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El arte de la transformación, falsificación y plagio en la literatura y la vida

Javier Azpeitia

El arte de la literatura es antes que nada un arte de la transformación elaborado con el lenguaje, esa herramienta artificiosa que, en principio, el hombre utiliza para nombrar el mundo y para comunicarse. Solo de un modo bastante más sofisticado, el lenguaje sirve también para crear textos en los que relatar la experiencia en el mundo, la vida. ¿Y qué es la vida sino un proceso de transformación?

Hay varias maneras de convertir uno de esos textos que cuentan la vida en arte. De entre ellas, la simple sustitución de la firma es quizá una de las más sutiles o, por decirlo de otro modo, de las menos agresivas con el propio texto, y deriva en dos formas de impostura literaria: el plagio, cuando el autor pone su nombre bajo el texto de otro, y la falsificación, cuando el autor pone el nombre de otro bajo su texto. Esos dos movimientos mínimos puede transformar un texto cualquiera en literatura. De hecho, la literatura no solo está llena de estas imposturas: sin ellas no existiría.

Falsificaciones sacras y plagios paganos

Los textos sagrados, atribuidos por sus autores a los dioses, son la moneda falsa más corriente de la antigüedad, común a todas las grandes religiones. Para poder distinguir textos canónicos, verdaderamente escritos por la mano divina, de los apócrifos, falsificaciones humanas, se inventó la filología, una ciencia que decide con precisión asombrosa detrás de qué palabras se oculta Dios y detrás de cuáles apenas un hombre.

Hay también hombres dotados de una luz interna tan sutil que les permite encontrar las palabras más certeras, pero tan potente que los ciega en vida. Una vez muertos estos hombres, sus firmas se apoderaban a lo largo del tiempo de los grandes poemas. Por eso no sabemos hoy si Homero era un aedo ciego, una princesa siciliana o una legión de poetas cantando la canción de una cultura en su nacimiento o su agonía. Por eso todos los textos bíblicos que transmiten sabiduría llevan la firma del rey Salomón y los grandes poemas al vino, la de Anacreonte.

Frente a los poemas falsificados, surgen aquellos en los que el poeta roba la voz de otros y la hace suya. La ley no persigue este fraude en todas sus versiones. Como aconsejaba Horacio, los poetas buscan ávidos las metáforas y las voces de otros en las mañanas de mercado. Veamos ahora cómo el poeta Filetas de Cos convirtió en conmovedor poema esta simple y hasta prosaica constatación de la ofrenda de sus herramientas de trabajo (entre ellas un espejo y lo que puede ser un falo artificial) realizada, el día de su retiro, por la hetera Niciade a la diosa Afrodita:

Al cumplir por lo menos cincuenta, la dulce Niciade,en el templo de Cipris colgó como ofrendasus sandalias, sus bucles postizos, un límpido bronceque no ha perdido nada de sus fieles reflejos,su faja preciosa y aquello que un hombre no debenombrar y aquí ves con las artes de Cipris.

Dichas por una prostituta, estas palabras no son sino el acompañamiento convencional a la ofrenda de sus exvotos en un templo. Pero firmadas por Filetas, las palabras de la oferente retumban en la mente del lector, convierten a Filetas y al lector en una mujer ante la diosa Afrodita, le otorgan la consciencia de la fugacidad de los gestos, de la belleza trágica con que ese gesto de una cortesana de hace veinticinco siglos en un templo de Alejandría nos hunde en la vejez para siempre, lejos del amor. Nadie, ni Filetas ni el lector, podrá jamás atrapar un gesto así, porque se trata de un hecho certero, real, dolorosamente efímero como cada uno de los que hacemos en vida.

Aprender a ser otro, a transformarse y robarle la voz y el gesto, es aprender a convertir el lenguaje en literatura. El lenguaje se transforma en literatura cuando provoca una triple metamorfosis: la transformación en otro del autor que canta, la transformación en otro del hombre o la mujer a la que se canta, la transformación en otro del lector, que escucha en silencio.

Pero la literatura no deja de ser un juego. Si resulta seductor es porque sus prácticas remedan la tarea fundamental a la que entregamos nuestra vida: la tarea de crearnos desde la ficción una identidad, nuestra propia historia, el conjunto de sucesos coherentes que nos conforman como individuos. La tarea de moldear nuestro rostro para encontrar al fin el destino o escapar al fin del destino, eso es la vida.

La lucha de Proteo

Varado en la isla de Faros en su accidentado regreso de la guerra de Troya, sin viento para arrumbar Micenas y con la flota diezmada, el caudillo griego Menelao estaba sucumbiendo al hambre cuando la nereida Idótea se le apareció y le dio las instrucciones para apresar a su padre, el anciano del mar Proteo, profeta y pastor de focas, e interrogarlo sobre la identidad de la diosa que le enviaba aquella calma chicha y el modo de aplacarla.

Siguiendo las instrucciones de Idótea, Menelao se tumbó junto a tres de sus hombres en la playa de Faros, ocultos bajo las pieles recién desolladas de cuatro focas, y aguardaron allí la llegada de Proteo, quien, una vez que todas sus focas se hubieron recostado, se echó a dormir entre ellas. Homero roba la voz de Menelao para narrar esos sucesos (Odisea, IV, 454-458):

Dando gritos saltamos entonces los cuatro y las manosle lanzamos encima. No puso el anciano en olvidosus ardides: cambiose primero en león melenudo,en serpiente después, en leopardo y en cerdo gigante,luego de ello en corriente de agua y en árbol frondoso.

