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Intemperie: la quincuagésima Gran Novela del Año

Carlos González Peón

Guardo un recuerdo lejano de Bebe, la cantante, admitiendo —durante una entrevista que Gemma Nierga le hizo en La Ventana con motivo de la promoción de su segundo disco— que había vuelto para cumplir el contrato con la productora. La chica era toda desilusión y falta de entusiasmo. Se sobreentendía que el culpable había sido el exceso promocional del trabajo anterior. Se le habían resecado las ganas. Ignoro si se puede componer sin inspiración o si basta con sentarse y darle a la tecla, ya sea de la Olivetti o de la pianola, o quizá sea la de las musas, una cuestión mucho más compleja. Quizá hagan la calle y cobren por horas.

Retomando. Aquello fue un poco morirse de éxito (obviando la resurrección posterior). Echándole imaginación, aquello podría ser también un poco lo de Monteagudo, sólo que en este caso el chico lo supo aprovechar mejor seguramente porque, como él decía, tenía el cajón lleno de material y no tuvo que recurrir a las musas en el azaroso momento de ser la estrella del lugar, la luminaria en el firmamento literario, las esperanza del escritor eternamente inédito. Eso y que es de suponer que no quema lo mismo ir de gira que conceder entrevistas a Babelia.

Pues bien, tengo algo más que la sospecha de que está volviendo a ocurrir. Estamos haciéndolo de nuevo. Hemos pillado in fraganti a un tipo que puede llegar a ser la bomba de este trimestre tan triste de novedades editoriales. Lo tiene Seix Barral, cogidito por los huevos, y ya verán, ya, cómo no se les escapa. Buenos son los de Seix para estas cosas.

Una semana después de que un pajarito me dijese que Seix Barral no aceptaba escritores que no viniesen acompañados de un certificado de Ventas Seguras, descubro que un tipo llamado Jesús Carrasco va a publicar con ellos su primera novela. Cuando, curioseando, descubro que en la feria de Fráncfort hubo peleas en el barro por hacerse con los derechos de la imaginación de un perfecto desconocido, se me disparan todas las alarmas y me obligo a leer dos veces. Y, bueno, parece que sí, que así es. Leo en una web cualquiera que Carrasco, durante la feria, se convirtió “en un autor muy demandado […] y su obra ha sido vendida a 13 idiomas extranjeros.” ¡13 idiomas extranjeros, nada menos! Esto claramente promete mucho más que Monteagudo en su mejor momento.

Pienso en Jesús Carrasco y lo imagino iluminado por una luz cegadora o apagando un zarzal ardiendo a escupitajos. No sería de extrañar, al fin y al cabo la propia directora de Seix Barral, Elena Ramírez, explica a EFE que lo que ocurre con Carrasco “es uno de esos milagros que sólo puede ocurrir en Fráncfort”. No sé yo. Esto lo llevas a Lourdes y según las velas que le pongas a la buena de la mujer lo mismo sales de allí con la novela traducida a setenta idiomas y la promesa de un tuit del santo padre proponiendo un hurra por el autor.

Cuando escribo estas palabras el fruto de los desvelos de Carrasco es ya una realidad y le ha faltado tiempo a la mitad de los suplementos del país para hacer de las suyas, esto es, subirlo a lo más alto del firmamento literario. O sí, no sé, porque, si es cierto lo que el autor cuenta a Jordi Corominas en la entrevista que éste le hace para Revisa de letras, la cosa está jodida de repetir a corto plazo. Me explico: parece ser que hace ya ocho o nueve años que Carrasco empezó a escribir esta novela. “Llevaba veinte páginas y paré, porque no iba a ninguna parte” (esto es lo que se conoce como sentarse a escribir sin tener la cosa muy pensada). Entonces llega la revelación: “En aquella época leí un artículo de Ken Follett en el que desvelaba su método de una trama infinita de orfebre y cambié el enfoque de la novela. Escribí una trama nueva, retomé Intemperie, escribí la trama a lo largo de un año y medio y tampoco me gustó. Ya no me quedaban muchas oportunidades, escribir una novela es largo y pesado. Mientras tanto trabajaba, me buscaba la vida. Finalmente hace año y medio terminé la última versión y cerré el asunto”. Si de lo que se trata es de vender libros de 225 páginas en ocho años no es precisamente esperanzador. Que de la epifanía tenga la culpa Ken Follett menos todavía. Por lo menos con Monteagudo teníamos armarios a reventar de novelas e ideas geniales.

Pero vayamos a las críticas.

