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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Metales hoy comunes que fueron más caros que el oro

Sarcófago de Tutankamón.

José Cervera

Un análisis reciente del hierro de la hoja de una daga enterrada como parte del tesoro del faraón Tutankamón ha determinado que proviene de un meteorito. En concreto de uno caído cerca de la ciudad egipcia de Marsa Matruh, en la costa mediterránea. Puede parecer curioso que entre los objetos más preciosos escogidos para decorar la tumba de un emperador divino se incluyera una hoja de hierro pero hace 33 siglos el hierro era un metal precioso más valioso que el oro por la dificultad de separarlo del oxígeno y purificarlo para hacerlo útil.

De ahí la fascinación con el hierro de origen extraterrestre, uno de los pocos ejemplos en los que aparece en su forma metálica a diferencia del oro o la plata, que no reaccionan con el oxígeno y pueden hallarse ya en forma de pepitas.

En aquella época el mundo estaba saliendo de la Edad del Bronce e iniciando la del Hierro. El bronce, una aleación de cobre y estaño, es relativamente sencillo de crear y de trabajar: los metales que lo componen son abundantes y fáciles de purificar.

El hierro meteorítico es un ejemplo de metal que en su momento fue más valioso que el oro. La Humanidad ha pasado por momentos en los que otros elementos, actualmente considerados comunes, fueron metales aristocráticos.

Acero: el alma de la katana

La fabricación de piezas de acero sólido tuvo que esperar a la Edad Media y sólo en pequeñas cantidades. El material no se pudo crear a gran escala hasta la invención del proceso Bessemer en 1856. Espaderos y cuchilleros, sin embargo, fueron capaces de fabricar hojas de excelente y depurado acero utilizando complejas recetas, menas específicas, tratamientos muy elaborados y técnicas de forja y templado realmente esotéricas.

Los más sofisticados fueron los grandes espaderos japoneses, que llevaron a la perfección un complejo sistema técnico de elaboración de acero para las famosas espadas medievales del Japón, como las katanas (aunque hay muchas variantes). Para ello usaban un tipo de acero extremadamente poco común y de laboriosa creación que sólo puede fabricarse en lotes reducidos: el tamahagane.

Un artesano espadero japonés debe seguir una técnica muy compleja y depurada para crear una espada. El proceso puede llevar muchos meses y necesitar la participación de numerosos especialistas. Pero como punto de partida necesita acero de una elevada calidad. Y la fabricación de este acero es un proceso artesanal que lleva en total más de una semana de trabajo de hasta media docena de personas por lote. Y tiene una etapa central de hasta 72 horas seguidas, sin parar. El proceso completo puede verse resumido aquí.

El Tamahagane se hace a partir de arena de hierro (satetsu en japonés), de la que hay dos calidades que debe mezclar un especialista denominado murage. Cierta cantidad de la mezcla es colocada en un horno en forma de bañera hecho de arcilla llamado tatara donde se le añade carbón para endurecer el acero.

A partir de entonces y durante tres días continuos se irá añadiendo satetsu cada 10 minutos y carbón cuando se precise. El metal fundido se remueve constantemente. El proceso no puede detenerse. Al final, cuando se deja enfriar la mezcla, el horno se rompe y en el centro aparece un bloque de acero denominado kera.

Pero no toda la kera servirá para hacer tamahagane: solo algunas partes cuidadosamente seleccionadas por el fundidor, sobre todo las que están más alejadas del centro y se han oxigenado más. Una hornada típica consumirá unas nueve toneladas de satetsu y once de carbón vegetal para producir 2,3 toneladas de kera, de las cuales sólo servirá para espadas menos de la mitad.

Las diferentes calidades de acero deben mezclarse y soldarse entre sí para formar un vástago que a su vez será tratado mediante una elaborada técnica de plegado en capas (hasta 16 veces) en la forja y sucesivos templados para crear la superposición y entrelazado de diferentes tipos de acero que dota a las espadas japonesas de su característica mezcla de flexibilidad y capacidad de corte superlativas. Como consecuencia el 90% en peso del material producto de la kera se perderá en forma de impurezas, cenizas y chispas. De cada tatara saldrán muy pocas espadas.

La complicación de la técnica, la participación de numerosos artesanos muy especializados y el grado de pérdida de material bruto implican un precio casi prohibitivo. En la actualidad sólo hay dos empresas japonesas que hacen tamahagane tres o cuatro veces al año; una única kera puede costar cientos de miles de dólares, es decir alrededor del 89 euros por gramo útil, más del doble del precio del oro por gramo, sobre los 38 euros.

Como comparación en el mes de junio de 2016 el mundo produjo 136 millones de toneladas de acero ordinario en bruto, aún por debajo de los máximos anteriores a la crisis.

