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Los premios se amañan para que gane el mejor

Juan

Patio de Monipodio —

@page { margin: 2cm } P { margin-bottom: 0.21cm; direction: ltr; color: #000000; widows: 2; orphans: 2 } P.western { font-family: “Times New Roman”, serif; font-size: 12pt; so-language: es-ES } P.cjk { font-family: “Times New Roman”, serif; font-size: 12pt } P.ctl { font-family: “Times New Roman”, serif; font-size: 12pt; so-language: ar-SA } El periodismo le habla a la sociedad; la literatura, al ciudadano. Si nos fijamos en el eco tan distinto que producen las mismas palabras cuando aparecen en un artículo de opinión y cuando lo hacen en un libro, el aforismo se nos antoja cierto. El articulista diría uno que grita, mientras que el escritor susurra; una frase en un periódico es casi un eslogan, mientras que esa misma frase –exactamente la misma frase- en una novela o en unas memorias se toma como una confidencia, algo que el autor cuenta en privado al lector, por mucho que esa privacidad se establezca a partir de un libro que en verdad cualquiera puede leer.

Por ello, un lector que sea a la vez articulista –o que tenga sin más un blog- siente un poco de pudor a la hora de trasladar palabras de los libros a los periódicos, a la conversación pública; en el momento de señalar con el dedo y dirigir la atención sobre el segundo párrafo de la página 231 de un libro de setecientas.

Que es, justamente, lo que yo voy a hacer aquí.

En el mundo literario no hay asunto más pringoso que el de los premios. No me gustaría morirme sin llegar a saber de verdad cómo funcionan; pero lo veo difícil. Cuando da uno por hecho que todos los premios están amañados, empiezan a ganarlos completos desconocidos; cuando supone que sólo algunos se adulteran, le dicen que aquel completo desconocido trabajaba en la editorial que organizaba el certamen, que aquella joven ganadora es la novia del editor que le publica el libro premiado, que desde hace tres meses X va soltando por ahí que ya tiene “amarrado” un premio aún pendiente de fallo.

Los aspirantes a escritor son casi los únicos que pueden llegar a indignarse por estas componendas. Lo digo abiertamente: a la mayoría de los escritores profesionales un sistema corrupto de premios literarios les parece ya natural. Lo dan por bueno, por hecho, por inevitable. Uno se pregunta en qué medida es un delito convocar a miles de personas a participar en un concurso cuyo ganador ya está decidido de antemano; el engaño no es muy diferente al de esas plazas laborales que se ofertan en condiciones jugosísimas y que en realidad no existen, pues sólo se busca sacarles un poco de dinero a miles de personas en paro, mediante alguna triquiñuela. Un joven escritor puede dejarse una auténtica pasta en fotocopiar y enviar manuscritos a premios en los que en ningún caso hay posibilidades de ganar.

El secretismo de los escritores respecto a este tema es bastante llamativo. Hablamos de sujetos que, en algunos casos, se pasan el día afeando públicamente la corrupción de políticos y banqueros. Por eso resulta tan espectacular la sinceridad con la que Andrés Trapiello trata los premios literarios en sus diarios.

“...me telefoneó mi agente. No habrá premio. (...) Le he preguntado si nos abonarán la diferencia de dinero que hay entre el adelanto y el monto que cubre el premio. (...) En el fondo hay algo que me alegra. (...) Lo de este premio era como una acción si no mala, sí medio mala, sobreentendidos, medias palabras... Es muy probable que para ganarlo ni siquiera hubieran hecho falta los acuerdos previos, que acaban de romperse. Hubiera podido ganar limpiamente.” (Los hemisferios de Magdeburgo, pág. 107 y ss.; 1994)

Podemos razonar que una cosa son los premios privados, que corren a costa de una empresa editora, y otra los premios públicos, que financia el Estado; y que el auténtico escándalo está en estos últimos.