Pero ninguno de los cuatro soltó a aquel ser cambiante, como les había ordenado Idótea, y así, cuando las metamorfosis concluyeron, pudieron preguntarle por el modo de dejar la isla y regresar a su tierra.

Esta historia puede leerse con distintas firmas a lo largo de la literatura clásica. Virgilio hace suya la escena con otro protagonista distinto de Menelao, el apicultor Aristeo, que, aconsejado por su madre, la ninfa Cirene, se enfrentó a Proteo de forma muy similar para preguntarle la causa de la epidemia de sus abejas (Geórgicas, IV, 436-441):

No pierde la ocasión, agudo gritolanza Aristeo y salta sorpresivo,y antes que para el sueño compusierasus miembros el anciano, ya lo tienesujeto con esposas. Él no olvidasus mañas, y al momento, se transformaen mil portentos, fuego, fiera y río.

Y no mucho más tarde Ovidio firma la escena también, pero veamos que su transformación, sin apenas cambiar los movimientos de los contrincantes, convierte la pelea en un encuentro amoroso, esta vez entre Peleo, el rey de Ptía, y la nereida Tetis. En esta historia Proteo pasa a ser quien aconseja a Peleo el único modo de someter a la mutante Tetis: asaltándola cuando duerme la siesta en una cueva en el cabo de Sepia, a la que la diosa marina acude a menudo cabalgando desnuda a lomos de un delfín. A ella se dirige el poeta en los siguientes versos (Metamorfosis, XI, 238-246):

Allí a ti Peleo, cuando del sueño vencida yacías,te asalta, y puesto que con súplicas tentada lo rechazas,a la fuerza se apresta, enlazando con ambos brazos tu cuello, que si no hubieras acudido (variadas muchas veces tus figuras)a tus acostumbradas artes, de lo que osó se hubiera apoderado.Pero ora tú pájaro (de pájaro aun así él te sujetaba),ahora un grave árbol eras: prendido en el árbol Peleo estaba.Tercera forma fue la de una maculada tigresa: de ellaaterrado, el Eácida de tu cuerpo sus brazos soltó.

Solo en la segunda intentona saldrá vencedor Peleo, pese a que Tetis lo abrasa convertida en fuego, lo empapa convertida en agua, lo araña convertida en león, lo estruja convertida en serpiente y hasta le lanza un chorro de tinta convertida en sepia, momento en que según algunos Peleo la posee, sometido a la lujuria que le provoca semejante belleza en transformación.

La identidad del anciano del mar

¿Quién es ese Proteo que puede adoptar cualquier forma en su danza terrible que imita a todos los seres del mundo?

Algunos quieren ver en él al hombre 'primero' (proton, en griego), y otros al tiempo mismo, que todo lo muda. Pero Pico della Mirandola, el único renacentista al que le queda bien el traje de humanista, dio la clave en su obra Elogio de la dignidad del hombre: como Proteo, el hombre es un camaleón admirable, capaz de convertirse en ángel o demonio, planta arrastrada al suelo o bestia esclavizada por los sentidos.

Proteo es, así, símbolo del hombre; es el hombre y el tiempo: la especie humana que, frente a cualquier otra especie, ha sido dotada de rostro, de una máscara que, al convertir en esencia su apariencia (prósopon en griego, persona en latín), le permite ser otro, cualquier otro. Es, finalmente, el profeta, el aedo que adopta todas las voces, el eco del mundo que ha oído todas las historias.

La persona, la máscara que moldeamos para ocultarnos tras un rostro único, es la obra de ficción a la que consagraremos nuestra vida. Una falsificación magnífica que nos da identidad, que nos convierte en individuos atrapándonos en una historia coherente: la ficción del yo.

Pero, como el joven rey Peleo aprendió para siempre en esa pelea tan parecida al amor con la nereida Tetis, nuestra máscara nos permite transformarnos en otro ser con un estremecimiento semejante al que nos sacude cuando nos adentramos en el sueño.

Por Ovidio sabemos, también, que solo las metamorfosis merecen ser contadas, que una historia lo es solo si aborda una transformación. ¿Cuál es la historia que nos conforma?

Matar o ser muerto, follar o ser follado, poseer o ser poseído por Dios son tres ejemplos plenos de transformación humana, metáforas unos de otros, o quizá los tres un mismo y único acto: el acto cuyo estremecimiento busca reproducir la literatura. Porque, entre la falsificación y el plagio, la literatura nos enseña el arte de la transformación, las maneras de crear la máscara que, al fin y al cabo, nos oculta a todos en una identidad ficticia a lo largo de la vida.

No te arranques esa máscara si no quieres asomarte al abismo que hay detrás.

Nota: Las traducciones de los versos griegos y latinos son de Manuel Fernández-Galiano (epigrama de Filetas), José Manuel Pabón (Odisea), Aurelio Espinosa Pólit (Geórgicas) y Ana Pérez Vega (Metamorfosis).

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