Aluminio: la plata de la tierra

Hoy lo tenemos en las latas de bebidas, en los cacharros de cocina, en las ventanas y en trenes y aviones. Hasta los cables de alta tensión están hechos con este metal, por ser más barato y ligero que el cobre. Pero hubo un tiempo en el que con el aluminio se hacían joyas de extravagante valor y en el que reyes con ínfulas de emperador señalaban a sus cortesanos favoritos dándoles de comer en platos de aluminio e insultaban con vajilla de oro a quienes querían despreciar. Usaban barritas de este metal como regalo de singular importancia.

Y sin embargo el aluminio es el tercer elemento de la tabla periódica por su abundancia en la corteza terrestre y el metal más abundante con diferencia. La razón de su desmesurado precio inicial no es su rareza, sino lo difícil que era purificarlo, al menos al principio.

El aluminio fue extraído por primera vez, aunque de modo impuro en 1825 por el químico danés Hans Christian Ørsted. El primero en obtenerlo fue el alemán Friedrich Wöhler dos años más tarde. No pudo procesarse en cantidades razonables hasta que en 1846 el francés Henri Sainte-Claire Deville perfeccionó el método de extracción. Y aún entonces el proceso era tan complejo y los reactivos tan exóticos que se podían obtener cantidades muy escasas, hasta tal punto que Francia decidió mostrar barritas de aluminio como muestra de su poderío científico y tecnológico en la Exposición Universal de 1855.

Para entonces el emperador Napoleón III se había enamorado de la llamada plata de la tierra, tan rara y cara (valía casi 10 veces más que el oro) que se consideraba un metal precioso. El emperador decidió convertirlo en símbolo.

Así, otorgó a Sainte-Claire Deville una pensión anual de 36.000 francos con la condición de que dedicase todos sus esfuerzos a producir aluminio para el imperio. Así nació la famosa vajilla de aluminio de Napoleón III, sus regalos de barritas de aluminio a los huéspedes distinguidos, la moda de los botones de aluminio (para los muy pudientes) y la costumbre de hacer joyas con el metal. Por ejemplo, un sonajero para el heredero del trono que fue considerado un verdadero escándalo por el dispendio desmedido.

En 1884 en EEUU se decidió coronar el Monumento a Washington en la capital que lleva su nombre con una pieza de aluminio de casi tres kilos de peso, la más grande jamás forjada de una vez. Se calcula que la pieza valía tanto como 100 jornales diarios de los trabajadores de la obra.

La moda del aluminio-joya pasó con la caída de Napoleón III tras la guerra franco-prusiana de 1870-71 y especialmente a partir de 1886, cuando se descubrieron dos métodos diferentes (Paul Héroult y Charles Martin Hall) de extracción del metal en grandes cantidades: la producción pasó de una tonelada y media anual en aquellos años a las más de 25.000 toneladas anuales que producimos hoy, cuando es tan común como para resultar plebeyo.

Uranio: el metal que es energía

Y si complicado, y por ello a veces caro, es extraer algunos metales de su íntima asociación con el oxígeno mucho más se complica la cosa cuando se trata de separar isótopos de un mismo metal. Aquí la química no sirve, porque tienen la misma capa externa de electrones y por tanto casi ninguna reacción servirá para diferenciarlos.

La única manera es usar la física y aprovechar la particularidad que los distingue: la masa de sus núcleos es distinta. Este es el caso del uranio, que tiene 92 protones (y electrones) pero numerosos isótopos de los que los más abundantes en la naturaleza son dos: el Uranio 238, con 146 neutrones, y el Uranio 235, con 143 neutrones. Es esa diferencia de tres neutrones por núcleo la que se usa para separarlos.

Los dos isótopos son químicamente iguales, pero diferentes en su comportamiento: sólo el isótopo ligero es fisible, es decir, capaz de mantener una reacción nuclear. En cambio el U238 apenas es radiactivo y no sirve ni para energía ni para armamento.

La diferencia de masa los distingue cuando se les somete a fuerzas físicas: los tres neutrones significan que el átomo de U238 es más pesado que el de U235. La diferencia es enormemente diminuta. El problema es que hay que procesar miles de toneladas de uranio natural dado que solo contiene un 0,711% del isótopo deseado.

El proceso de separar el isótopo fisible U235 se llama enriquecimiento; consecuentemente el uranio restante se conoce como empobrecido. El U238 se utiliza para diversos usos industriales como contrapesos (es muy denso) y aplicaciones militares (munición perforante, blindajes), donde el hecho de que sea pirofórico (arde espontáneamente en contacto con el oxígeno) supone una ventaja. También se utiliza en cristalería para crear determinados tonos verdes o amarillos. Pero el principal uso es del U235 en la industria nuclear, en reactores (enriquecido hasta el 3-4% de U235) o para armas atómicas (enriquecimiento por encima del 90%).

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