España marca
Mis diferencias con los nacionalismos —sean estos Marca España, Marca Cataluña o marca blanca de Carrefour— tienen más que ver con los buenos modales que con la política propiamente dicha.
Por ejemplo: a los niños de mi generación nos enseñaron a ser modestos. Nos dijeron que aunque nos creyéramos peculiares y estuviéramos convencidos de nuestro talento o de nuestra valía, nunca debíamos decirlo en público. Las personas bien educadas rebajan siempre el mérito de lo que son o de lo que hacen y dan más importancia a las obras de los demás.
Los nacionalismos —sus estrategias políticas— siempre me han recordado a los niños engreídos: tienen un altísimo concepto de sí mismos, ignoran los problemas ajenos, están convencidos de que son especiales y se ponen muy pesados —mucho— hablando todo el tiempo de sí mismos.
A nosotros también nos enseñaron a no ser quejicas, a aguantarnos cuando algo nos molestaba o nos dolía. La vida está llena de sucesos inconvenientes, ya lo sabemos, pero uno no puede estar protestando por todo. Si tienes un problema —nos dijeron—, lo solucionas o te callas, pero no estés quejándote todo el día.
Y esa es justamente la estrategia favorita de los nacionalismos, quejarse a todas horas. Quejarse de los agravios, quejarse de las agresiones, llamar la atención de los mayores —internacionalizar el conflicto— y hacerse las víctimas.
Hasta nuestros padres, las mismas personas que nos habían inculcado a nosotros el valor de la modestia y la sobriedad, se olvidaban a veces de sus propias enseñanzas y, contaminados por el patriotismo casposo de Franco, se comportaban como nacionalistas quejicas y repelentes al menos una vez al año.
La metamorfosis se producía la noche que se celebraba el Festival de Eurovisión, la ceremonia españolista más importante de mi infancia.
Daba igual que fueran los franceses, los ingleses, los alemanes o los italianos quienes se olvidaban de los españoles en la ronda de votaciones; cada vez que un país dejaba de votar a nuestro representante o tenía el atrevimiento de darle la puntuación mínima —Spain: two points— no era porque la canción que presentábamos fuera horrible, sino por el odio y la envidia que los españoles despertábamos en el mundo.
Desde que empezaron a crearse las primeras naciones, allá por el siglo XVI, los nacionalismos siempre se han alimentado de esta cizaña: el supuesto odio y la presumible envidia de los otros.
En 1553 un catedrático de Retórica de la Universidad de Alcalá de Henares escribió la que probablemente sea la primera defensa de la Marca España.
El catedrático se llamaba Alfonso García Matamoros y su defensa, escrita en latín, llevaba el siguiente título: Pro Adserenda Hispanorum Eruditione sive de viris hispaniae doctoris narratio apologetica. O lo que es lo mismo: Narración apologética en defensa de la cultura de los españoles o sea acerca de los hombres doctos de España.
Su intención era acabar con la fama de bárbaros que entre los alemanes, los franceses y los italianos empezábamos a tener los españoles.
Para Matamoros el prejuicio de los extranjeros hacia la cultura española no solo era producto de su odio y su envidia, sino también un problema de marketing, de no haber sabido vendernos y de no haber contestado a las maledicencias de otros pueblos.
Ninguna nación duda —dice Matamoros— de nuestro valor y de nuestro coraje en la guerra. Los anales están llenos de cantos y alabanzas a nuestra entereza en el campo de batalla —a eso que luego se llamará en el campo de fútbol la furia española—, pero nadie se ha tomado la molestia de contar nuestra historia cultural ni de demostrar que España no es solamente una nación de valientes guerreros, sino también de hombres doctos cuyas obras merecen tanta alabanza o más que las hazañas bélicas.
El resultado de esta dejación de funciones, de no haber sabido reivindicar nuestra riqueza cultural, ha sido el arraigo en el exterior de una idea falsa e injusta: la de que los españoles somos bravos, pero ignorantes.
Es cierto —reconoce Matamoros— que durante la Reconquista España vivió una larga época de inestabilidad que apenas permitió el cultivo de las artes y las letras.
Pero eso no justifica —sigue diciendo— que los extranjeros se hayan agarrado a esa realidad histórica para decir con muy mala idea que si España no hubiera tenido tantas guerras, los españoles serían hoy los nuevos griegos y romanos, dada su presencia de ánimo, su sagacidad natural y su despierto ingenio.
¿Y por qué hacen eso, según Matamoros, por qué malmeten?
Por el odio y la envidia que nos tienen a los españoles, las mismas razones alegadas por nuestros padres para explicarse la noche de Eurovisión los pocos votos que había obtenido la canción que nos representaba.
Y para refutar esa opinión tan desfavorable como inexacta, García Matamoros se impone la tarea de enumerar los mejores poetas, los mejores teólogos, los mejores geógrafos, los mejores filósofos, y hasta los mejores conquistadores que ha dado la Marca España desde origen de los tiempos hasta sus días, hasta mediado el siglo XVI.
Y cuando Matamoros dice el origen de los tiempos quiere decir ni más ni menos el origen de los tiempos:
Túbal, quinto nieto de Noé por la línea de Jafet, fue el primero que vino a España. Tras establecerse con su familia en la orilla del Guadalquivir, Túbal introdujo las primeras nociones de civilización y fue él quien preparó el terreno donde luego florecerían las artes y las ciencias. Ahí es nada: un nieto de Noé en el origen de la Marca España.
Los relatos nacionalistas, y el de Matamoros no es una excepción, parten —tienen que partir— de una falsificación de la historia, de una mixtificación que no siempre se lleva a cabo de una manera consciente.
No hay intención de engaño en Matamoros. Él, como otros muchos contemporáneos, percibía España como un concepto, no como un ente político; lo entendía como algo preexistente, como un flujo cultural que comenzaba en el quinto nieto de Noé y llegaba sin interrupción hasta 1553, el año que publicó su libro.
Pero que Matamoros, como muchos nacionalistas posteriores, percibiera España como un estado espiritual más que como el resultado de una serie de decisiones políticas no cambia las cosas: esa nación llamada España, para la que él está construyendo con su Apología una identidad cultural, apenas tiene entonces algo más de 50 años.
Pero, claro, reconocer ese hecho habría supuesto quedarse sin relato y sin historia. Es decir: sin relato y sin Historia. Y lo que buscaba Matamoros era precisamente lo contrario: demostrar que España era una nación de largo recorrido con una Historia cultural gloriosa.
Por eso tiene que remontarse al quinto hijo de Noé e ir desgranando desde entonces los nombres que han hecho de España, como él dice, una nación tan culta como Grecia o Roma. Por eso tiene que considerar a Marcial, a Quintiliano, a Séneca y a San Isidoro escritores tan españoles y castizos como él.
Por eso también su historia de la literatura —porque eso es lo que Matamoros escribe sin saberlo: una de las primeras historias de la literatura española— carece de interés historiográfico hasta que llega al capítulo de los escritores contemporáneos a él.
A partir de ese momento el libro cambia de carácter. O quizás lo que cambia de carácter es la mirada del lector, que ya no recibe la Apología como un burdo panfleto nacionalista, sino como un testimonio de historia y crítica literaria.
TAREA: señala algunas mixtificaciones históricas utilizadas por nuestros nacionalismos más combativos (el español, el catalán y vasco, pero también puedes incluir el gallego y el andaluz) para construirse como víctimas de una supuesta opresión y para justificar sus quejas.