- En este texto, Juan Rodríguez analiza la obra de Stephen Medvic, In defense of politicians, que plantea el riesgo que para una democracia de calidad significa la enorme disparidad existente entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente estos pueden ofrecerles
No resultaría original afirmar que muchos ciudadanos están hartos de los políticos en España. Pero quizá no seamos tan conscientes de que también hay muchos políticos que empiezan a estar hasta las narices de la doble moral que demuestran a veces muchos de sus conciudadanos. Por supuesto, nadie está dispuesto a reconocer en público esto último (y menos aún a tuitearlo con desparpajo). Tampoco en otras democracias más sólidas y arraigadas.
El resultado es una suerte de proceso general contra la clase política (que algunos tratan inconscientemente de ‘casta’, como tratamos de refutar en nuestra nota semanal 'No hay casta política. Hay política') en muchas democracias occidentales.
Ante la renuncia a defenderse por parte de los propios afectados, la defensa más eficaz, argumentada y convencida proviene de aquellos académicos y publicistas que tratan de comprender la política desde el realismo humanista a izquierda y derecha. En esa tradición debemos ubicar el clásico de Bernard Crick, In defense of politics (1962), que ha inspirado la reciente Defending politics (2012), de Mat Flinders, así como In defence of politicians, de Peter Riddell, centrada en el caso británico.
Con una perspectiva más amplia, no podemos olvidarnos del aclamado Why politics matters (2006), de Gerry Stoker, o el no menos recomendable de Colin Hay Why we hate politics (2007). Todos ellos, por supuesto, en la estela de La política como vocación (1918), de Max Weber.
Detrás de estas obras late una idea común: no entender la naturaleza de la política y de los políticos que se dedican a ella alimenta en muchos ciudadanos sentimientos generales de desencanto, desafección y rechazo. Aparte de tratarse de sentimientos estériles, pueden confundirse peligrosamente con otras muestras de rechazo, estas sí mucho más justificadas, provocadas por casos concretos y probados de corrupción y aprovechamiento de la política en beneficio propio y en detrimento del bien común.
No sólo es que los políticos justos no deban pagar por los pecadores. Es que en ocasiones la decepción de los ciudadanos puede ser el producto de la propia desinformación y alejamiento de la política, cuando no de una visión cínicamente desajustada de lo político.
Pensando en el caso norteamericano, con el que España parece poseer un interesante paralelismo (en esta cuestión), Stephen Medvic ha planteado, en su obra In defense of politicians (Routledge, 2013), el riesgo para una democracia de calidad que significa la enorme disparidad a menudo existente entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente estos pueden ofrecerles.
Esta ‘trampa de las expectativas’ surge de un injustificadamente alto grado de exigencia respecto a los dirigentes políticos, que siempre se verá desmentida por la realidad y que puede conducir a la antipolítica a aquellos ciudadanos desencantados que simplemente esperaban demasiado de sus representantes. Esta actitud deja a los políticos a la intemperie, puesto que siempre serán culpados tanto si hacen como si no hacen. En último extremo, se trata de un fenómeno que amenaza con erosionar la imprescindible confianza de los ciudadanos en los políticos y en las instituciones.
Según Medvic, la ‘trampa de las expectativas’ surge de tres grandes contradicciones que subyacen en nuestras expectativas respecto de los políticos:
a) Esperamos de los dirigentes políticos que lideren, que marquen orientaciones a la ciudadanía y, a la vez, que estén dispuestos a ser dirigidos por los ciudadanos.
b) Esperamos líderes políticos que se mantengan fieles a sus principios ideológicos y programáticos, y a la vez estén dispuestos a renunciar a ellos, sean pragmáticos y alcancen acuerdos en todas las grandes materias con sus oponentes.
c) Finalmente, esperamos líderes de cualidades excepcionales, de formación y comportamiento sobresalientes, a la vez que se muestren ordinarios, cercanos al individuo común y representativos del mainstream social.
No es muy difícil observar que, ante tales contradicciones, es muy probable que nuestras expectativas sobre los representantes políticos acaben viéndose defraudadas y alimenten la desafección contra lo político.
Hay dos elementos en la historia y en la cultura política españolas que alimentan esa ‘trampa de las expectativas’. Por un lado, la relevancia dada al valor del igualitarismo (que no significa necesariamente lo mismo que igualdad) que vino de la mano de la democratización posfranquista, y que tiende a valorar negativamente cualquier atisbo aparente o difuso de exclusividad o excelencia social o cultural.
