Independientemente de lo que uno piense sobre la independencia de Cataluña (yo personalmente no estoy a favor de ella, sobre todo porque creo que Cataluña saldría muy mal parada de ella) creo que hay razones de principio y estratégicas que avalan la postura de aquellos que reconocen un hipotético derecho a decidir de los catalanes.
Para empezar, desde el punto de vista de los principios es evidente que no se puede obligar a nadie a permanecer en un Estado en el que no quiere estar. Si los catalanes de forma suficientemente mayoritaria decidieran que quieren independizarse de España, una determinada comprensión del derecho fundamental a la libertad, incluso entendida de forma individual, avalaría desde el punto de vista sustantivo una decisión en esta dirección. Además, desde una perspectiva estratégica, establecer un derecho a decidir sería la mejor manera de poner al pueblo catalán frente al espejo de lo que es en el presente y de lo que quiere ser en el futuro. Si la decisión fuera favorable, Cataluña se independizaría de España y el debate que se generaría antes de que el referéndum tuviera lugar sería el momento idóneo para que los partidarios del “no” explicaran, sobre la base de razones y de datos, cuáles podrían ser las consecuencias para Cataluña si ésta tomara la decisión de independizarse. Si la decisión no fuera favorable, Cataluña seguiría formando parte del estado español y el referéndum resolvería la cuestión al menos durante varios decenios.
Si se aceptara este punto de vista, la regulación del referéndum podría ser el espacio hacia el cual canalizar la actual disputa que enfrenta a partidos políticos nacionales con los nacionalistas, ante el estupor de la gente, que observa atónita el espectáculo propiciado por unos y otros. Para empezar, la futura celebración de un referéndum solamente podría tener cabida en el marco de la Constitución española. Esta sería una opción más adecuada que realizar un referéndum meramente consultivo, al margen por tanto de la Constitución. Si hay referéndum, éste tendría que ser vinculante, es decir, tendría que tener consecuencias legales, y para que las tuviera, la Constitución debería ser reformada. La Constitución podría establecer, concretamente, un derecho a decidir de las nacionalidades históricas que la propia Constitución ya reconoce. Es decir, no todas las Comunidades Autónomas podrían ejercer ese derecho, solamente las consideradas como históricas. Y ese sería precisamente el hecho diferencial entre Galicia, Euskadi y Cataluña (y quizá Navarra) y el resto de las Comunidades Autónomas que forman el Estado español. Con ello se rompería el famoso “café para todos”, el tratamiento casi perfectamente igual a todas las Comunidades Autónomas independientemente de su origen y condición, lo que ha sido completamente disruptivo para canalizar y encauzar el sistema autonómico español. Si la Constitución reconoce una cierta singularidad, esa singularidad tiene que tener un claro reflejo político (no sólo económico o simbólico), y ese reflejo podría ser precisamente el derecho a decidir.
El segundo aspecto que la propia Constitución debería establecer es las condiciones del referéndum. Y en este sentido, tenemos antecedentes en otros países, como por ejemplo en Canadá, que nos pueden servir de guía. Tres son las cuestiones que se deberían resolver en relación con este punto. Primero, quien decide, si los Catalanes o todos los españoles. Segundo, cuál sería la mayoría requerida para alcanzar, en su caso, la independencia. Y tercero, cada cuánto tiempo se podría volver a celebrar otro referéndum sobre la misma cuestión.
En relación con el primer punto, creo que es algo falaz desde un punto de vista argumentativo señalar que somos todos los españoles los que tenemos que decidir sobre la cuestión catalana. Son los catalanes los que tienen que decidir, puesto que la Constitución reconoce que, incluso en el marco constitucional, son una nacionalidad, es decir, tienen una cierta singularidad. Por otro lado, es evidente que plantear la pregunta en el ámbito nacional sería equivalente a cerrarle las puertas de la independencia a Cataluña. La segunda cuestión es cuál sería el umbral requerido para que la decisión de independizarse saliera adelante. Este umbral debería ser, como señaló en 1998 el Tribunal Supremo de Canadá en el asunto de Quebec, suficientemente alto, nunca por tanto una mayoría simple (“Canadians have never accepted that ours is a system of simple majority rule”, dijo el Tribunal en ese momento). Pongamos, por ejemplo, un 60% de los catalanes (no de los votos emitidos), porque la importancia y trascendencia de la decisión requerirían una mayoría reforzada. Finalmente, habría que decidir cada cuánto podría, constitucional y legalmente, celebrarse un nuevo referéndum sobre la cuestión. Este tiempo debería ser suficientemente largo, aunque solamente fuera porque no se puede someter a un pueblo al estrés que comporta tener que decidir constantemente sobre su propia identidad. El límite temporal podría estar situado en 25 años, por ejemplo.
En cualquier caso, lo importante no es si estas son o no las condiciones concretas que se deben acordar en la Constitución, sino simplemente mostrar que ese sería precisamente el marco del debate y la negociación que debería tener lugar entre los distintos partidos que están representados en el Parlamento español. España y Cataluña son suficientemente maduras para que este debate tenga lugar. Ahora solamente hay que ver si los partidos políticos catalanes y españoles también lo son.