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El derecho al olvido

Decía el bolero que la distancia es el olvido, y era lugar común que las palabras se las llevase el viento. Hoy a esa sociedad física de interacción directa en la que el cotilleo vecinal constituía la máxima expresión del riesgo en la privacidad para el común de los mortales, se superpone la sociedad red. Hasta hace tan sólo una década sólo los personajes públicos estaban sometidos a la esclavitud de loa sobreexposición a los medios y la hemeroteca televisiva.

Hoy, ni el tiempo ni la distancia conducen al olvido, por qué nuestra vida en la red permanece para siempre. En el mundo de las redes sociales y los buscadores todo se indexa y se reedita a perpetuidad. Todos dejamos directa o indirectamente un rastro digital compuesto de fotografías, opiniones expresadas en medios sociales e impactos procedentes de lo que terceros puedan haber “subido”. En este sentido, debemos familiarizarnos con conceptos como el de identidad digital que expresa un nuevo modo de percibir nuestra biografía y cómo nos percibimos y perciben en Internet. De hecho, el concepto de biografía resulta obsoleto y ya no se compone por la exposición cronológicamente ordenada bajo nuestro control de la vida personal, profesional y social. Hoy nuestra biografía se expresa en los primeros veinte resultados de Google y el concepto de life login, como búsqueda propia de terceros, adquiere carta de naturaleza.

Esta realidad ha precipitado en ciertas manifestaciones patológicas y dañinas que han dado lugar a la necesidad de trasladar el ejercicio de la facultad de control que incorpora el derecho fundamental a la protección de datos frente a los buscadores y otros ámbitos de Internet. No se trata sólo de aplicar la vieja doctrina del libelo y eliminar de la red todo aquello dañino o perjudicial. El problema reside en el hecho de que informaciones perfectamente lícitas, como una notificación de embargo en el asunto Costeja-, afectan a nuestra imagen pública cuando indexadas por un buscador aparecen entre las diez primeros resultados.

En España, la tutela de la identidad digital se trasladó a los buscadores bien mediante el ejercicio de derechos de cancelación, bien del derecho de oposición. Ante la negativa a la satisfacción de las peticiones de desindexación la Audiencia Nacional panteó una cuestión prejudicial al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, resuelta el pasado 13 de mayo. Mediante una sentencia sin duda histórica, el Tribunal resolvió que cabía estimar la existencia de un derecho de oposición al tratamiento frente a los buscadores. En esencia, un buscador trata datos al indexar informaciones personales contenidas en páginas de terceros y lo hace legítimamente en la medida en la que presta una suerte de servicio de interés público. Ello, unido al hecho de tener una sociedad instrumental en España destinada a contratar publicidad asociada al buscador, constituye el doble criterio de conexión que permite someterlo a la legislación europea. Ahora bien, esta sujeción no es puramente automática. Cuando se ejerce un derecho de oposición el buscador debería ponderar los intereses en presencia y decidir caso a caso si existe o no un interés prevalente que obligue a denegar tal derecho.

Por otra parte, el buscador no puede invocar como causa que justifique su propia inacción la legitimidad de la información en origen, o la inacción del responsable de esa información. Por ejemplo, la publicación de un indulto en un boletín, o de la noticia de una imputación, pueden ser jurídicamente lícitas e inatacables. Sin embargo, se valora el hecho de que la legitimidad del buscador es distinta, y además al actuar como un amplificador y carecer de contexto magnifica la información y la sitúa en otro plano. Por ello, lo que un día tuvo relevancia, y hoy sólo es historia, podría permanecer y sin embargo lesionaría nuestros derechos cuando es indexada por un buscador.

En la práctica, la sentencia resuelve un problema concreto. Afirma la vinculación del buscador con la legislación europea, somete a éste a la disciplina que rige esta materia, y sobre todo sitúa en el centro de la ordenación de internet el derecho a la protección de datos como instrumento nuclear para la salvaguarda de nuestros derechos. Sin embargo, hay objetivos que la Sentencia no puede alcanzar y que caen de lleno bajo la responsabilidad del legislador.

Para empezar, si la cuestión ha debido ser resuelta por el Tribunal de Justicia se debe a una manifiesta carencia de regulación que sólo los principios y valores ínsitos en el derecho a la protección de datos y la Directiva podían resolver. No obstante, la sentencia arroja como resultado una situación que de facto legitima una aplicación de la legalidad a la medida. Un buscador, no puede informar en la recogida, no puede obtener consentimientos expresos y por escrito cuando incorpora datos especialmente protegidos, no puede garantizar la calidad de los datos, o no puede obtener consentimiento para la cesión urbi et orbe de los datos. En resumen, podría decirse que en las búsquedas la única disposición normativa aplicable es la que regula el derecho de oposición al tratamiento.

La carencia esencial que de modo implícito pone de manifiesto la sentencia no es otra que la de la regulación de los tratamientos en origen. Resulta manifiestamente urgente revisar las condiciones y criterios de funcionamiento de los boletines oficiales y las hemerotecas digitales, fuente principal de conflictividad en esta materia. Deberá superarse la estricta visión de túnel que aplica el regulador en muchas ocasiones considerando únicamente medio de comunicación al periodismo formal e ignorando el periodismo ciudadano. Asimismo, cabrá plantearse el impacto indudable, aunque implícitamente negado por representantes de algún regulador, respecto de las búsquedas internas en redes sociales que cuentan con una población mayor que la de los países más poblados. Y existe la razonable duda de qué sucederá cuando el ejercicio de este derecho pase de eliminar lo patológico a la exigencia de la retirada de información simplemente banal, o irrelevante.

Debe afirmarse de modo contundente que una sociedad sin memoria está condenada al fracaso, pero una sociedad que recuerde todos y cada uno de nuestros hechos, por insignificantes que estos sean, que tenga en cuenta cada información disponible, y que nos juzgue por ella, por nuestra estupidez, por el menor nuestros errores, es una sociedad condenada a la intolerancia, a la exclusión y a la discriminación. El legislador europeo se enfrenta al reto ineludible de garantizar nuestra libertad, y a la vez de definir un juego limpio en el que también el responsable en origen asuma sus obligaciones, y en el que el olvido no sea la excusa de los poderosos de turno para oscurecer nuestra memoria y limitar el juego de la opinión pública libre esencial para el funcionamiento de la sociedad democrática.