“Me telefoneó X para decirme que acababa de recibir la llamada del Director General del Libro, que le invitaba a participar en el Jurado del Premio Nacional de Ensayo. Tendrán que hacer una primera selección pasado mañana. Me comentó que ”el candidato“ del Ministerio era el libro de Z. (...) Y uno le dijo (...) que de una vez por todas habría que suprimir esos premios, como resulta notorio. (...) Pero él y yo sabemos que si el candidato del Ministerio es A y es el ministerio quien elige a los miembros del jurado, no va a elegirlos para que salga B.” (Siete moderno, pág. 535)

No deja de ser penoso que, para que gane el mejor, haya que amañar los jurados.

“Lo que le dije es que el libro de Z es lo bastante bueno como para que ganara sin todos esos enjuagues, y que precisamente porque es bueno, deberían evitárselos.” (Ibid.)

Con los años, he llegado a conocer la justificación que algunos encuentran para “pactar” premios (así lo llaman), tanto públicos como privados. Se trata de que lo reciba alguien que lo merezca, un auténtico escritor, y no un tipo con suerte; se considera que un jurado completamente limpio a buen seguro premiaría con criterios tan rigurosos como pueda tenerlos la lotería nacional al agraciar el número 34.593. Fe en la democracia, poca, sí.

La discreción de Andrés Trapiello, con todo, resulta particular:

“Me encareció X que no le contara nada de esto a nadie. Y eso hace uno. Lo anoto aquí para pasar el rato (...) y si dentro de cinco años [estos cuadernos] se publican, ¿quién va a acordarse de todo esto, y a quién va a importarle? (...) Dentro de cinco años habrán olvidado el nombre de ese director general y todas esas cuitas.” (Ibid.)

Ya sabéis lo valientes que son los escritores a la hora de enfrentarse con George Bush Jr. o con Berlusconi; a mí lo que me parece valiente es esto: después de enterarse de las maniobras de un señor para ganar el Premio de las Letras de Castilla y León (algunos maniobran desde una vanidad muy fácil de satisfacer, sí), y de que, en efecto, ese señor ganara el premio finalmente, Andrés Trapiello se limita a comentarle a su confidente que las cosas no deberían hacerse así, y luego anota en su diario: “¿Qué otra cosa podía hacer?, volvía a repetirse uno, ya a solas. Y a solas se dice uno que debía haber dicho más, y más alto, lo que no dijo. Cuando además hubiera sido a tan bajo precio. Decirlo ahora, aquí, es de bobos, porque será como pregonarlo a los cuatro vientos, y le saldrá a uno carísimo. Si no, al tiempo”. (ibid., pág. 222).

Nuevamente, comprobamos cómo contar algo en un libro anda muy lejos de significar que se dice “a los cuatro vientos”. A nadie le importa. De hecho, el propio Andrés Trapiello ganó el Premio de las Letras de Castilla y León en el año 2010, así que tan caro no le salió.

(El diario sobre ese periodo se desclasificará hacia 2015 o 2016: entonces, veremos cómo fue la cosa.)

En la lectura de Salón de pasos perdidos se sobresalta uno cada tanto con este tipo de miserias; leyendo seguidos dos o tres volúmenes, la visión que produce de la literatura es devastadora. ¿No se les cae la cara de vergüenza?, se pregunta uno a cada página. No: lo que hacen es escribir artículos contra la corrupción política. ¿No ven que juegan con dinero público?, se sigue preguntando uno. No: lo que hacen, ay, es escribir artículos contra la corrupción política.

En España hay unos mil concursos literarios sufragados por las arcas de la Administración: premios de ayuntamiento, la mayoría.

Todos deberían ser eliminados.

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Por ello, un lector que sea a la vez articulista –o que tenga sin más un blog- siente un poco de pudor a la hora de trasladar palabras de los libros a los periódicos, a la conversación pública; en el momento de señalar con el dedo y dirigir la atención sobre el segundo párrafo de la página 231 de un libro de setecientas.