La intención de la libertad como delito
Muchos somos quienes hemos denunciado ya la escasa sensibilidad de la justicia penal española por interpretar –como sería su obligación- las leyes de acuerdo con el Derecho internacional de los derechos humanos que obliga a España: ello resulta evidente en casos tan sangrantes como la suerte de las víctimas del franquismo o la interpretación de los delitos de terrorismo. En ambos casos (y en otros muchos), la gran mayoría de los jueces y tribunales se niegan a hacer valer en el plano del Derecho interno las recomendaciones e interpretaciones asentadas en los organismos internacionales competentes. Doblegándose tan sólo cuando se ven obligados, por condenas directas contra España (como ocurrió, por ejemplo, en el caso de la “doctrina Parot”).
La forma de interpretar y aplicar el delito de coacción a la huelga (art. 315.3 del Código Penal) que se está consolidando en el seno de nuestra justicia penal (con el inestimable auxilio de una actitud muy beligerante por parte del Ministerio Fiscal) constituye un ejemplo más, y muy grave, de esta resistencia (políticamente nada inocente, por supuesto) a hacer valer los derechos humanos en la práctica, y pasar de la mera retórica a la eficacia jurídica real. Tan grave como que, de no atajarse, podría acabar con buena parte de la virtualidad del derecho de huelga. Y, esperémoslo, con otra condena más a España, por violación de derechos fundamentales, en los organismos internacionales.
Podríamos empezar por discutir, desde luego, si en verdad es necesario que exista una figura delictiva específica de coacciones en el ámbito del ejercicio del derecho de huelga, con una pena mínima de tres años de prisión (de ingreso efectivo, pues, aun en el primer delito). Cuando una coacción que impida cualquier otro derecho fundamental (un policía que, injustificadamente, me impide transitar por una calle, por ejemplo) puede tener una pena mínima de un año y nueve meses de prisión, o incluso una mera pena de multa. ¿Qué razón lleva a tratar de forma tan desproporcionadamente dura a los huelguistas? Un buen ejemplo de un Derecho penal clasista, sin duda alguna.
Podríamos discutir, en efecto, si es ello constitucional, igualitario, justo. Pero no lo haré, pues prefiero concentrarme ahora (para no echar todas las responsabilidades sobre el legislador) en aquello que, pese a todo, sigue estando en manos de los jueces. Y es que, aun con el texto del precepto (“los que, actuando en grupo, o individualmente pero de acuerdo con otros, coaccionen a personas a iniciar o continuar una huelga”), un juez sensible a las exigencias que impone la vigencia efectiva de los derechos fundamentales (un juez que cumpla con su obligación, en suma, que no haga interpretaciones sesgadas, antijurídicas, del Derecho) debería hacer algo muy distinto de aquello que nuestros tribunales penales, mayoritariamente, están haciendo últimamente.
Podrían, y deberían, en primer lugar, recordar que el Comité de Libertad Sindical de la OIT ha declarado que “cualquier sanción impuesta por actividades ilegítimas relacionadas con huelgas debería ser proporcional al delito o falta cometida, y las autoridades deberían excluir el recurso a medidas de encarcelamiento contra quienes organizan o participan en una huelga pacífica”. Y que ello, en consecuencia, obliga a los tribunales penales, cuando enjuicien casos en virtud de la presunta comisión del delito de coacción a la huelga, a hacer una interpretación de este delito que lo haga compatible con dicha doctrina del Derecho internacional de los derechos humanos.
¿Cómo? Es sencillo. Primero, interpretando de forma restrictiva (como se debe, dada la gravedad de la pena) el concepto de coacción: contra lo que los tribunales están interpretando, no puede ser “coacción”, en el sentido del precepto mencionado, que alguien (caso de Carlos y Carmen, en Granada –dejo ahora a un lado la cuestión de si había suficientes pruebas para condenarles) ponga pegatinas, haga pintadas o diga “¡Nos hemos quedado con tu cara, vamos a ir a por ti!”. Porque eso no es una coacción, sino, a lo sumo, una amenaza (y tan inconcreta, además, que difícilmente se castigaría como tal). Coacción es violencia: esto es, violencia física, en contra de la persona que se niega a participar en la huelga, forzándola por las malas a salir de su puesto de trabajo.
Y, segundo, tomándose en serio el requisito legal de que la actuación coactiva (violenta, en el sentido estricto de la palabra) sea en grupo. Porque, justamente, esa coacción violenta y en grupo es lo que podría justificar –si es que algo- una pena tan grave. Cosa que, desde luego, no ocurre cuando hay un grupo de personas, pero sólo alguna, aisladamente, recurre a la violencia. O, claro, si nadie lo hace, y todo queda en palabras.
Las dos interpretaciones que acabo de señalar son perfectamente posibles, perfectamente razonables y perfectamente coherentes con el objetivo legítimo de que, mientras el delito de coacción a la huelga siga existiendo, se aplique únicamente a los casos más graves, de violencia física. Y no, como ahora se pretende, a cualquier miembro de un piquete que practica la “violencia verbal” (engañosa metáfora: las palabras no son violencia), la falta de respeto o la mala educación. Porque todo esto, que no es violencia, señores jueces, en un Estado de Derecho no debería ser nunca considerado delictivo (no, en todo caso, castigado con penas de prisión), especialmente cuando de ejercer un derecho fundamental se trata. Derecho fundamental que, por cierto, en la Constitución española, goza de la protección reforzada propia de los derechos fundamentales (de la que, en cambio, no disfruta el derecho al trabajo reconocido en su art. 35).
Todo esto no son sólo buenos propósitos: es lo que dice el ordenamiento jurídico español. Lo dice, claro está, si uno se toma la molestia y el interés de leerlo completo: incluyendo, por lo tanto, el art. 28 de la Constitución y su interpretación a la luz del Derecho Internacional. Y no únicamente aquella parte del ordenamiento que –bien por pereza o por interés político- apetece más. Viniendo como viene de una autoridad del Estado (el Poder Judicial), y afectando como afecta a la vigencia efectiva de los derechos humanos, esta sesgada lectura no puede calificarse sino de extremadamente grave. Un poco de prudencia y de reflexión sosegada, que conduzcan a corregir los actuales ímpetus punitivistas en la materia, parecería, pues, lo indicado.