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La reforma empresarial: más competencia

España aún presenta unos niveles reducidos de competencia. Bajo una de las más graves recesiones de las últimas décadas, el nivel de precios domésticos continúa en tasas sustancialmente elevadas y apenas se ha corregido el diferencial de inflación acumulado desde la entrada en funcionamiento de la zona euro. Sin duda, parte de este comportamiento podría deberse a las subidas de los impuestos sobre el consumo, que elevan la inflación. Sin embargo, si se observan los precios de las exportaciones, ajenos a tales incrementos impositivos, tampoco se observan indicios suficientes de la deflación que debería estar experimentando nuestra economía. Es cierto que durante los primeros años de esta crisis, los costes laborales no respondieron como habrían debido a los síntomas de la recesión. Durante un largo tiempo, los costes laborales continuaron creciendo, incluso en términos de remuneración por asalariado. Sin embargo, esto ya no es así. En los últimos años se ha registrado una reducción significativa de los costes laborales unitarios, es decir, del precio del trabajo en relación con su productividad, pero además los propios salarios entraron también en 2012 en una senda deflacionista.

Por el contrario, los costes de capital unitarios y su retribución no están registrando reducción alguna aún. Este comportamiento de los márgenes empresariales que no acaban de constreñirse para canalizar una deflación exportadora es una muestra del reducido nivel de competencia en nuestros mercados. Tal es así que aunque los costes laborales unitarios vienen reduciéndose, esto no se está traduciendo en un ajuste del nivel de precios. Probablemente, este período tiene fecha de caducidad, dado que la profundización de la crisis acabará por afectar al cártel mejor organizado, pero es importante certificar que los datos macroeconómicos apuntan hacia una reducida competitividad en nuestra economía.

Estos problemas de competencia tienen impacto directo sobre la capacidad de crecimiento, pero también sobre la igualdad de oportunidades. Una economía con limitaciones a la entrada o acuerdos explícitos o implícitos entre los oferentes dificulta la creación de nuevas empresas y acorta los períodos de expansión a través de tensiones inflacionistas. Tal panorama impide la generación de más oportunidades para los trabajadores y emprendedores, reduciendo la capacidad de reorientación del patrón de crecimiento de una economía, con efectos nocivos en las fases recesivas. Por todo ello, no hay política más progresista que la lucha por la competencia efectiva en los mercados.

Las restricciones a la competencia suelen concentrarse en los proveedores de servicios, muchos de los cuales tienen un carácter territorial que facilita su actuación como monopolios locales. Pero también se observan comportamientos oligopolísticos en sectores estratégicos que están regulados por marcos institucionales poco preocupados por la concurrencia de varios actores con cierta igualdad de condiciones. Asimismo, el mapa empresarial del país muestra una reducida pulsión a favor del paradigma de la competencia y se siguen observando cárteles y comportamientos monopolísticos en multitud de mercados.

España tiene pendiente una reforma profunda de la regulación de los servicios. En términos amplios, los ayuntamientos, comunidades y Estado vienen desarrollando multitud de normativas que bajo el supuesto objetivo de garantizar la calidad del producto o servicio, así como de controlar sus efectos medioambientales o urbanísticos, acaban operando como auténticas barreras a la entrada y a la competencia efectiva. Sin duda, parte de esta regulación es bienintencionada pero a nadie se le escapa que la notable presión de grupos de poder mantiene amplios espacios de actividad ajenos a la libre competencia, reduciendo el potencial de crecimiento de la economía y las oportunidades de todos los ciudadanos.

En los últimos años, el país ha debido transponer la última directiva de servicios que iba dirigida a romper la limitación espuria al establecimiento de empresas, así como a la eliminación de toda regulación que restringiera la libertad en la prestación de un servicio en cualquier mercado europeo, con independencia del lugar de origen de la compañía oferente. Sin embargo, muchas autoridades han aplicado la directiva buscando la adecuación de la regulación previa a los supuestos habilitados por la propia norma europea para mantener de facto las restricciones a la competencia.

Este comportamiento supone un freno a la recuperación de la economía española y representa la supervivencia de los más conservadores «grupos de poder» que vienen mediatizando el futuro de nuestro país desde hace décadas. Ante tal situación, las autoridades europeas están impulsando una nueva Acta Única que, como la primera, avance en la integración de los mercados nacionales en uno único europeo.

Por otra parte, los comportamientos anticompetitivos se observan también en mercados clave que fueron privatizados en los años noventa pero que no han sufrido una rerregulación oportuna que facilite la entrada y la competencia de nuevos agentes. En este caso, la responsabilidad sigue recayendo en el sector público, que no ha hecho uso de su poder de regulación.

Esta crisis representa la ocasión oportuna a las autoridades españolas para resituar estos mercados bajo los requisitos de la competencia y la concurrencia, pasando por encima de los intereses creados. No existe pues un cambio más netamente progresista en política económica que la lucha contra estos grupos de poder que obtienen rentas extraordinarias a fuerza de exprimir a los consumidores y cuya protección legal no tiene nada que ver con el necesario apoyo que deben dar las autoridades a los más débiles. Además, tal agenda reformista supondría la mejor política de apoyo a los emprendedores, centrada en la apertura de los mercados a la concurrencia de nuevos entrantes.

Por todo ello, el país necesita intensificar la cultura procompetencia que debe impregnar el conjunto de la actividad empresarial. En este sentido, se debería intensificar la dotación y la capacidad de la Comisión Nacional de la Competencia para hacer frente a los comportamientos empresariales contra el mercado, particularmente cuando la estructura empresarial del país sigue denotando un reducido respeto por la competencia y la presencia de oligopolios en algunos sectores estratégicos supone un freno al desarrollo económico del país. Así, la propuesta gubernamental de fusionar los organismos sectoriales con la Comisión Nacional de la Competencia podría suponer un duro golpe a las políticas procompetencia en nuestro país.

Por último, pero no por ello menos importante, dentro de una revisión profunda de la estructura empresarial, el país debe resolver el colapso del sistema judicial. El retraso de la toma de decisiones, la elevada litigiosidad intencionada, así como la reducida modernización del conjunto del sistema judicial, lo han convertido en un obstáculo para la reorientación permanente de la estructura económica. Se hace necesaria, pues, una revisión profunda de la dotación presupuestaria, de los mecanismos procesales, así como elevar la concurrencia competitiva, eliminando mercados cautivos que empeoran y retrasan la impartición de justicia. Sin duda, la reforma judicial exige de una concreción que se escapa a los objetivos de esta publicación, pero el país no podrá encuadrar un modelo de crecimiento sostenible hasta que no aborde en profundidad un poder que ha vivido ajeno a la modernización de otros poderes del Estado.