Ricardo Senabre es uno de los primeros en posicionarse en defensa del escritor. A Senabre le gusta tanto la novela que es fácil imaginarlo chupándose los dedos después de pasar cada página. Conociendo su habitual pasión por la prosa, no es de extrañar el entusiasmo. Le parece “una magnífica novela que sorprende por […] la riqueza y precisión de su lenguaje”. ¿Ven? Y por si no queda suficientemente claro y después de dedicar media reseña a contarnos el argumento, insiste: “alcanza un grado de lirismo del que carece la novela norteamericana” —¡¡¿Toda?!! Cielos.— “y ofrece […] una honda percepción del paisaje […] con tal precisión léxica, con tal detallismo que el lector tendrá en algunos momentos la sensación de estar redescubriendo la riqueza de un idioma límpido y sonoro, en el que cada objeto tiene su vocablo exacto”. Hay otro punto en común entre el estilo de Carrasco y las querencias de Senabre: la jardinería. Sí. En una entrevista que publica Abc con el autor, éste afirma que “espera poder seguir mejorando mi habilidad para la poda”. Recordemos que no hace tanto el mismo Senabre recomendaba a Juan Francisco Ferré podar su prosa para llegar a más lectores.

Diferente planteamiento es el de J. M. Pozuelo Yvancos, o al menos eso parece. Yvancos ve un ÚNICO PROBLEMA: el “extremado relieve otorgado al propio estilo y su meticuloso fraseo, hasta conseguir que la pantalla del lenguaje y los objetos arcaico-rurales recreados entretengan en exceso su significación”. Es decir, que sí, que bien, que vale, pero mejor en dosis menos cargantes. Al igual que Senabre, también Yvancos se repite más que el ajo: “Quizá lo que impida finalmente ser del todo convincente sea haberse regodeado su autor en cada uno de los sustantivos elegidos y en la secuencia rítmica de su acumulación”. El artículo se llama “Cara y cruz de Jesús Carrasco”. Queda claro cuál es la cruz, el resto ha de ser la cara.

El resto de las reseñas siguen la tónica marcada por estos dos, decantándose unos por el exceso y otros por la contención: críticos como Alberto Olmos son amigos de podar todavía más. Por el camino, mil nombres, para que se note el ejercicio de crítica comparada: que si Wallace, que si Umbral, que si Ferlosio, que Vilas, que si Trapiello, que si DELIBES, que si McCARTHY, que si Vann, que si Petterson, que si Ferrando, que si Abella. Que sí, que se lo juro: todo en 800 palabras. Tengo tanto que aprender…

Masoliver da también algunos nombres en su reseña para La Vanguardia. Él también se acuerda de Monteagudo durante el breve instante que dedica a cuestionarse a sí mismo sin acabar de verse sospechoso de nada. A su ventana asoman también Juan Rulfo (no es por casualidad que titule a su artículo “El llano en llamas”) y hasta se escucha el eco del Lazarillo de Tormes. Hay analogías que se saben inevitables; la cuestión está en llegar el primero. Su conclusión es también que sí: la octava maravilla es Made in Carrasco.

Dejo para el final la reflexión (de todas la más apasionada) que un tal Luis Salvador escribe para el blog Lecturas errantes en el que destaca, ya cerca del final, lo siguiente (las mayúsculas son mías): “Esta novela lo consigue TODO mediante el lenguaje. Su argumento no sería apenas NADA sin el apoyo de una escritura medida, sobria, con un vocabulario preciso y rico”. Lo gracioso del asunto es que unas pocas frases después, continúa del siguiente modo: “Si hemos dicho que el libro no sería NADA sin su lenguaje, éste por sí solo no significaría NADA sin la historia que relata”. Cuesta saber qué es NADA y dónde está el ALGO. Termina Luis dando la campanada: “Ambos se conjugan para resultar en una novela prodigiosa, tanto más por ser una primera novela. Pero que se sitúa entre las mejores (primeras o no) escritas en el último medio siglo en España”. Dos cosas: por un lado ya estamos otra vez dando más valor a una buena novela por el simple hecho de estar escrita por un novel (es un decir). Cuándo aprenderemos a olvidarnos del autor. En segundo lugar resulta sorprendente descubrir que estamos frente a una de las mejores novelas del último medio siglo, que ya es mucho decir. Tendremos que suponer que Luis se lo ha leído todito todo o de otro modo no veo cómo puede estar en disposición de hacer con tanta alegría semejante afirmación.

En conclusión. Ya tenemos un nuevo genio de las letras. A este, como a tantos otros, la fuerza le nace de lo especial de su prosa, excelsa toda ella. Que habiendo tanto que mirar nos fijemos siempre en lo mismo dice bastante de nosotros como lectores y mucho también de algunos como escritores. Está por ver si es el caso. Así, de entrada, yo sospecho. Sospecho de los que se dejan seducir por una prosa bonita, también de los que reclaman normalidad como señal de modernidad; de aquellos que se dejan engañar por las muchas traducciones simultáneas como garantía de algo y sobre todo, me divierte esa necesidad de encontrar un mesías de la letras que recupere la gloria perdida hace tanto y nunca más encontrada.

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