Lo dijo Alfon, el joven vallecano detenido y encarcelado dos meses en régimen FIES por su participación en la huelga general. Lo advirtió a la salida de la cárcel: “El miedo va a cambiar de bando”. Lo cantan también Los Chikos del Maíz y Habeas Corpus: “El miedo va a cambiar de bando”. Y en terrenos más integrados, lo decía también Izquierda Unida en un vídeo contundente hace unos meses: “La crisis acabará cuando el miedo cambie de bando”.
Es un lugar común, cada vez más repetido: los trabajadores vamos perdiendo por goleada este último asalto de la lucha de clases que hemos dado en llamar crisis; y lo vamos perdiendo por culpa de ese desigual reparto del miedo: todo para nosotros, nada para ellos.
Que a este lado hay miedo, es obvio: miedo a que te despidan, a que te echen de tu casa, a hundirte en la miseria, a perderlo todo y aun seguir debiendo. Y algo más arriba, en la frágil clase media, miedo a descender, a perder un nivel de vida y un bienestar que parecía ya consolidado, miedo al futuro, a qué será de nosotros y de nuestros hijos.
El miedo no suele ser un agente revolucionario, con pocas excepciones (se me ocurre el Gran Miedo francés de 1789, que provocó revueltas y aceleró la abolición del feudalismo). Por lo general las revoluciones son posibles cuando el miedo al presente es mayor que el habitual miedo a cambiarlo todo de golpe y entrar en terra incognita. Si el proletariado fue alguna vez un sujeto revolucionario lo fue más bien por su falta de miedo, por no tener ya nada que perder.
Hoy sin embargo, como recuerda Zizek (Primero como tragedia, después como farsa), “lo que nos une es que, al contrario de la imagen clásica del proletariado, que ‘no tiene nada que perder, excepto sus cadenas’, nosotros estamos en peligro de perderlo todo”. Y esa es otra garantía antirrevolucionaria hoy: que todavía tenemos más miedo al cambio que a la crisis. Conservar lo que todavía tenemos, antes que buscar algo mejor. Lo malo conocido, lo bueno por conocer. Entre otras cosas, porque en el fondo la mayoría seguimos fantaseando con que la salida de la crisis será un regreso a la casilla inicial, como despertar de una pesadilla. Es el deseo dominante, todavía: no ser otros, sino volver a ser los que un día fuimos. No aceptamos que aquellos, como las oscuras golondrinas, no volverán.
Pero retomemos la idea inicial, esa de “el miedo va a cambiar de bando”: si aceptamos que esto va a seguir igual o peor mientras el miedo no se reparta, la pregunta es: ¿cómo lo repartimos? ¿Qué hace falta para que los beneficiarios y administradores de la crisis -la alta burguesía, los grandes empresarios y propietarios, el poder financiero y la clase política dirigente- tengan miedo, sientan esta vulnerabilidad nuestra? ¿Cómo asustar a quienes no solo no están en peligro de perderlo todo, sino que tienen en su mano ganarlo todo?
¿De qué tiene miedo un banquero, un gran propietario, un gran accionista, un dirigente de la patronal, un titular de una SICAV, un consejero delegado (sí, parecen figuritas de un Belén, pero así hemos convenido en retratar al otro bando)? ¿Tienen miedo de nosotros, de nuestras huelgas, manifestaciones, desobediencias, firmas? Hasta ahora, más bien poco, reconozcámoslo. El tradicional miedo a las masas (que arrojaba a la burguesía en brazos del fascismo) no parece hoy impresionarles tanto.
¿Y la clase política dirigente? ¿De qué puede tener miedo un ministro, un comisario europeo, un diputado, un alcalde, un gobernador del Banco de España, una delegada del Gobierno? En democracia, la respuesta debería ser: miedo a los gobernados, miedo al pueblo soberano, miedo a ser censurados, cesados, apartados del cargo; miedo a no ser reelegidos, a ser derrotados en las próximas elecciones. Y en una estafa como la actual, además, miedo a ser investigados, acusados, juzgados, condenados, encarcelados.
Sin embargo, en España la alta política es un deporte de bajo riesgo y que además se practica con red. Para empezar, cada vez más miembros de la clase política pertenecen a la clase alta en términos económicos, al menos eso dicen sus declaraciones de bienes. Pero además, entre ellos el riesgo de caída es pequeño, y la posibilidad de llegar al suelo es escasa. El cesado o dimitido es inmediatamente recolocado en otro puesto, o acomodado en uno de los muchos cementerios de elefantes; el derrotado es bien pagado por la empresa privada en algún consejo de administración; el imputado sigue contando con el favor del partido; el investigado se beneficia de una justicia lenta y cruzada de intereses y complicidades, que facilita prescripciones, archivos y absoluciones; y el condenado es sistemáticamente indultado, como última red de seguridad para que nadie se haga daño en caso de que todo lo anterior falle.
Arriba no hay miedo, porque hay poco riesgo de caída. Entre la clase propietaria y la clase política dirigente, en el seno de ambas y en cada una respecto a la otra, funcionan mecanismos de protección y rescate muy fuertes. Llamémoslo por su nombre: solidaridad. Sí, suena raro, parece impropio, pero en la clase alta opera una poderosa solidaridad de clase. Sus miembros son solidarios con su clase, defendiendo sus intereses; y su clase es solidaria con cada uno de sus miembros, no los deja caer. Duele decirlo, pero durante los últimos años la solidaridad de clase, esa que flaqueaba entre los trabajadores, brillaba con fuerza en los pisos de arriba. Los revolucionarios del final del siglo XX fueron los neoliberales, y para su revolución no descuidaron uno de sus pilares esenciales, sin el cual no hay revolución posible: la solidaridad de clase.
Que el miedo cambie de bando, que los de arriba sientan el miedo que hoy sentimos nosotros, no parece fácil por esa red de seguridad que han tejido, tupida por intereses cruzados, objetivos comunes, complicidades. Se me ocurre que sería más sencillo dejar de tener miedo nosotros. Como vasos comunicantes, cuanto menos tengamos nosotros, más tendrán ellos. Y para eso, hay que reconstruir por abajo nuestras propias redes de seguridad, nuestras propias formas de cuidarnos, de sujetarnos, de rescatarnos; hasta que sean tan fuertes como las suyas. Nuestra solidaridad de clase.