Desde el año 2005, Juan Mal-herido hace públicas sus opiniones sobre libros, lencería y trastornos de identidad. En este espacio, se centrará en los trastornos de identidad. Creado por Alberto Olmos.
La gran depresión del ciudadano madrileño de nuestro tiempo
Le ha salido muy bien esta novela a Juan Aparicio Belmonte, autor nacido en los setenta que parecía abocado a una narrativa bufonesca de limitado reconocimiento y que con Un amigo en la ciudad -a pesar de la modestia de su título y de la delgadez de su lomo- consigue una de las pocas obras verdaderamente sugestivas de lo que va de curso. Iba siendo márketing para nada, el curso, fuego fatuo, decadencia.
No lo esperaba. Conozco relativamente bien la obra de Aparicio Belmonte -y a él en persona, “vaya por delante”, como solía decir Rafael Reig desde ABC- y había disfrutado mucho con sus disparatadas ocurrencias, sobre todo en López López. Sin embargo, los contornos del chiste, del humor negro y de la parodia detectivesca no parecían particularmente permeables a la alta dicción de la literatura, al retrato en profundidad del malestar del alma humana o, en definitiva, a todo lo que hace de un libro algo más que un entretenimiento, así sea muy inteligente como tal.
En Un amigo en la ciudad, Aparicio ha degradado el cachondeo de su prosa para tocar el hueso durísimo de la depresión, la desgana, el dónde vamos con nuestros hijos y nuestros votos a la izquierda. Seguramente éste es un libro mucho más importante de lo que el propio autor cree.
Encontramos en la obra a un comercial de máquinas expendedoras de batidos de varios sabores que, de pronto, empieza a confundir voces y rostros, a mezclar el tiempo y el espacio, a verle bigote a su mujer y a predecir algo tan inverosímil como que España vaya a ser campeona del mundo de fútbol. La alucinación alcanza cotas cinematográficas (pienso en Jo, qué noche, de Martin Scorsese) hacia la mitad de la novela, donde la deriva desesperada del personaje lo lleva a recorrer un Madrid festivo -Andrés Iniesta, en suma- y a entrometerse en vidas ajenas y visitar espacios insospechados -acaba bebiendo brandy en el aeropuerto de Barajas- en un travelling narrativo de connotaciones existenciales tan poderosas que uno piensa en las mejores páginas de César Aira -y uno no es tan fan de César Aira- y en el mismísimo Mal de Montano de Vila-Matas.
Pero es Philip K. Dick, y su obsesión por la discutible realidad de lo real, la referencia más plausible en Un amigo en la ciudad, novela cuya adscripción realista -que doy por descontada, es decir, por fatídica- le hará un flaco favor al enorme cuestionamiento que encontramos en ella de los usos y costumbres del ciudadano medio -si quieren, madrileño y de nuestro tiempo- mediante una serie de pequeños trastornos de la percepción tan sutiles como eficaces.
La prosa, además, nos viene pulquérrima, exacta, y con gran puntería para las comparaciones, tremendamente sencillas y estimulantes: “los edificios de la Gran Vía pasaban de largo como movidos por una cinta transportadora”, “se desparramaba por el suelo cuan largo era, como si quisiera convertirse en líquido.”
Ahora que nadie sabe hacer novelas y eso es ser moderno, llama también la atención la consistencia de los motivos y elementos que aparecen en el relato (sigan los lectores el rastro de un “premio de lotería” para notar que aquí nada está dicho al buen tuntún), su sabio despliegue y su estrategia, que demuestran una vez más que la novela -tomada como construcción intencionada- sigue siendo más válida y penetrante como herramienta analítica del presente que la ya insoportable y envejecida “fragmentariedad”.