Dinero caído del cielo

Jordi Costa

UNO

La historia del cine de Mark Cousins, monumental película de 15 horas que suele fragmentarse en otras tantas entregas en forma de serie televisiva documental —en nuestro país la ha emitido Canal+ y la editará próximamente en DVD Avalon—, se abre con estas palabras: “A finales del siglo XIX surgió una nueva forma de arte. Se parecía a nuestros sueños. La industria del cine mueve ahora miles de millones de dólares, pero lo que la mueve no es la taquilla o el show business, sino la pasión, la innovación. (…) Hablan tanto de taquillas que nos han hecho pensar que el dinero es lo que mueve a las películas. Venta de entradas, marketing, glamour, estrenos, alfombras rojas… Pero no va de eso. El dinero no crea las películas. Los que ponen el dinero no conocen los secretos del corazón o el resplandor de las películas. Pero, si no es el dinero el que crea las películas, ¿qué lo hace? Esta es la respuesta: las ideas”. Acto seguido, Cousins utiliza una rima visual que une tres películas de Carol Reed, Jean-Luc Godard y Martin Scorsese para ilustrar su afirmación. Habrá quien piense que tal teoría surge, directamente, del candor cinéfilo de un crítico empeñado en detectar sólo el arte que surge, quizá como daño colateral, del funcionamiento de una industria. A lo mejor habría que pararse a pensar, a día de hoy, cuando tantas cosas están cambiando, si Mark Cousins no está tan cargado de razón como de buena voluntad.

DOS

Una lectura recomendada (y algo inquietante): el capítulo que dedica Fréderic Martel, en su libro Cultura Mainstream, al tránsito del autocine a las multisalas de gran centro comercial dentro del paisaje norteamericano. El ensayista explora la determinante influencia de la industria del maíz en los circuitos de exhibición cinematográfica de Estados Unidos para llegar a una conclusión difícilmente rebatible: son las palomitas —y no las películas— lo que sostiene el negocio de las salas, donde el cine se ha convertido en una suerte de reclamo residual. Todo eso podría explicar por qué buena parte de los productores de cine europeos —y, por supuesto, españoles— con ansias de conquistar mercados globales suelen preferir la palabra producto a la palabra discurso cuando hablan de lo que hacen.

TRES

En las primeras páginas de Alfredo el Grande. Vida de un cómico, de Marcos Ordóñez, Alfredo Landa levanta el velo de Maya de lo que ha venido siendo, hasta ahora mismo, eso que llamamos cine español: “(Las televisiones) meten el dinero ahí porque les obliga la ley, como lo meterían en una fábrica de chorizos, con la diferencia de que con lo de los chorizos pueden perder. Al principio, las cadenas producían directamente películas basadas en series suyas, pero acabaron comiéndoselas entre pan. Lo que sí empiezan a hacer ahora es concentrar ese presupuesto en una película grande, como Alatriste, en vez de diversificarlo, que tampoco es mala idea, mejor una cosa potente que veinte cositas. Bueno, pues supongamos que has conseguido dinero de las cadenas, y de los distribuidores, de los que con suerte puedes sacar unos trescientos mil más. Cuando han aprobado tu proyecto y has levantado la producción, te dan el cartón de rodaje. Vas al ICO, presentas tus cuentas del Gran Capitán y te dan un crédito a un interés bajísimo. Si normalmente es del 15%, allí lo consigues por un 2%. Ruedas la película y estrenas. Estamos en las mismas, tampoco hay que ser un lince para darse cuenta de que la mayor parte de las películas españolas no duran ni dos semanas en cartel. Razones, las que quieras. (…)¿Cómo llegas a recaudar en dos semanas esos trescientos mil euros de taquilla para recuperar el 33% del presupuesto? Pues es muy fácil, aunque haya gente que no se lo crea: comprando las entradas”.

CUATRO

Hace algún tiempo tuve oportunidad de charlar un rato con un productor español, con varios premios Goya a sus espaldas, que me recordó un poco a un personaje que aparecía fugazmente en La isla inaudita de Eduardo Mendoza. El tipo se jactaba de lo fácil que era rentabilizar un cortometraje español con la política de subvenciones. La cosa era tan fácil, decía, que importaba muy poco que la película fuera buena o mala: él iba a ganar dinero igualmente. Intenté decirle que, en tal caso, no estaría mal invertir cierto esfuerzo en que las películas, además de rentables, fueran buenas. “Y a ti, ¿qué más te da?”, me dijo con media sonrisa y los ojos vidriosos.

CINCO

En el reciente —e imprescindible— El cine español. Una historia cultural, Vicente J. Benet escribe: “Pilar Miró estableció definitivamente la política de subvenciones y consolidó las relaciones entre los distintos sectores de la industria cinematográfica y del Estado. Sin embargo, su reforma no sirvió en general para una capitalización de la industria cinematográfica y sí que trajo como consecuencia un considerable aumento de los gastos de producción. Entre 1984 y 1987 se duplicó el coste de una película española media (…). Era difícil que, durante la segunda mitad de los ochenta, se pudiera hacer una película no subvencionada o al menos no integrada en los canales de financiación del Estado o de TVE”. En suma, la burbuja cinematográfica explicada con la máxima claridad.

SEIS

En esa era de la burbuja, hubo un joven director que presupuestó su debut cinematográfico en 400 millones de pesetas. Su productor le pidió que se conformase con 350 millones y el debutante entró en cierta depresión: sin la diferencia, estaba convencido de no poder debutar en condiciones.

SIETE

Diamond Flash, de Carlos Vermut, la gran película relevación de esta temporada, fue un proyecto autofinanciado que cristalizó en una obra fascinante e inagotable: costó 23.000 euros. Meses más tarde, Los Pioneros del Siglo XXI, tándem de brillantes creadores audiovisuales con largo recorrido en televisiones municipales y autonómicas y auténticos fenómenos de culto en internetencontraron a un productor interesado en financiarles su primer largometraje. El productor les ofreció 20.000 euros y el resultado es una de las películas más heterodoxas y radicales del novísimo cine español: Mi loco Erasmus o la gran película sobre Barcelona tras el tsunami, mental y anímico, que supuso ese videoclip en el que Freddy Mercury y Montserrat Caballé cantaban a la Ciudad Condal. Cuando Carlo Padial, uno de Los Pioneros, le contó lo del productor y los 20.000 euros de presupuesto a su colega Esteban Navarro, miembro de Venga Monjas —otro tándem tocado por la gracia divina—, éste le replicó: “¿Y qué vais a hacer con tanto dinero?”.

OCHO

¿Hay que sacar alguna conclusión de todo esto? Ustedes dirán. Yo, de momento, voy pensando que, en efecto, Mark Cousins tiene razón.