A lo largo de los siglos, los únicos que se atrevieron a adentrarse por la inmensidad de aquellos espacios vacíos llamados desiertos fueron los mercaderes de esclavos, que en grandes caravanas recorrían la conocida como Ruta de los 40 días o Dar el Arba´in. De aquel trayecto, que unía el Nilo con el mercado de esclavos de El Fasher en Sudán, surgieron muchas leyendas, algunas de las cuales fueron recogidas en el libro “Las Perlas escondidas”. Contaban historias de tres oasis a la deriva, perdidos en aquel inmenso mar de arena, en uno de los cuales se encontraba la ciudad blanca y amurallada de Zerzura que atesoraba en su interior enormes riquezas.
Leyendas que fueron corroboradas allá por 1835, cuando un pastor de camellos, que tenía una hermosa hija llamada Zoraida pero que no viene al caso por muy mona que fuera, le relató al egiptólogo John Wilkinson la existencia de esos tres misteriosos lugares y, en especial, uno llamado Zerzura, ubicado en la confluencia de tres valles en la meseta de Gilf el Kebir.
Exploraciones posteriores del Príncipe Kemal el Din y otros aventureros consiguieron localizar los oasis de Uweinat y Arkenu, pero el de Zerzura continuaba siendo un misterio.
Aquellas leyendas de ciudades y tesoros perdidos calaron muy hondo en aventureros, locos y amantes del desierto que la providencia vino a juntar en 1930 en el Greek Bar de la localidad sudanesa de Wadi Halfa. Allí, tras apagar con cerveza la enorme sed acumulada en sus viajes a través del desierto, se conjuraron para encontrar el último oasis, el oasis perdido de Zerzura. Locos aspirantes a tesoros inexistentes…
Y así comenzó la última gran aventura de la exploración africana, con unas cervezas, unas leyendas y muchas ganas de aventura.
Usaron como punto de partida para sus expediciones los lejanos oasis del sur. Recorrieron el Desierto Negro del oasis de Bahariya y el Blanco de Farafra hasta más al sur del antiguo centro caravanero de Dakhla, allí donde nacen las dunas rojas de Gilf el Kebir. Descansaron en grandes palmerales o bajo la débil sombra de acacias solitarias, acamparon en lugares sin nombre o junto a las ruinas del Valle de las Momias Doradas y atravesaron llanuras del desierto abrasadas por el sol. Siempre intentando desvelar los secretos de esta tierra muerta, perdida y escondida. Cuando el escritor Edward Lear, al que imagino que habréis leído (no como yo), afirmó que Egipto es una tierra para aprender del color, seguro que fue porque recorrió esta misma zona.
Allí, junto al desierto Blanco, también buscaron otra leyenda: el Ejército perdido de Cambises, los 50.000 persas que yacen para siempre sepultados por el Harmattan, ese infatigable viento caliente y seco que por aquí se llama Khamsin. Dicen que los djinns, los espíritus malignos del desierto, los transformaron en esas extrañas formaciones que confieren a esta zona un aspecto tan irreal como fantástico. Hay que ir a verlo.
Siguieron buscándolo durante años hasta que el inicio de la II Guerra Mundial hizo que el grupo se separara y combatieran en la misma zona, pero en distintos bandos, abandonando la búsqueda del oasis para tiempos mejores. Así los británicos Ralph Bagnold y Patrick Clayton crearon el Long Range Desert Group, unidad encargada de espiar y frenar el avance de Rommel sobre el Cairo y, por otro lado, el Conde Almasy (el protagonista de El paciente inglés) se convirtió en espía del Tercer Reich. Menos mal que el tiempo volvería a juntarles en el desierto. La vida, que da muchas vueltas…
A pesar de todas las expediciones posteriores, la ubicación del oasis continúa siendo un misterio y, al igual que Tombuctú, simboliza el ideal de la exploración, el espíritu romántico de la aventura.
Pero no hace falta ir hasta Wadi Halfa a iniciar la gran aventura de la vida. Cualquier lugar sirve, tan solo basta un buen vino y un mejor amigo (que ninguna locura se inició bebiendo menta poleo) para dejar salir al joven que siempre permanecerá en cada uno de nosotros. Porque nuestro espíritu aventurero es como el acheb, esas semillas que permanecen enterradas durante años bajo la arena del desierto y florecen rápidas con el menor chaparrón. Sólo necesitamos regarlo.
Yo nunca he dejado de buscar el oasis perdido de Zerzura. Ni sería la primera vez que una cosa lleva a la otra y unos gin tonics me han impulsado a pasear por el palmeral de Dakhla, ver el atardecer en el desierto blanco de Farafra o dormir bajo las dunas negras de Bahariya…
Esta vez me voy a despedir con el epitafio encontrado en la tumba de Tutan Khamon: Que tu espíritu viva y permanezca millones de años, sentado con la cara al viento del norte y los ojos llenos de felicidad.