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El negocio editorial: entre Kafka, Mortadelo y Filemón

Catalina Martínez

Si el pecado nacional es la envidia, el rasgo neurótico por excelencia es la megalomanía. Y es que aquí tenemos que hacerlo todo a lo grande. Nos ponemos a construir casas, y levantamos más que Francia y Alemania juntas. Si se trata de obras públicas, todo es arquitectura “de firma” y materiales extravagantes. Lo mismo nos da ocho que ochenta… Millones, quiero decir. De lo que sea.

Con los libros sucede lo mismo: 116.851 títulos publicados en 2011. Somos la cuarta potencia editorial, por detrás de Estados Unidos, Reino Unido y Alemania. Esta historia empezó alrededor de los años ochenta, cuando un segmento de la industria editorial se lanzó a una carrera sin freno —a la que poco a poco tuvieron que sumarse todos los demás para poder sobrevivir en el mercado—, y un puñado de escritores establecidos (o del establishment) fueron agraciados con anticipos de hasta cien millones de pesetas por título. Como las cuentas editoriales son opacas por naturaleza, en este país de opacidades múltiples (la industria sólo ofrece cifras de facturación, nunca de resultados netos), no sabemos si las ventas de esos libros fueron suficientes para amortizar cantidades tan millonarias y cubrir los costes de edición o si, por el contrario, quienes decidieron convertir lo que hasta entonces había sido un noble y modesto oficio en un negocio millonario arrastran desde entonces una deuda que ha crecido año tras año como una bola de nieve, que es como crecen las deudas, y ha provocado la huida hacia delante en la que el sector está inmerso desde hace ya algún tiempo.

Aunque raras y minoritarias, algunas voces señalan de cuando en cuando los síntomas de fatiga más que evidentes, pero nadie parece prestar oídos, y la carrera, lejos de ralentizarse, se acelera por momentos: la producción editorial se ha incrementado un 41% en los últimos cinco años, a la par que se manifestaba un progresivo descenso de las ventas. ¿Cómo entonces es posible seguir produciendo a mansalva? Pues con un dinero que en realidad no existe o que existe sólo en forma de expectativas de venta. El librero paga en el acto por cada ejemplar que entra en la librería, y el editor, que obtiene un 45% del PVP del libro tras su distribución, destina estos ingresos a producir nuevos títulos. Cuando llegue el momento de las temidas devoluciones habrá pasado el tiempo suficiente para colocar otro nuevo cargamento de ejemplares, y así sucesivamente. El modelo no permite otra salida. Viene aquí al caso la sencilla y atinada comparación del capitalismo con una bicicleta: si dejas de pedalear te la pegas. (Y esto, a diferencia del propio sistema económico, sí es una ley física irrefutable.) Pero si sigues pedaleando al mismo ritmo delirante, en un entorno de agotamiento general de la demanda, el batacazo puede ser morrocotudo. Lo tenemos delante de las narices.

Basta con que se conjuguen un puñado de elementos —población empobrecida, bajos índices de lectura estructurales (por más que se niegue la mayor), restricción del crédito bancario y prolongación de la depresión económica— para que la sobreoferta de títulos con la que el sector intenta tapar desde hace demasiado tiempo sus innumerables vías de agua se revele tan inútil como la práctica de contener una hemorragia con una tirita. Una señal, comentada de un tiempo a esta parte, es que empieza a ser difícil colocar más de 300 o 400 ejemplares de un libro con expectativas de venderse.

Aunque no descubro nada nuevo a quienes conocen el funcionamiento del mercado editorial, no está de más explicarlo brevemente para el común de las gentes. La cosa es como sigue: se hacen libros, muchos libros. Se meten en cajas y se transportan de la imprenta a la distribuidora y de ésta a las librerías y otros puntos de venta. Dependiendo de la superficie disponible, el librero hace una selección exhaustiva de los libros que va a exponer en la desbordada mesa de novedades. Si llegan a la mesa y se venden mucho, aguantan los meses que sea; si se venden razonablemente bien, aguantan dos o tres meses; si no se venden, en menos de un mes vuelven a sus cajas y emprenden el viaje de regreso a los almacenes catedralicios junto con los montones de cajas que ni siquiera han llegado a abrirse. En los almacenes aguardan un nuevo destino. Los más afortunados encuentran una segunda oportunidad en librerías de lance a precio de saldo; los más solidarios viajan a países “pobres”; la mayoría acaba en la guillotina.

Seamos serios. Esto ¿no guarda un sospechoso parecido con una aventura de Mortadelo y Filemón? Intervienen en la peripecia un total (según cifras del sector distribuidor) de 211,9 millones de ejemplares servidos, 152,1 millones de ejemplares vendidos, 59,8 millones de ejemplares devueltos: esto es, 271,7 millones de ejemplares movidos de un lado a otro. ¡Qué mareo!

El proceso es un reflejo tan grotesco como fiel de la realidad que nos envuelve. Aterra pensar en esa masa cósmica de papel que puede acabar devorándonos como un agujero negro o aplastándonos como un meteorito gigantesco. Parece ser que, en las azoteas de algunas empresas editoriales, empiezan a instalarse telescopios para observar el fenómeno, si bien siguen imponiéndose las tesis negacionistas, como sucede, entre otros asuntos, con el cambio climático.

¿Que a cuento de qué esta comparación con el cambio climático? Pues a cuento de la cantidad de recursos consumidos en la producción de tantos millones de libros finalmente guillotinados; a cuento del papel y la energía necesarios para su producción y al combustible necesario para su transporte.

¿Cuántos lectores hay para estos 211,9 millones de libros? Los índices de lectura, según datos oficiales, indican que un 38,6 % de la población no lee jamás, un 41,3% lee una media de 9,5 libros al año, y el resto se reparte entre lectores ocasionales (5,5 libros) y lectores asiduos (13,5). Quienes entienden de estos asuntos, hablan de entre 10.000 y 30.000 lectores “de verdad”. No son más que una docena los títulos que cosechan ventas de varios cientos de miles de ejemplares y pocos los que superan los diez mil, mientras que la inmensa mayoría se sitúa por debajo de los mil ejemplares vendidos. Entre estos últimos se encuentran generalmente los mejores, que pasan con pena y sin gloria en medio de tanto trasiego inútil. Aunque el mercado exterior está permitiendo salvar los muebles por el momento, es difícil saber por cuánto tiempo a la vista de que en los países de habla hispana empieza a consolidarse un pujante industria local.

Poco importa la banalidad rampante que acarrea esta sobreoferta, porque la lógica consiste en acumular cuota de mercado y expulsar a la competencia, y eso pasa por un crecimiento constante. La justificación más extendida es que gracias a las ventas de esos títulos inanes pueden publicarse libros que de verdad lo son, aunque luego se pierdan en la selva de novedades y apenas nadie se entere de su existencia. Entretanto no hay más remedio que sacar pecho y cambiar el nombre de las cosas: llamar a la saturación pluralidad; intentar que no se note que una cosa es la literatura o la transmisión escrita del conocimiento y otra el simple producto de entretenimiento o consumo en formato encuadernado, pero esa es otra historia. No tengo nada en contra del entretenimiento; es más, me parece muy saludable, pero no sólo de entretenimiento se vive, y es el entretenimiento lo que predomina.

En ésas estamos, esperando a que escampe. Hay otras maneras de hacer y sería sensato empezar a considerarlas, claro que no tienen cabida en el modelo de pensamiento único que hemos permitido que se nos imponga en todos los aspectos de la organización social, por más que estemos viendo que esta manera sólo conduce a un callejón sin salida. Bien es verdad que a algunos ya les va bien que nada cambie.