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Momento socialdemócrata, fracaso de los socialdemócratas

Hillary Clinton y Bernie Sanders, en una imagen de archivo.

Andrés Ortega

Este puede ser, paradójicamente, un “momento socialdemócrata” en Europa, del que no sabe aprovecharse la socialdemocracia. La nueva izquierda, como Podemos, se ha reclamado (a ratos) de ella. También, desde EEUU, Bernie Sanders. En la Eurozona, y más allá, la austeridad está aflojando algo (aunque no lo suficiente), mientras aumentan las peticiones de ayuda, o de rescate, a la parte de las clases medias y trabajadoras que están en declive. Incluso en EEUU Donald Trump ha ganado con un discurso xenófobo y machista, pero también keynesiano. Y, sin embargo, en muchos países –España entre otros– los socialdemócratas están a la baja, perdiendo electores a su izquierda y a su derecha, a menudo en los extremos. ¿Qué está pasando?

La primera razón es que la socialdemocracia, no es ya que no tenga las respuestas, es que no tiene las preguntas adecuadas. No sabe a quién dirigirse, pues la sociedad, y su base social, han cambiado profundamente desde la conjunción de clases trabajadoras y una parte de las clases medias sobre la que se basaba. Esa base se transformó en los tiempos de bonanza y ha vuelto a cambiar con la crisis. La socialdemocracia tradicional ha perdido el apoyo de los sectores más dinámicos de las sociedades (jóvenes, grandes núcleos urbanos) y se ha quedado con los más conservadores necesitados de un Estado de bienestar pendiente de un profundo aggiornamento.

Además, en muchos países se ha abierto un abismo entre los militantes de los partidos socialdemócratas y sus votantes potenciales. El mejor ejemplo al respecto es el británico donde ha subido la militancia en el Partido de Corbyn, pero bajado la intención de voto. Los propios electorados están cambiando profundamente, como se ha demostrado en el caso del referéndum sobre el Brexit y en las elecciones presidenciales en EEUU.

La actual socialdemocracia carece de una idea de lo debe ser una “buena sociedad” en un mundo globalizado y tecnologizado. La globalización ha producido una caída de las clases medias y trabajadoras occidentales (y una subida de las de los emergentes) a cambio de productos más baratos. Pero como señala el británico Neal Lawson, la buena sociedad no puede basarse sobre el tamaño del televisor plano que uno tiene en su casa o el último modelo de móvil inteligente. Para Lawson, director de Compass, un grupo de impulso a esta idea de la buena sociedad, estamos en “un mundo en el que valoramos cosas que no sabíamos que queríamos compradas con dinero que no tenemos para impresionar a gente que no nos importa”.

Aunque muchos, sobre todo jóvenes, estén cambiando algo al respecto por sí solos, la socialdemocracia debe reflexionar más a fondo sobre el consumismo, hiperconsumismo de hecho (un fenómeno relativamente reciente) y sobre la diferencia profunda, que se ha perdido, entre ser ciudadano, y ser, no ya cliente o consumidor, sino mero usuario.

Se dirá ¿qué es la socialdemocracia, uno de los mejores inventos del siglo XX? Habría infinitas definiciones. Avner Offer y Gabriel Söderberg, en un libro reciente, la describen como la continuación de la Ilustración (aunque incluso ésta está hoy en crisis): de la igualdad ante Dios a la igualdad ante la ley, igualdad entre hombres y mujeres y entre razas, e igualdad de derechos entre los ciudadanos. Hay antecedentes claro, pero la tomaremos desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y el impulso al Estado de Bienestar moderno que partió de Beveridge en el Reino Unido para responder a los sufrimientos de la contienda y al desafío del modelo alternativo soviético. Pero ahora, ante nuevas realidades económicas y demográficas, no se trata de remendar sino de transformar el Estado de Bienestar y sus sistemas de financiación.

La socialdemocracia ha funcionado mientras hubo crecimiento económico, con un aumento de los salarios y de ingresos para financiar el Estado de Bienestar, y con un peso, ahora perdido, de los sindicatos a los que estaba muy próxima. La austeridad y la liberalización de los mercados laborales de estos años han sido mortales para este movimiento. Ahora, con salarios más bajos y un estancamiento quizás secular de la economía en Europa, con el crecimiento de las rentas del capital respecto a las rentas del trabajo, con una economía abierta en una UE ampliada y con la globalización, con el crecimiento de la desigualdad, sí, pero sobre todo de la pobreza, y con los efectos de la digitalización, la socialdemocracia ha hecho aguas.

Incluso una gran consultora nada sospechosa de izquierdismo como McKinsey ha publicado desde su Instituto Global un interesante informe titulado ¿Más pobres que sus padres?, según el cual en promedio entre un 65% y 70% de los hogares en 25 economías maduras han experimentado un estancamiento o una reducción de sus ingresos en los últimos años. Tampoco la socialdemocracia tiene respuesta, ni como decimos, preguntas, ante la nueva revolución industrial que ya está provocando un cambio en el concepto de empleo y de trabajo, reemplazándolo por el de actividades y tareas, cuando las máquinas digitales no nos sustituyen.

