Las dinámicas de competencia y acumulación capitalista en la academia
Desde el pensamiento crítico es posible concluir que el sistema neoliberal en el que nos hemos instalado se encuentra en guerra con la vida misma. En guerra con los árboles y los ríos, a los que considera recursos que deben ser explotados y manipulados para promover la acumulación de capital. En guerra con las personas, dado que cree que una parte fundamental de la humanidad no ostenta la condición ciudadana y, por tanto, es legítimo negar a esas personas todo derecho humano, incluido el de no ser asesinados, torturados o vendidos como mercancía. Y en guerra con nosotras mismas, con nuestros cuerpos y almas, dado que el sistema capitalista niega la propia esencia de la naturaleza humana, que necesita de la cooperación, la solidaridad y la compasión para desarrollarse de manera plena.
Vivimos inmersas en un sistema que niega la propia esencia de lo que somos, un sistema que nos acelera cuando nuestros ritmos naturales son lentos, que nos individualiza cuando somos seres sociales y compasivos, y que nos pide fortaleza e infinitud cuando nuestra condición es vulnerable y pasajera. Así, el sistema nos propone que sigamos una vida de acumulación sin límite, una acumulación que sólo puede estar en nuestros relatos y creencias, porque la naturaleza de la tierra que habitamos y de nuestra propia vida es cíclica y finita.
Hace poco, en una clase, un grupo de estudiantes me planteó que el cuidado del medioambiente es, para los países pobres, en este caso latinoamericanos, un lujo que estos Estados no se podían permitir. En realidad, me pareció un razonamiento muy pertinente, porque esta es la esencia misma del sistema ilustrado, moderno y racional que los seres humanos hemos diseñado para organizar nuestra convivencia. Un pensamiento que entiende que la acumulación de riquezas es la base misma de la evolución social, y que el cuidado y el respeto por la propia tierra que nos ha acogido (es decir, por la vida) es un ámbito superfluo al que llegaremos cuando la acumulación de la riqueza esté completada. Este pensamiento cuenta además con la paradoja de que esa acumulación nunca será suficiente; una de las características fundamentales de la mente humana (que luego se expresa en el sistema social y político que hemos creado) es la necesidad infinita de crecer, de progresar, de avanzar. De esta manera, la mayoría de las sociedades comulgan con la falsa creencia de que la acumulación infinita es posible, y no importa cuán prospera y fecunda se considere esta sociedad, siempre querrá más.
A mi juicio, lo más importante del capitalismo no es el diseño económico y político de la sociedad, sino el sistema de creencias, valores y relatos que legitiman y explican este sistema. El ámbito intersubjetivo de creación de realidades mediante la palabra, las imágenes y los estímulos ha configurado una historia paralela que ha naturalizado y desnaturalizado los fenómenos vitales. Así, desde la academia, se plantea que las teorías “realistas” son aquellas que entienden que el “hombre” es un ser egoísta que siempre busca sus propios beneficios y, por tanto, la regulación de la vida cotidiana tiene que contener un alto contenido de violencia y disciplinamiento. Son las mismas aproximaciones analíticas que nos explican que somos seres competitivos e individuales, que los otros son violentos y peligrosos, que la naturaleza es un recurso que debe ser adaptado a las necesidades humanas. Y, además, son epistemologías racionalistas y antropocéntricas que ubican al “hombre” en la cúspide de la pirámide evolutiva y, por tanto, entienden como natural la violencia que se ejerce sobre millones de seres sensibles que son explotados, torturados y asesinados para que podamos, por ejemplo, alimentarnos como nos plazca.
Estas aproximaciones son las que niegan la naturaleza cooperativa e interdependiente de nuestra raza humana, las que entienden que amar la naturaleza que nos acoge y nos da vida es un postulado superfluo e irracional y que la compasión y el amor por todos los seres sensibles que habitamos el planeta (que en la realidad vital somos todos uno) es una superchería y un “buenismo” que sólo sirve para ampliar el mercado de los estupefacientes y antidepresivos.
