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Reportaje

El día que el GAL secuestró por 'error' a Segundo Marey en una cabaña de Matienzo

Cabaña en la localidad cántabra de Matienzo en la que se cometió el secuestro.

Olga Agüero

Santander —
5 de enero de 2025 21:30 h

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Un día de otoño de 1983 un hombre alto, bien vestido y con un coche elegante se presentó en Matienzo, un pequeño pueblo cántabro de montaña del municipio de Ruesga. Quería alquilar una cabaña alejada y alguien le habló de la de Lolo 'el de Roncillo'. Cerraron el acuerdo en 12.000 pesetas de la época (el equivalente a unos 72 euros) por un mes.

Algunas semanas después, una noche de diciembre, sonó el timbre en una casa de Hendaya. Abrieron la puerta sus propietarios, Segundo Marey, un vendedor de mobiliario de oficinas que entonces tenía 51 años, y su mujer, Marta. Tres hombres les rociaron con un aerosol lacrimógeno, les golpearon y arrastraron a Marey hasta un coche donde ahogaron su voz con una tira esparadrapo y le pusieron una capucha en la cabeza.

El Peugeot 504 arrancó a toda velocidad. Sucedió en unos segundos. Eran las ocho de la tarde y en la urbanización todo estaba oscuro y en silencio. Sobre la acera –además de un profundo desconcierto– quedaron las gafas y las zapatillas que aquel ciudadano vasco-francés perdió mientras forcejeaba con sus captores.

Fue el viaje más terrible de su vida, sumido en un abismo de incertidumbre y miedo, haciendo conjeturas sobre qué estaba pasando. Nunca, ni en sus más retorcidas suposiciones, hubiera adivinado la verdad. Estaba siendo protagonista de la primera acción del GAL. Los que habían llamado a su puerta eran dos mercenarios franceses contratados por quienes, en teoría, eran los 'buenos': los policías José Amedo y Michel Domínguez, que habían cruzado al lado oscuro para hacer la guerra sucia a ETA con fondos reservados del Estado español.

Faltaban unos minutos para las diez de la noche cuando el vehículo llegó a la frontera navarra de Dantxarinea, pero dentro únicamente estaba el conductor. Los otros dos secuestradores se habían bajado antes y cruzaron andando por un puente cercano sin vigilancia, con Segundo Marey, que tuvo que hacer la travesía en calcetines.

Allí, ya en zona española, esperaron a que diese la hora de cerrar el puesto fronterizo. Cuando se marcharon los guardias civiles, los secuestradores se acercaron a la barrera donde quedaban de guardia dos policías nacionales. Con total naturalidad, los franceses enseñaron un papel que tenía escrito un nombre, Pepe, y un número de teléfono.

A la una de la madrugada llegó Amedo. Cubrió con una manta a Marey y le envolvió los pies con su propio jersey. Sonó el teléfono del puesto fronterizo. Era el gobernador civil de Bizkaia, Julián San Cristóbal, que llamaba para confirmar la identidad del secuestrado. “Dice que se llama Segundo Marey”, corroboró Amedo.

Desde las nueve y media de la noche en la comisaria de Bilbao ya sospechaban que se habían equivocado de persona. Ahora tenían la certeza de que acababan de secuestrar a un ciudadano anónimo pensando que se trataba del dirigente etarra Mikel Lujua. El plan inicial era presionar a las autoridades francesas con ejecutarlo si no liberaban a tres policías vinculados al GAL que habían detenido los gendarmes.

Entonces se sucedió una cadena de llamadas. El gobernador telefoneó al jefe de Policía de Pamplona, que a su vez llamó al delegado del Gobierno, Luis Roldán, quien se comunicó de inmediato con el director general de Seguridad del Ministerio del Interior, Rafael Vera, que informó al ministro José Barrionuevo. Tomaron la decisión de seguir adelante con el secuestro. Entonces se abrió la barrera y, en la oscuridad de la noche, un coche puso rumbo a las montañas de Matienzo por carreteras solitarias. A medio camino se unieron a ellos dos policías.

Todo el mundo dormía cuando llegaron al escondite. Aquella madrugada del 5 de diciembre el frío en el alto de Fuente Las Varas penetraba en los huesos y les hacía tiritar. Pero el camino estaba demasiado oscuro y tuvieron que esperar a que amaneciese para poder acertar a llegar hasta aquella cabaña cubierta de maleza y con el techo medio hundido.

En realidad era una cuadra para el ganado sobre la que había una pequeña vivienda con una habitación, una cocina de carbón y un pajar. Sin agua, ni luz, ni cuarto de aseo. Solo disponían de un camastro, que Marey compartió con sus secuestradores durante los diez días que duró el encierro. Apenas había muebles, a excepción de un armario que hicieron leña para tratar de calentarse.

Segundo Marey pasaba los días sentado en un poyete de piedra, primero, con una capucha en la cabeza, y luego con dos algodones en los ojos pegados con esparadrapo, que solo le levantaban parcialmente para darle de comer, aunque apenas consiguió ingerir alimento.

Estaba muerto de miedo creyendo que le iban a matar, pasaba mucho frío –siguió vistiendo el pantalón y la camisa con la que le sacaron de casa– aunque conservaba la manta que le entregó Amedo en Navarra y tenía heridas en los pies. Le habían procurado, eso sí, unas zapatillas y dos pares de calcetines.