Tampoco la socialdemocracia ha sabido gestionar la mayor diversidad en nuestras sociedades abiertas a la inmigración y al multiculturalismo antes que a la interculturalidad (conocer y aprender del otro), ni las demandas de identidades que, de diversa manera afloran desde diferentes sectores o territorios. Se ha de reconciliar con el hecho de que la identidad es un elemento importante (sin el cual, por ejemplo, no se explica el éxito electoral del Brexit). Lo que implicará controlar la inmigración, pues inmigración se necesitará en casi toda Europa. El Gobierno de Rodríguez Zapatero, por ejemplo, lo hizo bien negociando acuerdos con los países subsaharianos de origen.

En 1935, George Dangerfield publicó un famoso libro, La extraña muerte de la Inglaterra liberal, título múltiples veces parafraseado (recientemente por John Gray). Y en efecto, el Partido Liberal desapareció poco después ante la pujanza del laborismo. Le puede pasar lo mismo a partidos socialdemócratas. Los conservadores resistieron y resisten. Entre otras razones porque, además de no entrar en contradicción con el mercado (aunque no son liberales), incluso les están hurtando a los socialdemócratas parte de su programa, sazonándolo, eso sí, con dosis de xenofobia y de proteccionismo. Merkel lo ha hecho en Alemania, Theresa May lo está haciendo en Inglaterra (donde ha enterrado a Thatcher) y entre los nórdicos nació hace ya años la nueva especie políticamente exitosa de los “conservadores sociales”, o incluso Donald Trump con su promesa de iniciar grandes obras de infraestructuras. Pero estos conservadores (como tampoco Obama ni la socialdemocracia) no han querido o sabido poner freno a la financiarización de la economía internacional u otros enormes problemas.

Tony Judt poco antes de morir reclamó que la socialdemocracia se hiciera conservadora para conservar cosas que valían la pena. Pero falleció en 2010, cuando empezaba la austeridad y la Cuarta Revolución Industrial, la de la digitalización, que no llegó a vivir, estaba entrando en serio. La socialdemocracia necesita defender sus valores, pero ir también añadiéndoles otros, como ha ocurrido con la defensa del medio ambiente, e idear nuevos instrumentos.

¿Cómo reconciliar las políticas que se han de ofrecer a los nuevos electores potenciales con las dirigidas a conservar los que les quedan? Para recuperarse, los partidos socialdemócratas van a tener que plantearse programas más radicales, aunque han de atraer tanto al centro como a la izquierda: repensar el capital (quizás, como ya hemos señalado, con fondos públicos de inversión nacionales y europeos); repensar la propia Europa (¿cómo República más que como Unión de Estados?); repensar el trabajo; repensar los impuestos (y Bruselas está ayudando con su caso contra Apple al que seguirán otros); no caer en la tentación proteccionista –la salida de miles de millones de seres humanos de la miseria y la pobreza es un plus a apuntar a favor de la globalización desde toda sensibilidad de izquierdas– pero sí de exigencia de reciprocidad, e impulsar una nueva política industrial.

Algunos proponen rentas básicas u otras medidas similares. Pero servirán para una transición, no para fundamentar una sociedad, sobre todo una sociedad que envejece. Pues la socialdemocracia propició el babyboom que ahora se vuelve contra ella por sus efectos demográficos. Son solo ejemplos, a los que hay que añadir planes contra la pobreza, una transformación radical de la educación inicial y a lo largo de la vida (la igualdad de oportunidades permanentemente actualizada)..., etc.

En general estos partidos necesitan también cambiar su forma de organizarse que se ha quedado anticuada en la era de la digitalización, de las redes sociales y las ganas de participación de muchos más, y, de la economía 'gig' de las tareas múltiples. Incluso necesitan una nueva organización europea –pues ese es el marco en el que hay que decidir– e internacional con otros movimientos, como hemos mencionado. Y pensar en alianzas a su izquierda y a su derecha o centro, pues ya no están solos.

Finalmente –¿o en primer lugar?– está la falta de liderazgo. Ya no hay ni un Brandt, un Schmidt, un Mitterrand, ni un González, ni, menos aún, un Olof Palme. Ni siquiera un Tony Blair que, pese a las críticas a su Tercera Vía, comprendió bien la situación de entonces, aunque de aquellos barros vinieran estos lodos. Era aquella vía también una manera de aproximar el mundo socialdemócrata europeo al demócrata estadounidense, aunque luego Blair siguió en esta inercia con Bush y la Tercera Vía colapsó en las arenas de Irak y en los despachos de Wall Street. Pero si quiere recuperarse, la socialdemocracia habrá de recrear un marco de cooperación mundial entre fuerzas progresistas de distinta índole, incluso con un liberal nada neoliberal como Justin Trudeau al frente de Canadá, más una parte de la izquierda latinoamericana, pues hace tiempo que la Internacional Socialista ya no vale. Pero la crisis de liderazgo en la socialdemocracia es general.

La socialdemocracia está en una crisis existencial. Se puede recomponer. Pero el mejor programa, el mejor nuevo contrato social que proponga, pues de eso se trata, no resultará atractivo para cada electorado si no se encarna en un o una líder de talla. No es condición suficiente, mas sí necesaria.

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