A la sombra del gran baobab
Hace mucho tiempo cayó en mi poder, o más bien caí yo en el suyo, un viejo mapa del antiguo África Ecuatorial Francesa, un tesoro. Acostumbraba a extender el mapa para pasar largos ratos sumergido en él, practicando mi deporte favorito: soñar, planear rutas. Tan pronto seguía las exploraciones del Conde de Brazza, como me internaba con los pigmeos Baka por las selvas de Dzanga Sangha siguiendo el rastro de los gorilas de llanura o de los elefantes del bosque. Si, ya sé que no es normal mi tara, pero la culpa es de los mapas, deberían estar prohibidos. Todos son adictivos e invitan a soñar y a perder la cabeza.
En aquel mapa me atraían poderosamente dos pequeños puntos perdidos en la nada, un fragmento de sabana africana atrapada entre el desierto del Este y la selva del Oeste. Parecía ser el mismísimo corazón del continente y yo siempre pensé que tenía que llegar hasta su corazón si quería empezar a comprender África, la tierra de los atardeceres púrpura y las noches estrelladas, el paraíso del misterio y la aventura, el reino del león.
Aquellos puntitos correspondían a Birao, en la antigua región del Ubangui-Chari, dos ríos que delimitaban la región y que, por cierto, ni sospechaba que navegaría años más tarde. Tan solo eso, dos puntitos de la República Centroafricana en la frontera con Sudán y Chad, pero sí, allí tenía que estar el corazón de África. Así que llevado de esta inconsciencia mía que me sale tan natural, y tanta gracia hizo siempre a mis padres, decidí ir.
Poco o nada sabía de aquel rincón olvidado de África. Por allí nunca pasaron Livingstone, ni los versos de Rimbaud, ni la locura de Kurtz. Tampoco pasó Barth, ni ningún otro explorador enviado por la Royal Geographic Society en busca del vellocino de oro… Por allí sólo merodearon los janjaweed, las milicias islamistas de Darfur, el diablo a caballo, sembrando la muerte y la destrucción. Y los rebeldes ugandeses del Lord Resistance Army empeñados todavía en imponer por las armas un gobierno basado en los 10 Mandamientos. Otra locura peligrosa, aunque en política ya nada puede sorprenderme...
Bueno, también pasaron aquellos que escaparon de formar parte del almuerzo del Emperador Bokassa. Ah, y los paracaidistas de la Legión Extranjera francesa, que tomaron la ciudad tras aquel ataque de los rebeldes. Fueron ellos los que me enseñaron aquella canción, le Diable marche avec nous. Esos días, buscábamos por la mañana refugiados huyendo del horror y por la noche nosotros mismos buscábamos refugio del horror vivido, bebiendo aquellas guarradas con pastis que tanto gustan a los franceses. Otro horror, por cierto, sobre todo para un hombre de gustos tan refinados como los míos.
Recuerdo las noches de regreso a la choza, la oscuridad más absoluta, y aquel cielo estrellado. Pocas veces he vuelto a ver algo parecido. Eran tantísimas que llegaban hasta el suelo, allá en el horizonte. Y el silencio, sólo roto por el ruido apagado y monótono de un grupo electrógeno lejano, un concierto de grillos y algunos pájaros y monos, maquinando como quitarme mis reservas de fuet y pan bimbo. Mi tesoro…
El centro del pueblo lo presidía un gran baobab y a su sombra se concentraban todos los eventos importantes de la aldea: anuncios, cuentos, reuniones… Tenía carácter sagrado y a sus pies acudían a descansar los espíritus de los antepasados. Junto al baobab nacía un pequeño mercado, tan colorido como escaso. También había una patrulla del ejército. Seis hombres, seis uniformes distintos. La única coincidencia de uniformidad estaba en el calzado, todos cholas y en el kalashnikov, omnipresente en África.
Tras aquel gran baobab se extendía la ciudad y el pueblo vivía entre un laberinto de chozas de hojas de palma, espíritus de la sabana y rituales de iniciación. Frente al mercado había un restaurante, La Chuiterie. Bueno había otro, pero inspiraba menos confianza todavía que este. Los sábados por la noche, aparte de algunos aldeanos, acudían los cooperantes de ACNUR o de Médicos Sin Fronteras y el bar cobraba una vida diferente. La etnia de los Banga son conocidos por su música y, por supuesto, como estaréis imaginando, yo la interpretaba a mi manera realizando esos arrítmicos movimientos imposibles que nadie más entiende. El gintonic, que me desinhibe. También había una mezquita y una iglesia. Por entonces convivía en paz, no sé cómo estarán ahora después de que el país quedara envuelto por la violencia entre la coalición musulmana Seleka y las milicias cristianas.
Cada dos domingos venía a oficiar misa el párroco de la localidad de Ouanda Djallé, a más de dos horas de distancia. Era el gran día. Las mujeres se arreglaban con coloridos vestidos y los hombres, otro estilo… La misa duraba casi dos horas, pero no recuerdo haber asistido a ninguna celebración tan alegre y bonita. No importaba que la oficiaran en Sangho, el mensaje me llegó fuerte y claro. Todo el mundo ofrecía de corazón lo poco que tenía, con alegría. Los bailes y los cánticos de aquellas misas quedaran para siempre en mi memoria. Que se lo pregunten a aquel grupo que vino conmigo por el norte de Tanzania…
Por Birao atravesaba la vía principal de comunicación con Sudán, aunque eso no quiere decir que estuviese asfaltada. La ruta pasaba junto al gran baobab, que ejercía además de terminal de pasajeros. Justo allí nacía una avenida de enormes mangos que proporcionaban una sombra muy agradable ante el calor aplastante. La carretera llegaba hasta Am Dafok, en la frontera con Darfur, de donde además de venir todas las mercancías sudanesas venían también los males. De vez en cuando íbamos hasta allí. Me gustaba mucho el color ocre de la tierra del camino cuando la luz de la mañana inundaba cada rincón. Alguna que otra vez aparecimos por la Reserva Nacional de St Floris, donde dicen que se podía observar a los cinco grandes (león, elefante, leopardo, rino y búfalo), aunque ya no recuerdo bien si vi uno o ninguno. Los furtivos, que están terminando con esta zona que todavía es Patrimonio de la Humanidad.
Allí, bajo aquel gran baobab, encontré el corazón de África, latiendo con mucha fuerza, y allí quedó una parte del mío. Por eso mi pena cuando un día vino un avión a sacarme, para nunca volver. Y por eso este ataque de nostalgia.