En esos días llegaron más forasteros a Matienzo. Los vecinos no le dieron mucha importancia y pensaron que se trataba de montañeros. Nadie sospechó que eran el entonces gobernador civil de Bizkaia, Julián San Cristóbal, que se presentó acompañado del jefe superior de la Policía Nacional en Bilbao, Francisco Álvarez, y el jefe de la Brigada de Información, Miguel Planchuelo.

El plan inicial siguió adelante. El gobernador de Bizkaia y los altos mandos de la Policía Nacional redactaron varios comunicados que leían por teléfono a los medios de comunicación. “Escuche, le hablo del secuestro de Segundo Marey. Está secuestrado por sus relaciones con ETA Militar, ocultando terroristas y por participar en el cobro del impuesto revolucionario. Como éste irán desapareciendo todos los implicados”, fue el primero de ellos. Después se comunicó que si en el plazo de 48 horas no eran liberados los cuatro agentes españoles, ejecutarían a Marey.

Dos días más tarde, esos agentes quedaron en libertad y el ministro Barrionuevo accedió a liberar a Marey. Para ello contactaron con el policía Michel Domínguez, que llegó a la cabaña de Matienzo a primera hora de la tarde del 13 de diciembre. Había recibido instrucciones para comunicarse en francés con Marey y tratar de tranquilizarlo.

Amedo y los otros policías que custodiaban al secuestrado decidieron esperar a que oscureciese y sobre las doce de la noche descendieron desde la vivienda a la carretera donde se distribuyeron en los dos coches que les estaban esperando. Marey apenas podía caminar, su estado físico era muy delicado, e iba cubierto con la única manta que tenía, a la que hicieron un agujero para ponérsela como un poncho.

Aquella fría noche de invierno abandonaron Matienzo sin ser vistos por nadie y volvieron a hacer el mismo recorrido que les condujo hasta allí. Se dirigieron a la frontera navarra de Dantxarinea. Se había ordenado que no hubiera policías en el lugar por donde iban a pasar a Francia, caminando por uno de los muchos puentes próximos al puesto fronterizo. Cruzaron llevando a rastras a Marey, incapaz de andar por sí solo. Lo dejaron a un kilómetro de la frontera con una camisa, un pantalón, calcetines y zapatillas pese a las bajas temperaturas de diciembre.

Allí lo encontró la Policía francesa, alertada por una llamada de aviso, a las dos de la mañana del 14 de diciembre de 1983. En el bolsillo del pantalón, Segundo Marey llevaba una nota firmada por los GAL. Fue la primera vez que se utilizaron esas siglas para comunicar que los 'Grupos Antiterroristas de Liberación' responderían a los asesinatos terroristas, que pretendían acabar con ETA y que atacarían los intereses franceses porque su Gobierno “permitía la impunidad” a los etarras.

Primeros pasos de los GAL

Los vecinos de Matienzo no supieron nada hasta mucho después, cuando un periodista llegó al pueblo y empezó a hacer preguntas. Entonces, Lolo 'el de Roncillo' supo que había estrechado la mano de José Amedo el día que alquiló la cabaña a un desconocido. El policía conocía la zona porque en otro pueblo cercano, Colindres, se habían celebrado reuniones clandestinas de los GAL. En algunos de esos encuentros había estado presente el propio Rafael Vera, director general de Seguridad del Gobierno de Felipe González.

El juicio por el bautizado como 'caso Marey' condenó en 1998 a la cúpula del Ministerio de Interior en aquella época (Barrionuevo, Vera y Sancristóbal) y a una decena de funcionarios policiales por la “organización y financiación del secuestro” del ciudadano vasco-francés. 

Marey no desveló nunca detalles de su declaración ante el juez Baltasar Garzón, instructor del proceso, pero sí comentó el caso en una pequeña entrevista con Servimedia: “Es verdad que no quiero morirme sin conocer dónde estuve secuestrado. Tengo que volver. Por ahora no porque es invierno y hace frío y todo va junto. Supongo que será en verano con sol, cielo azul, día bueno. Quiero ver, quiero ver, quiero ver”, expresó entonces.

En septiembre de 1999, cuando habían pasado 16 años de su liberación, reunió fuerzas para volver al escenario del secuestro. Esta vez con los ojos abiertos. Apenas tardó dos horas en llegar desde Hendaya a Matienzo con su mujer, su hija y su yerno. Dejó el coche en la carretera y subió andando hasta el alto de Fuente las Varas. Allí, en la cabaña, recordó el frío y lamentó haber perdido el olfato y el paladar, algunas de las secuelas que le dejó el encierro. Cogió unas piedras en la puerta que se llevó de recuerdo. Comió en el restaurante del pueblo y regresó a su hogar.

Segundo Marey murió en el verano de 2001 con 69 años. Nunca se sacudió ni el frío ni el miedo que pasó en la montaña de Matienzo. Nunca volvió a ser la misma persona. Alguien escribió que lo mataron en 1983 y se murió en 2001. La cabaña donde sucedió todo aún sigue en pie y ha quedado bautizada con el nombre de la primera víctima de los GAL.

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