Por otro lado, la historia de violencia política y autoritarismo que ha acompañado la tortuosa consolidación de la democracia en nuestro país ha contribuido a estigmatizar el carácter inherentemente conflictivo que acompaña a todo proceso y debate políticos.
No soportamos el tono de contraste que suele rodear cualquier controversia política, y no hemos sido educados –en general– para sobrellevarlo de forma cordial y sosegada. ¿Hemos presenciado alguna vez a alguien que pierde los nervios porque otro le llevaba la contraria en una discusión política? ¿Sabemos admitir honestamente la relatividad de nuestras propias convicciones políticas cuando otro trata de refutárnoslas?
En este contexto, muchos de los más convencidos se vuelven sectarios de sus ideas y pierden cualquier sospecha de duda. Pero la amplia mayoría desarrolla una cultura política ‘naíf’, desprendida y escéptica ante lo político. No es de extrañar que en 2002, en plena época de bonanza económica y bajo desempleo, la política suscitara a los españoles ‘desconfianza’ (28,8%), ‘indiferencia’ (27,2%) y ‘aburrimiento’ (14,8%), y que el 65,4% nunca o raramente hablara de política con otras personas.
¿Quizá esto pueda cambiar con el renovado interés por la política que ha traído la crisis económica actual, tal como nos explicaba Carol Galais?
Para Medvic, esta cultura de la desconfianza se manifiesta en una visión hipercrítica de la política y de los políticos, que se traduce en los frecuentes prejuicios con que muchos ciudadanos abordan tanto la vida pública como la vida privada de los políticos.
En cuanto a la vida pública, los ciudadanos suelen reprochar a sus representantes el populismo, el electoralismo y el partidismo de sus planteamientos. Por un lado, los políticos tienden a abusar de los mensajes populistas para atraerse el apoyo de los ciudadanos. Pero no es menos cierto que los ciudadanos parecen muy proclives a responder positivamente a las ofertas más populistas que les hacen sus representantes, siempre que estas puedan resultarles individualmente beneficiosas.
Por otro lado, suele reprocharse que los políticos estén pensando siempre en las próximas elecciones. Ciertamente suele ser así, aunque con ello olvidamos que el horizonte electoral es el principal estímulo para que los políticos traten de mantener y reforzar el apoyo de sus electores, y, por lo tanto, les incentiva a una cierta rendición de cuentas y un seguimiento atento de las preferencias de estos.
Finalmente, se acusa a los políticos de mostrarse siempre excesivamente partidistas en sus posiciones y demasiado críticos de entrada con las propuestas de sus adversarios. No obstante, hay que recordar la importancia que los electores dan a la claridad –a menudo simplista– en las posiciones políticas de sus representantes. Muchos electores son incluso más propensos a votar ‘en contra’ de otras posiciones o líderes políticos que a favor de su propio partido.
La valoración respecto de la vida privada de los políticos es si cabe aún más dura. Tenemos ciudadanos hipercríticos con las cualidades morales de sus representantes, a los que se les recrimina cualquier atisbo de ambición personal –a pesar de que una cierta dosis de ambición resulta inexcusable para soportar los elevados costes personales que genera la participación en política, como recuerda el Joseph A. Schlesinger en su clásico Ambition and politics (Rand McNally, 1966)– y de hipocresía –aunque esta sea en buena medida necesaria para mantener la convivencia cordial del sistema político en general y el ‘fair play’ en la disputa política en particular, como señala David Runciman en su 'Political hypocrisy' (Princeton University Press, 2010)–.
Y por encima de todo, los ciudadanos se muestran tremendamente exigentes en términos morales ante la mentira, el engaño y el uso de lo público en beneficio propio. El 60,6% de los españoles consideran que la desconfianza ante los políticos está relacionada con la corrupción que supuestamente muchos practican.
El problema es que no sólo luego esa exigencia moral no se traduce automáticamente en castigo electoral ante los políticos, sino que los propios ciudadanos parecen sucumbir demasiadas veces a la tentación de tales defectos, o al menos se muestran socialmente más permisivos de lo que sugieren sus expectativas políticas.
No se trata de exculpar a las elites políticas de su papel en los aciertos y errores que generan sus decisiones políticas. Más bien, reivindicaciones como las de Medvic y los otros autores mencionados nos recuerdan que no existen superciudadanos ni superpolíticos. A menudo, la deshonestidad y la desvergüenza de un representante político es directamente proporcional a la dejadez y el cinismo de sus electores.