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La violencia de los caballeros andantes

Antonio Orejudo

La Edad Media está muy lejos de ser esa época tenebrosa que nos han dibujado en la secundaria. Esos mil años que van del siglo V a XV, y especialmente los últimos trescientos, no tienen nada de oscuros, todo lo contrario: hasta la violencia más extrema —muy frecuente, por cierto— se iluminaba, se decoraba y se vestía de fiesta.

Os recomiendo dos libros para acabar con esa lúgubre idea de la Edad Media y para comprender hasta qué punto era importante la fiesta, la risa, el lujo y la ceremonia. Uno es La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, de Mijail Bajtin y el otro es Caballeros andantes españoles, de Martín de Riquer.

El primero se ocupa de las fiestas populares y el segundo de las fiestas cortesanas. El primero se centra en la risa y el segundo en la violencia, un ingrediente habitual no sólo en las fiestas de los reyes y de la alta nobleza, sino en la vida común y corriente.

Las crónicas

Las crónicas medievales, los libros —digámoslo así: de historia— escritos en el siglo XV por historiadores a sueldo de algún noble o de algún rey, están plagadas de escenas violentas. Y no me refiero solamente al relato de guerras, a los saqueos, a los cercos heroicos o a las tomas de castillos, sino también a los combates que organizaban los caballeros, es decir los militares, por puro entretenimiento o por deporte.

No había fiesta cortesana digna de tal nombre en la que no se celebraran torneos, que eran combates entre grupos de caballeros; o justas, que eran luchas de uno contra uno. Ambos eran, junto a los pasos de armas, de los que hablo más abajo, vistosos espectáculos que servían además para mantenerse en forma.

La vida de un militar medieval, de un caballero, dependía en buena parte de su forma física. Pensemos que hasta la generalización de las armas de fuego la guerra se hacía cuerpo a cuerpo, y que la fortaleza física o la flexibilidad eran esenciales para que no te mataran.

En épocas de paz, la única manera de mantenerse en forma era practicando la caza o participando en estas violentas celebraciones deportivas, donde el lujo se mezclaba con el erotismo y la ostentación. Algo parecido a lo que sucede hoy en los palcos de los estadios con los futbolistas famosos o en las localidades más caras de las plazas de toros.

La crónica titulada El Victorial, escrita por Gutierre Díez de Games, o la Crónica de don Álvaro de Luna o la Crónica del Halconero de Juan II, escrita por Pedro Carrillo de Huete, relatan con detalle, recreándose en el lujo o en el morbo, todo tipo de combates deportivos.

Precisamente Carrillo de Huete cuenta que un día en la primavera de 1432 estaba el rey Juan II subido en un cadalso y a punto de ordenar que comenzaran unas justas cuando apareció Ruy Díaz de Mendoza, su mayordomo mayor, con un escudero preso con una cadena de oro al cuello, y un carro tirado por hombres de a pie sobre el que iba un paje con un escudo de acero al cuidado de doce lanzas para justar.

La performance no tenía nada de extraordinario. Era frecuente que los caballeros hicieran extravagantes votos como llevar un ojo cerrado, no comer, vestir una prenda llamativa o llevar un escudero preso hasta cumplir determinadas condiciones: combatir con tantos caballeros, hacerlo de tal forma o en tales condiciones.

Y que la cosa iba en serio, uno lo empezaba a comprender más tarde, cuando veía morir a alguno de ellos. Porque los caballeros perdían la vida en estos juegos. En las justas donde el mayordomo mayor del rey montó el numerito del carro que hemos visto murieron cinco, nada menos. Y el poderoso condestable Álvaro de Luna también estuvo a punto de morir cuando en 1432 se enfrentó a Gonzalo de Cuadros, uno de los mejores justadores de Castilla, que le metió la lanza por la vista del yelmo, y casi le parte la cabeza.

El Paso honroso de Suero de QuiñonesPaso honroso

Había una tercera modalidad de combate deportivo que se llamaba paso de armas, casi un espectáculo de masas, del que se levantaba acta notarial. El jueguecito consistía en apostarse en algún lugar conocido y cerrar el paso. El aventurero que quisiera pasar —así se llamaba, aventurero— debía justar con el mantenedor del paso, siguiendo una serie de reglas o capítulos que se publicaban antes, y cuyo cumplimiento dependía de los jueces de campo, nombrados por los convocantes y autorizados por el rey.

Uno de los más famosos pasos de armas celebrados en Castilla fue el Paso Honroso de Suero de Quiñones. Suero de Quiñones era el nombre de un caballero castellano que hizo voto de llevar todos los jueves una argolla de hierro en el cuello, símbolo de cautiverio amoroso, hasta haber roto trescientas lanzas en un paso de armas. Romper una lanza era derribar a alguien del caballo o hacerle sangre.

