Podemos camina hacia la nada
Todo indica que es imposible revertir la ruptura que ha provocado Iñigo Errejón. Los mismos motivos que la explican van a impedir cualquier marcha atrás. Unos y otros han quemado las naves en una larga e implacable guerra interna que estaba condenada a terminar así. Sin arreglo posible. Con vencedores y vencidos. Lo malo es que cada una de las partes se atribuye ahora la parte buena de la historia. Pablo Iglesias y los suyos consideran que han ganado porque siguen teniendo el partido en sus manos. Errejón también. Porque no ha bajado la cabeza y ahora puede soñar con ocupar en el futuro el espacio de Podemos. Pero separados caminan hacia la nada. O hacia la casi nada.
Parece mentira que esa perspectiva no haya frenado el enfrentamiento, que no haya impelido a unos y a otros a buscar un mínimo entendimiento que evitara el desastre de este jueves. Pero la historia de la izquierda radical está llena de despropósitos de ese tipo. Batir al enemigo interno a cualquier coste y por encima de lo que fuera ha sido un principio demasiado habitual en ese mundo. Una herencia de algo que suena a tan antiguo y superado como el leninismo, pero que sigue actuando. Con efectos nefastos. Tantas veces antes y ahora también.
El leninismo inventó el concepto del centralismo democrático. Que nunca fue democrático porque concebía el funcionamiento del partido revolucionario como una maquinaria en la que las opiniones disconformes no tenían cabida, en la que la única opinión decisoria posible era la de la dirección. La necesidad de la eficacia justificaba esa aberración.
Los partidos comunistas cayeron uno detrás de otro porque no fueron capaces de desterrar ese principio fundacional. Pero unos cuantos dirigentes de Podemos, entre ellos alguno de los más notables, no aprendieron esa lección. En sus largos años de reclusión universitaria, dieron vueltas y más vueltas a las experiencias del comunismo y de los movimientos revolucionarios, casi todos ellos inspirados en una u otra medida por el leninismo, y concluyeron que una puesta al día de las mismas era posible en la España del siglo XXI.
El 15M les dio una ocasión inesperada para ponerla en práctica. Pablo Iglesias y los suyos supieron como aprovecharla. Y de qué manera. En un país machacado por la crisis, harto de los desmanes del poder y de los partidos que lo habían gestionado durante décadas, había un enorme espacio para un partido que supiera hacerse eco de ese descontento. Pablo Iglesias personalizó ese éxito. Y con motivos fundados.
Pero en cinco años esas reflexiones suenan a algo ya pasado. Y Podemos aparece hoy como un partido que ya no genera entusiasmo, que pierde adhesiones, cuyo rumbo político aparece incierto, si es que existe, y que sale en los periódicos únicamente por sus crisis internas, que se suceden un mes sí y otro no en todos los territorios. Menos Pablo Iglesias, todos los dirigentes fundacionales han dejado el partido tras protagonizar alguna de ellas, haya salido o no a la luz pública.
En Podemos la disconformidad con los dictados de la máxima dirección se pagan con el abandono del partido. Cualquier intento de ascender en el escalafón o de influir en las decisiones políticas del mismo está llamado al fracaso o al ostracismo si no cuenta con el beneplácito a priori de los jefes.
Errejón ha sido el último ejemplo de esa práctica suicida. Intentó el asalto al poder máximo o cuando menos a compartirlo, ciertamente con toda suerte de artes. Fracasó porque la reacción que se desató en su contra fue terrible. Y lo acusaron de algo que los antiguos comunistas escucharon muchas veces. Lo de que “era demasiado ambicioso”, lo cual era pecado.
Pero no tiró la toalla. Porque sabía que al igual que había muchos en Podemos, en la dirección y en las bases, que no podían ni verle en pintura, había otros cuantos que sintonizaban con él. Porque sin contar con una trayectoria ejecutiva que lo justificara del todo, se habría creado la imagen de que él era una alternativa real al liderazgo de Pablo Iglesias. Ideológica, de proyecto político, y de estilo.
La idea de que Errejón no habría rechazado el pacto con el PSOE y con Ciudadanos se consolidó como una verdad indiscutible. El comentario de que “si mandara Errejón y no Iglesias” todo iría mejor se repite desde hace tiempo. Particularmente, aunque no sólo, entre quienes se han alejado de Podemos. Como militantes o como votantes.
Y Errejón jugó esa baza por mucho que ese proyecto no hubiera salido del terreno de las declaraciones. Apostó a que las elecciones en la Comunidad de Madrid podrían darle nueva fuerza para volver a intentar, en un futuro, el asalto a la secretaría general. Algo tan normal como evidente en cualquier dirigente político de cualquier partido.
Pero le pusieron la proa. Imponiéndole una candidatura que nada tenía que ver con él. Como lo habían intentado antes con Manuela Carmena. Que, por cierto, es tan protagonista de la ruptura del jueves como el propio Errejón, aunque la dirección de Podemos evite reconocerlo. Y como les había ocurrido a otros cuantos. Debieron creer que Errejón no rompería a pesar de esa presión. Pero tensaron demasiado a la cuerda y se equivocaron. Como otras veces.
Y ahora Podemos está roto. Y no solo amenazado por el fracaso electoral a corto plazo, sino también por el riesgo de desaparición a medio plazo. Porque hay tensiones no sólo en Madrid sino en otros muchos sitios. Porque es obvio que Errejón aspira a competir con Pablo Iglesias por hacerse con el espacio que queda, y seguirá quedando, a la izquierda del PSOE.
Lo más normal es que ese espacio tienda a reducirse en un horizonte temporal más o menos previsible. No sólo porque algunos votantes se vayan al PSOE, sino porque otros muchos más se irán a la abstención, al descreimiento. Con lo que la suma total de los votos de izquierda, ya tocada últimamente, tenderá a bajar A menos que un milagro lo remedie.