Hay una puerta de entrada a la aventura africana que yo suelo atravesar con frecuencia. Tras ella, el tiempo no existe, se detuvo hace años y sigue a la espera de la llegada de otra caravana de camellos que vuelva a atravesar el colorido valle del Ounila, trayendo desde las lejanas arenas del Azeffal oro de Ghana, plumas de avestruz del Sudán, nueces de cola o historias increíbles de remotos reinos.
La puerta está medio oculta y sólo se llega a ella zigzagueando por una pista en muy mal estado sobre un valle donde la única compañía será un perdido rebaño de cabras funambulistas, encaramadas a los árboles de argán, y algún desdentado vendedor de geodas. Enseguida se va dejando atrás un pequeño bosque de sabinas retorcidas por ese viento del desierto, que por allí sopla siempre con venganza, caliente y asfixiante, y unas viejas minas donde extraían la sal que llevaban las caravanas en dirección al desierto. Y poco más, pero tras atravesar un pequeño desfiladero de rocas negras descoloridas sobre tierras ocres aparece la aldea de Telouet, donde todavía aguantan en pie las ruinas de un palacio que poco a poco se va derritiendo sobre la tierra roja. Es el palacio de El Glaoui, el pachá de Marrakeck y Señor del Atlas, que convirtió esta pequeña aldea en una nueva versión del reino de Sherezade y los cuentos de las 1001 noches.
Hombres de estado, militares, científicos o periodistas, todos los personajes importantes de la época fueron pasando por este palacio: desde Winston Churchill al General Patton, Hernest Hemingway, Petain o Montgomery… Y entre aquellos suelos de mármol, paredes estucadas y techos maravillosamente artesonados tuvieron lugar decisiones políticas, intrigas palaciegas, suculentos banquetes, suntuosos regalos, romances y hasta algunas escenas incontables en las que ahora no puedo pensar porque estoy recién operado del corazón, pero que mi mente calenturienta no para de imaginar que pasaron. Dicen que allí todo era posible.
Desde un balcón del palacio se divisa el valle del río Ounila. No es mal contraste el de las cumbres nevadas del Atlas, los acantilados ocres, el intenso verde de las copas de las palmeras y los bosques de eucaliptos, con un cielo increíblemente azul. Poco más abajo se encuentra el Valle de las rosas, en Kelaa Mgoun, y más allá el desierto. Qué rápido se entiende al bajar por este valle aquello que decía Kapuscinsky de que en África primero era el color y luego el olor. Aunque soy consciente que no se refería a esto cuando lo escribió.
Continuando por el valle desde Telouet hacia el gran desierto hay que bajar a media marcha y sin hambre, que la tripa vacía siempre ha sido mi peor consejera, atentos a cada recodo del camino, que en África la aventura está siempre al acecho. Por el camino los Glaoua construyeron decenas de Kasbahs (espacios fortificados de origen bereber) para proteger y apoyar las caravanas que venían agotadas desde el oasis de Audaghost tras atravesar las muertas llanuras del Ametlich. Tenéis que parar en las kasbash de Ameniter o en Assaka, colgada sobre una gran grieta y en Tamdagh, en todas… todas me gustan. Recuerdo perfectamente la primera vez que recorrí esta pista, iba en mi vieja BMW, excitado, tratando de contenerme ante la belleza del paisaje.
El broche final del día vendrá sumergido en un gin-tonic en copa de balón desde la terraza de Dar Mouna, contemplando el ksar de Ait Ben Haddou al atardecer mientras se intenta imaginar las historias de aquel viejo pasado lleno de esplendor.
Para mí, de todos aquellos grandes personajes que pasaron por Telouet, Rosita Forbes, la gitana al sol, siempre ha sido mi predilecta. Dicen que la aventurera británica se enamoró de El Glaoui y que allí también conoció a El Raisuni, sobre el que escribió un libro del que se hizo una película muy especial, el Viento y el León. Me gusta mucho la despedida que el Raisuni le hace a su enamorada antes de perderse galopando hacia el Atlas: Volveremos a vernos, Sra. Pedecaris, cuando los dos seamos como nubes doradas flotando sobre el viento…