El paso de Suero de Quiñones se celebró cerca del puente sobre el río Órbigo, entre León y Astorga, del 10 de julio al 9 de agosto de 1434, y fue narrado minuciosamente por el notario Pero Rodríguez de Lena. Existe una edición moderna de este texto con una excelente introducción de Amancio Labandeira. Sesenta y ocho caballeros combatieron en este famoso paso de armas, pero no consiguieron romper ni la mitad de las lanzas estipuladas en los capítulos, lo cual no fue obstáculo para que Suero de Quiñones se despojara de la argolla amorosa en una ceremonia final.

Desafíos y batallas judiciales

Además de los combates deportivos había otro tipo de violencia más serio, violencia vestida con el mismo boato, pero menos festiva: me refiero a los desafíos y a las batallas judiciales.

Desafiar a alguien era retirarle la fe y la amistad, y ser libre por tanto de agredir su persona y de dañar sus bienes, un privilegio que la ley reservaba únicamente a los hidalgos. Si alguien rompía la fe debía comunicarlo antes. Se conserva una carta de Carlos de Orleans a Juan de Borgoña, en la que aquel le retira a este la fe “por la muy falsa y traidora muerte” de su padre ordenada al parecer por Borgoña. “De esta hora en adelante” —le advierte— “te empeceremos y te dañaremos a todo nuestro poder, en todas las maneras que podamos”.

Estas cartas de desafío se hacían llegar al enemigo a través de un sirviente o se podían fijar en una plaza pública, para que todos los habitantes de la localidad pudieran seguir los debates, conocer las acusaciones y disfrutar con las réplicas, si las había. Algo parecido a las disputas verbales en los foros de internet actuales.

El otro modo de solucionar las diferencias era mediante una batalla judicial, que generalmente se celebraba a ultranza, es decir hasta que uno de los dos enemigos muriera o se declarara vencido.

Se consideraba que el resultado de la batalla era voluntad de Dios, y que por tanto ese resultado probaba sin ningún género de dudas la culpabilidad o la inocencia de cada combatiente.

El requerimiento de batalla judicial también se hacía por carta, como el desafío, pero al contrario que este, generaba una correspondencia muy nutrida, porque además de acordar el motivo del combate, el punto sobre el que uno de ellos sería culpable y el otro inocente, había que gestionar un sinfín de pormenores técnicos y jurídicos. Cuando llegaban a un acuerdo sobre todos ellos se decía que habían alcanzado la concordia, momento en el que se pasaba a divisar las armas, es decir a enumerar el armamento ofensivo y defensivo con el que se combatiría, y a decidir si la batalla se haría a pie, modalidad más justa pero más sangrienta, o a caballo, un modo de lucha más vistoso y menos cruento.

Muchas veces el conflicto no pasaba de ahí, del combate verbal librado por carta, y jamás daba paso a una batalla cuerpo a cuerpo.

Si alguien tiene curiosidad por leer estas cartas violentas e ingeniosas tiene a su disposición tres recopilaciones: una es la de Martín de Riquer, titulada Lletres de batalla. Cartells de deseiximents i capítols de passos d’armes. La otra es mía y se titula Cartas de batalla. Y por último está mi favorita, la que firman Martín de Riquer y Mario Vargas Llosa. En 1972 la editorial Seix Barral publicó un volumen titulado El combate imaginario. Las cartas de batalla de Joanot Martorell, en donde se recogían las que había escrito el autor de Tirante el blanco, esa deliciosa novela de caballerías, que según Don Quijote era el mejor libro del mundo.

Los caballeros de carne y hueso sirvieron de modelo e inspiración a los autores de novelas de caballería, que a su vez influyeron sobre los caballeros reales, produciéndose una especie de retroalimentación entre la realidad y la ficción. Partiendo de la realidad cotidiana, partiendo de esos violentos espectáculos deportivos o de esa violenta manera de resolver las diferencias, los escritores coloreaban la realidad, la adecuaban a sus intereses exagerándola o matizándola. Por su parte, estos combates estilizados que aparecían en las novelas de caballerías acabaron por servir de modelo a los caballeros reales cuando organizaban los suyos.

El interés de las cartas de Martorell proviene precisamente de eso, de su doble condición de caballero y autor.

Y una última conclusión: las cartas de batalla son muchas veces traducción al código caballeresco de rivalidades políticas o económicas. Es decir, son cartas privadas sólo en su dimensión pública. Antes veíamos a Carlos de Orleans acusar a Juan de Borgoña de la muerte de su padre y desafiarlo por ello. Pero en realidad lo que se estaba dirimiendo era el control del gobierno. Carlos V desafió al rey de Francia por romper una promesa, pero en realidad lo atacaba por incumplir los acuerdos de la capitulación de Madrid tras la batalla de Pavía...

Uno tiene la sensación de que aquellos hombres sólo podían entender la realidad, y relatarla, en términos violentos, con palabras y conceptos tomados de la milicia y la caballería.

Pero estas palabras también revelan otra incapacidad: la mía y la de mi época para explicar el mundo en términos que no sean en mayor o menor medida políticos y económicos.

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