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Susto o muerte

Un bosque en una imagen de archivo

Economistas Sin Fronteras

Carmen Valor —

Cuando tengo un mal día pienso que mis problemas mundanos de hoy me darán risa si, o más bien, cuando se cumplan las predicciones de Naciones Unidas. Cuando la temperatura suba, la sequía será prolongada, habrá más inmigrantes climáticos, la comida será insuficiente. Entonces la cosa se va a poner realmente mal porque los países militarizados no se van a quedar quietecitos resignados a su destino; más bien parece que lucharán con uñas y dientes por los recursos.

No quiero ser tremendista, sino realista. Ya no es susto. Ahora es muerte.

Sin embargo, la enormidad de la que se nos viene encima se contrapone a la indiferencia social. Cuando se hace política pública este problema no es el referente de la decisión. Un ejemplo claro son las reacciones contrarias ante la política de reducción de emisiones del Ayuntamiento de Madrid. Incluso si los comerciantes se vieran negativamente afectados (cosa que no hay evidencia que lo soporte) seguiría estando el bien común por encima. Que es susto (que les bajaran las ventas) o muerte (que ya no haya materias primas con las que comerciar y entonces sí que hay un problema).

Tampoco es el referente en las decisiones de nuestra vida cotidiana. Nuestros alumnos de Investigación han dedicado el semestre a estudiar cómo podemos movilizar al consumidor para conseguir los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sus conclusiones son unánimes: que la crisis ecosocial nos preocupa, pero que esta preocupación no se traslada en comportamientos. Corazón sin acción.

Pero ¿cómo es posible si las emociones energizan y dirigen la acción que haya emoción sin reacción? Mi muro de Facebook me ha dado una respuesta. Me salta una noticia que alguien comparte en el grupo de Decrecimiento sobre el mar de plástico. Siento enfado moral, disgusto y culpa por seguir comprando tetra bricks. Tengo que pensar cómo puedo reducir a la mitad mi consumo de plásticos. A continuación, la foto de los niños de una amiga. Qué monos. El menú del comedor del colegio. Tengo que hacer verdura de cena, que no han comido. El estreno de una película de cine. Tiene buena pinta, a ver si vamos a verla. Una publicación sugerida de rebajas de una tienda de muebles. Este sofá es chulo. A ver si cambiamos el nuestro que está fatal.

Cada uno de estos posts me genera diferentes emociones, me manda de un sitio a otro, me quita la concentración. Con este carrusel emocional quién puede extrañarse que no haya acción. No puedo mantener la atención en un objetivo, me distraigo en las prioridades, y mi preocupación por el consumo de plástico acaba en el fondo del saco.

Funcionaría mejor esto de las emociones si se creara un mood, un estado emocional de un carácter más permanente. Si convergen las conversaciones y se mantiene un nivel de enfado más o menos constante quizá podría cambiar algo. Es lo que pasó con otros movimientos, como el MeToo: la conversación social consiguió mantener un nivel de mala leche que llevó a realizar acciones concretas. Y algo, quizá nunca suficiente, cambió.

Otra posible razón para el corazón sin acción nos la da la psicología, con una explicación que se llama la gestión del terror (terror management theory). Esta es una de esas teorías omniabarcantes que intentan dar una única explicación para muchos fenómenos sociales. Pero no deja de tener su punto.

En esencia defiende que, ante el terror que nos genera la muerte o ante escenarios de crisis profunda, los humanos desarrollamos una serie de mecanismos de distracción para no enfrentarnos a la realidad de nuestra propia mortalidad y así podemos seguir tranquilos en una ilusión de supervivencia eterna.

Aplicado a lo que nos ocupa, las noticias sobre escenarios de colapso crean un escenario de terror. Nos hacen tomar conciencia de la finitud de este modelo. Porque lo racional es aceptar que la sociedad de consumo no se puede sostener. Y es que solo hace falta contar con los dedos: si para hacer 100 mesas hacen falta 100 árboles y solo tenemos 20 árboles, no podemos hacer y vender 100 mesas. Si vendemos 100 mesas dentro de unos años, ya no habrá árboles y no tendremos ninguna mesa. Esto es de primero de aritmética.

Pero pensar que no habrá mesas, ni agua, ni trigo, nos sitúa en un escenario de terror. Para defendernos de este terror, desarrollamos diferentes mecanismos.

El primero el de negar. No, esto no va a pasar. Son muy exagerados. Al final, vendrán los tecnólogos y darán una solución para que haya infinitos árboles o para que llueva o para que podamos alimentarnos todos. Y ya puedes contar escenarios pasados en civilizaciones similares que desaparecieron por falta de recursos que no se acepta.

El segundo es el enraizarnos más en nuestra visión cultural. Este modelo se sostiene en unas creencias que de forma combinada se llaman el paradigma social dominante. El antropocentrismo, la creencia en el crecimiento infinito y en la propiedad privada como derecho irrestricto, la fe en la tecnología como solución a todos los males, la idea de que las sociedades evolucionan de forma positiva y lineal y que el futuro siempre es mejor que el pasado son algunas de estas creencias.

Cuando otros plantean argumentos y hechos que necesariamente ponen en cuestión la validez de estas creencias reaccionamos negándolas, vilipendiando al mensajero y nos atrincheramos en nuestra visión. Quizá esta teoría puede explicar el porqué del auge del populismo-casi-fascismo en el mundo y la polarización o radicalización en las ideologías. O sea, escucho que las emisiones son insostenibles y que es urgente cambiar nuestra forma de transportarnos. Y reacciono usando todavía más el coche y tachando de radicales agoreros perroflautas a los que presentan la evidencia.

Lo que sea para no aceptar que esto tiene los días contados.

¡Qué barbaridades dice usted! ¡No me asuste! ¡Ah! Pues nada. Siga eligiendo muerte.

Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión de la autora y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

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