La típica caricatura del análisis de resultados en las madrugadas postelectorales consiste en esa imagen en la que nadie (o casi nadie) dice haber perdido. Unos subrayan que han sido quienes han obtenido más votos, otros que han crecido, y están incluso quienes se alegran conformándose por haber logrado mayor apoyo del que le anunciaban las encuestas. Hay mil formas imaginativas de barrer para casa y sólo los que han sufrido un desastre sin paliativos reconocen la derrota.
Ese espectáculo, tantas veces parodiado en el que “todos ganan”, resulta difícilmente trasladable a un referéndum. Máxime cuando consiste en una pregunta binaria donde, por definición, hay una opción vencedora y otra vencida. Desde luego, de haber triunfado la secesión ayer en Escocia, tendríamos ahora un impactante paisaje desolador que alcanzaría no solo a los unionistas escoceses, sino también al resto de británicos y más allá; incluyendo a Washington y Bruselas o también, como es notorio, al Gobierno y buena parte de la opinión pública española. Pero ha ganado el “No” y, aparte de que eso supone una celebración menos entusiasta que ayuda a reducir la sensación de derrota en la otra parte, la lectura puede en efecto evitar el blanco y negro.
Hoy los partidarios del Better together pueden por supuesto reivindicar su éxito y hacerlo con relativa rotundidad: por más de 10 puntos, superando el margen pronosticado por cualquier sondeo desde principios de agosto, y con los complementos de victorias parciales en casi todos los concejos y una legitimadora alta participación (84,5%). Los conservadores evitan una ignominiosa ruptura del Reino Unido, los laboristas logran además que Inglaterra no quede eternamente condenada a la hegemonía tory y los liberales mantienen un territorio donde históricamente han tenido apoyo.
Por otro lado, los partidarios de que la familia británica de naciones siga unida podrán respirar tranquilos durante muchos años ya que Alex Salmond había anunciado que, en caso de perder, no se volvería a plantear un nuevo referéndum en el futuro. Es posible que se arrepienta de una promesa que buscaba activar a los votantes con la idea de que ésta era una oportunidad única en la vida, o en la historia, pero ahora el nacionalismo deberá cumplir ese compromiso si quiere mantener la respetabilidad democrática.
Pero también el independentismo puede sentirse satisfecho con todo el proceso. Aparte de haber obtenido en 2012 de Londres el reconocimiento de la opción de separarse del Reino Unido, la causa del SNP ha conseguido movilizar muchos más votantes de los nunca obtenidos en elecciones parlamentarias. Por si fuera poco, Escocia ha sido centro absoluto de atención mundial y, lo más importante, al final de la campaña, lo ajustado de las encuestas obligó al conjunto de los partidos británicos a ofrecer mucha más autonomía fiscal y competencial. Así pues, aunque sea a través de un desvío, se habrá conseguido arrancar de Westminster la que era estrategia inicial del Gobierno escocés: la devolution max o, si se prefiere, la independence-minus.
Además, al margen de que el análisis señale que el resultado sienta bien a los distintos partidos, es más importante subrayar que también habrá “final feliz” desde una perspectiva estrictamente ciudadana. Al fin y al cabo, todos los sondeos realizados apuntan a que esa solución de mayor autonomía era la auténtica opción preferida por la mayoría de escoceses, por delante del statu-quo conservador o del desgarro de una escisión.
Hay además otras lecciones potencialmente positivas que en su caso beneficiarían al conjunto del Reino Unido y, de paso, a otros estados plurales en donde conviven múltiples identidades nacionales. Es evidente, como atestigua el buen resultado independentista en Glasgow o en otras áreas cosmopolitas y con dinámica de clases sociales, que no sólo han pesado consideraciones identitarias. El empuje del “Sí”, que tanto ha asustado a las élites británicas, se apoyaba también en otros cuatro elementos que explican la mayor ilusión que generaba la idea de crear un nuevo Estado. Merece la pena repasarlas.
En primer lugar, el creciente rechazo al desempoderamiento democrático frente a los mercados, o frente a la idea de que “no hay alternativa” y que apenas hay margen para decidir en casa. Muy conectado a eso, la reacción contra una desigualdad rampante o contra la percepción de que una mentalidad demasiado mercantil domina en el resto del Reino Unido (aunque haya evidencia empírica de que los escoceses no son tan izquierdistas y comunitaristas de lo que presumen). En tercer lugar, la sensación de que el poder político ha de ser menos distante y, desde luego, en absoluto condescendiente o irrespetuoso con la diferencia. Y por último, en un elemento cosmopolita con el que el nacionalismo de Salmond mostraba su cara menos esencialista, el europeísmo. Por todo eso, queda la esperanza de que los líderes británicos tomen nota y tengan la visión de avanzar ahora hacia una democracia más consociacional, menos individualista y segmentada, más descentralizada y respetuosa con las identidades no inglesas, o mejor conectada con el continente.
Con este resultado, en fin, gana también la comunidad internacional, que seguirá contando con un actor suficientemente potente y comprometido por la seguridad global, la ayuda al desarrollo o la cooperación económica y en el terreno de las ideas. Y particularmente, en la Unión Europea, el desenlace despeja un panorama de reivindicaciones secesionistas que erizaba a las instituciones y a varias capitales nacionales, con singular énfasis en Madrid.
¿Y el impacto sobre el panorama español?, ¿también se puede hablar de win-win? Está claro que hoy resuena el alivio del Gobierno central que no sólo ha evitado la tortura de asistir al nacimiento legal de un nuevo Estado, sino que además termina esta pesadilla con dos pequeñas satisfacciones. Primero, el que la apuesta de Cameron no haya sido al final universalmente juzgada como la mejor, reduciéndose así un poco la indudable fuerza del relato sobre el “derecho a decidir”. Después, la constatación mundial de que los movimientos secesionistas suceden en las mejores familias (Reino Unido, Canadá, Bélgica, Italia) y, por tanto, se explican mucho más por la existencia objetiva de múltiples identidades que por déficits democráticos singulares; al margen de que éstos también puedan existir, como se acaba de señalar antes para el caso británico y, sin duda, sucede en España.
En cuanto a los nacionalismos catalán y vasco, en principio también deberían estar contentos. Escocia ha visto reconocida su personalidad nacional y se le ha consultado sobre cómo prefiere desarrollarla. Lo hará en el seno de un Estado plural y más descentralizado (que, por cierto, podría tomar como modelo el catálogo competencial del Estado autonómico en la futura transferencia de nuevos poderes). Por eso el soberanismo podrá subirse a ese enorme coro de los que hoy dirán haber ganado. Pero cuando lo haga, no es seguro que sea capaz de disimular su decepción.