Elogio del diminutivo
En literatura, para escribir un diminutivo y abusar de la ternura que suponen, para salir airoso de la dulzura, tienes que ser gallego o brasileño. Parece que solo con sus -iño/a el diminutivo no resulta ridículo y tiene un valor mucho más relevante que el -ito/a del español. Pura sonoridad. Así, Emilia Pardo Bazán podía escribirle a Benito Pérez Galdós unas cartas de lo más dulzonas y sentimentales, una Emilia Pardo Bazán siempre criticada y levantando escándalos a su alrededor, y parecernos de una sencillez y cotidianidad inigualables.
Aunque en un principio las cartas de la escritora estaban plagadas de formalismos y de admirado maestro y de querido y respetado, ilustre..., Pardo Bazán enseguida se pasa al diminutivo, esos cariños tan naturales del -iño/a, y empieza a llamarle miquiño, dulce vidiña, ratonciño, chiquitito… Así que las cartas pasan a ser cartitas, y en ese espacio íntimo el diminutivo no es ni infantil ni cursi. Ahora, en un volumen que reúne noventa cartas que la escritora coruñesa mandó a Galdós, podemos ver ese elogio tan característico del diminutivo, cómo endulza los motes (motecitos) que usaba para llamar a Pérez Galdós. Nos descubren cómo evolucionan esas epístolas para ser epistolecitas, y cómo finalmente de la relación van desapareciendo absolutamente todos los -iño/a para dar paso, de nuevo, al admirado, ilustre, querido y respetado maestro, porque Galdós tiene una hija con Lorenza.
“Miquiño, mi bien: me están volviendo tarumba tus cartitas. Creo que jamás escribiste con tanta sencillez, con una gracia más bonita y más tierna. No sé las veces que he leído esta última epístola, ni el bien que me hizo, ni cuánto se me humedecieron los ojos... Un beso del fondo del alma”. Así era Emilia Pardo Bazán, y así la recibía Benito Pérez Galdós, al que le suponemos una ternura y una gracia desconocida, seducido completamente por esa sonoridad diablesca de los diminutivos, de los gallegos irresistiblemente dulzones.
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