Este marco de creencias que a mi juicio niega las esencias más reales y básicas de la vida, se ha integrado a todas las estructuras y organizaciones humanas. Y esta perspectiva mercantilista y disciplinadora se encuentra plenamente vigente en la universidad; si una persona quiere dedicarse a la docencia universitaria, pronto sabe que hay un solo camino para poder ejercer esta profesión. Se nos exige acumular méritos; méritos que suponen participar en más congresos, escribir más artículos, ser parte de más investigaciones, involucrarse en más proyectos europeos, de innovación docente, de transferencia, etc. Pero sobre todo se nos pide que escribamos artículos (preferentemente en inglés) en revistas hiperespecializadas donde es muy difícil publicar. Revistas cuyo impacto real en la vida es bastante cuestionable, aunque poseen un valor académico indiscutido e irrefutable. Estos requisitos son indispensables no sólo para lograr una plaza estable en la Universidad, sino también para acceder a la acreditación que habilita a los docentes a participar en los concursos de esas mismas plazas. Esta estructura, junto con la precarización, la inseguridad y el miedo propio de estos tiempos líquidos que habitamos, hace que los profesores no tengamos otro camino que ser parte de ese proceso disciplinado, hiperexigente y burocrático si queremos siquiera aspirar a dedicarnos profesionalmente a la docencia y a la investigación.
Por el contrario, nadie nos ha pedido, hasta ahora, que seamos personas conscientes y compasivas con los estudiantes que comparten el aula con nosotros. No existen méritos para poder valorar el compromiso de los profesores con la creación de una conciencia crítica que ayude a las personas que van a la universidad a desarrollar su propia libertad y su propio ser. No hay cursos para ayudarnos a lidiar con el miedo y la inseguridad de la que somos parte en un sistema cada vez más violento que desplaza a la invisibilidad a millones de seres sensibles. ¿Cómo podemos ser profesores conscientes sin la posibilidad de compartir la vida que somos, la importancia de nuestro ser, la necesidad de ser amables y compasivos con el mundo? ¿Cómo podemos enseñar “algo” si negamos a la tierra que nos acoge, los ríos de los que bebemos, al aire que respiramos? ¿No es más importante recordar la importancia de la vida, la solidaridad y el amor que entender a Hobbes y a Weber?
Sin embargo, somos parte de este proceso de acumulación y competencia, vivimos urgidos por las dinámicas disciplinadoras del sistema que nos exhorta a acumular, y creo que este proceso nos aleja de nuestros compañeros, de nuestros alumnos y de nuestro propio ser. Incluso desde el pensamiento crítico tengo la sensación de que seguimos esta dinámica acumulativa y competitiva. Muchas veces nos obcecamos por tener “razón”, por acumular citas y conocimientos que legitimen nuestra posición, por desarrollar la mejor oratoria, el mejor argumento, en definitiva, por salir victoriosos de la contienda competitiva que nos es dada.
Quizá sea una posición endogámica reflexionar en este artículo sobre mi propio trabajo, mis miedos e inseguridades al ejercerlo y mi falta de capacidad para gestionar la burocratización de la vida académica; sin embargo, creo que estas dinámicas intersubjetivas se expresan en todos los ámbitos laborales y profesionales; creo que este sistema no sólo ha roto con la tierra, con la naturaleza y con las personas, sino que nos impele a romper con la esencia de nuestro propio ser. La posibilidad de dar clases, de contar las experiencias y los conocimientos propios, de tener compañeros y alumnos es ciertamente una oportunidad maravillosa y, pese al sistema que nos estructura y disciplina, creo que las profesoras y profesores podemos dar espacio a nuestra propia esencia humana, al amor por todos los seres que hay aquí y a la conciencia de la experiencia de la vida. Y de esta manera construir, en diálogo con las personas que formamos parte del aula, una alternativa consciente para nosotras y nuestro mundo.
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del la autora y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.