicinales y a productos para magia y sortilegios de amor. Las localidades históricas mexicanas cuentan con valiosos mercados de todo tipo, el monumental Hidalgo en Guanajuato, el modesto de Dolores Hidalgo, el enorme de San Juan de Dios en Guadalajara, Querétaro, Puebla, San Miguel de Allende…
Entre los mercados de Centroamérica destaca Chichicastenango, en Guatemala, de origen prehispánico, colorido por la masiva presencia de mujeres mayas ataviadas con sus trajes tradicionales, donde perviven ritos precristianos y el sincretismo de la iglesia de Santo Tomás, que se eleva sobre los puestos de venta al aire libre.
En Sudamérica dejan excelentes recuerdos los mercados brasileños de Salvador de Bahía, en los que se fusionaron las cocinas africana y europea, y la riqueza agrícola de los colombianos, concentrada en Plaza de Paloquemao, en Bogotá, que se extiende a otros en las ciudades de la costa atlántica, Cartagena, Santa Marta, y a las poblaciones andinas de Silvia o Popayán. En Ecuador, los indígenas extraen frutos de la dura tierra en la Avenida de los Volcanes para venderlos en pequeños bazares como el de Pujulí en Cotopaxi. En Santiago de Chile, su Mercado Central es un monumento histórico y centro gastronómico, aunque la riqueza de sus mares se reúne en el mítico Algelmó en Puerto Montt, que alterna los puestos con sencillos restaurantes de alta calidad en sus curantos en olla, erizos, jaibas y merluzas.
Perú lidera la gastronomía americana gracias a la suma de productos procedentes de su litoral en el Pacífico, de sus sierras andinas y de la Amazonía. La misma variedad aparece en sus mercados, en el Central de Lima, rebosante de pescados y mariscos, en el de San Pedro en Cuzco, abrumador en la oferta de tubérculos y sorprendente por la presencia del entrañable cuy, el conejito de Indias, entre las carnes, y en el exótico de Belén, en Iquitos, donde se ofrece toda la fauna amazónica, monos, iguanas, caimanes, tortugas y peces del descomunal río.
En toda Europa, se intenta no perder la relación directa entre agricultores y consumidores. Muchos países tratan de potenciar los pequeños mercados semanales de agricultores en el centro de las ciudades, que venden hortalizas locales recogidas en el punto óptimo de maduración. En Bélgica y en Croacia, en Alemania y en Grecia, son fáciles de encontrar, especialmente durante los fines de semana. Es un placer visitar en Venecia el antiguo mercado La Pescheria junto al Gran Canal, o completar el paseo por el Périgord francés visitando Le Caneda en Sarlat, donde el territorio se expresa en trufas, foie-gras y suculentas frutas y verduras. El espíritu mediterráneo de la Provenza palpita en el Mercado de Antibes, con sus aromas de lavanda, miel, aceite y aceitunas.
En Noruega, tierra de pescadores, llevan a los niños a las lonjas para que no olviden el origen de su riqueza actual, y se manchan las manos jugando con el bacalao junto a los barcos. Al mismo tiempo, en el mercado de la plaza de Bergen se puede encontrar, de manera testimonial, carne de ballena. En la capital de Finlandia, los granjeros acuden con sus embarcaciones a vender sus cultivos directamente en el puerto. Todavía se construyen nuevos mercados urbanos, como el Markthal de Rotterdam, en los Países Bajos, y en París siguen funcionando los marché de barrio, manteniendo en la compra diaria una seña de identidad. Ahora, muchos antiguos edificios del siglo XIX, de metal y cristal, son recuperados en todo el continente para ofrecer productos gourmet y restauración de calidad. Al nuevo mercado de Les Halles, hoy desaparecido, le dedicó Émile Zola, en 1873, su obra El vientre de París. Si la hubiera titulado El alma de París también habría acertado.
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