Escocia y Cataluña han vivido durante 2014 sendos procesos de revisión de sus estatus dentro del Reino Unido y de España. Aunque diferenciados por lo que respecta al acuerdo político y a la obligatoriedad de los resultados de las consultas desarrolladas (el 18 de septiembre y el 9 de noviembre, respectivamente), ambas situaciones comparten el deseo de una porción de la población de dos regiones de la Unión Europea (UE) por separarse de los estados de los que forman parte. Cabe entonces preguntarse si la UE y su proceso de toma de decisiones alientan y promueven los nacionalismos, o/y (en sus caso) los independentismos periféricos dentro de los estados miembros de la organización supranacional.
La hipotética posibilidad de que unas Cataluña o Escocia independientes pudieran formar parte de la UE, el proceso y los plazos para ello, constituyó parte de la argumentación dialéctica recurrente en ambos territorios durante 2014. La posibilidad de quedar varados fuera de la UE, temporal o definitivamente, ha sido central en las campañas a favor y en contra de la secesión de ambos territorios de sus respectivos países. ¿Pero cuál es realmente el fondo de la cuestión? La interpretación de los artículos 48 y 49 del Tratado de la Unión Europea, los cuales se refieren a los procesos de incorporación de nuevos estados miembros.
Los sectores independentistas claman por una lectura política de los mismos. Quien puede lo más, puede lo menos, argumentan. Si existe una voluntad popular, las leyes y el tratado pueden y deben modificarse para permitir una situación, hasta la fecha excepcional. Que territorios que han venido formando parte de la UE durante décadas continúen dentro de la misma, aunque sea bajo una nueva bandera. Que se les facilite una suerte de “vía rápida”, tal y como sucedió con la Alemania oriental, tras la Reunificación, esgrimen, olvidando u obviando que aquella parte de Alemania nunca antes había formado parte de la UE, al contrario de Cataluña, Escocia, pero también de Baviera, Padania, Flandes y un largo etcétera.
Por el contrario, los sectores proclives a mantener el status quo estatal exigen una interpretación al pie de la letra y eminentemente jurídica del tratado. Es decir, todo estado que quiera formar parte de la UE deberá abordar un proceso de negociaciones y adhesión, que implica no solo unos tiempos, sino también unas mayorías muy exigentes. Tan exigentes que probablemente hacen de facto imposible esta vía. Si bien es cierto que un Estado resultante de la secesión de un Estado miembro cumpliría virtualmente con todos los requisitos relativos al “acervo comunitario” que se les piden a los nuevos estados miembros -negociaciones que no suelen durar menos de una década en los supuestos más sencillos y pueden llegar a enquistarse, como en el caso de Turquía- dicho proceso no deja de otorgarle un derecho de veto a cada Estado miembro, incluido aquel del que se produce la secesión.
Pero no es solo una cuestión de tiempo, ya grave por sí misma. Imaginemos una Cataluña que durante diez o quince años no formase parte del Mercado Único, ni de las políticas europeas, alejada de Schengen, fuera del Euro, etc. Se trata también de una cuestión de incertidumbre y de voluntad política. El tratado también dice que la adhesión de nuevos estados miembros es una decisión que requiere de la unanimidad y no de la mayoría de todos los estados miembros. Lo cual nos lleva a dos hipotéticos escenarios: ni cabe pensar que un estado que haya visto la secesión contra su voluntad de una parte de su territorio vaya a aceptar la adhesión del mismo a la UE, ni parece sencillo que aun existiendo un acuerdo (como habría pasado en el caso escocés de haber ganado el sí a la independencia en el referéndum vinculante del 18 de septiembre de 2014) el resto de estados de la UE que cuentan con fuertes tensiones territoriales en su interior, asumiesen el riesgo del “efecto réplica” o “efecto contagio” que podría tener en sus territorios esa hipotética futura adhesión.
El sistema de toma de decisiones de la UE es claramente deudor de la lógica estatal. Como cristalinamente expresaba el presidente saliente de la Comisión Europea, “cualquier nuevo país independiente tendría que solicitar su adhesión a la UE”. Una fórmula muy educada de argumentar que mientras que no se reforme el tratado no cabe otra opción, y que una región que se independice de un estado deja de formar parte de la UE hasta que concluya con éxito su propio proceso de adhesión. Y las posibilidades son minúsculas, ya que el veto de un único estado de veintiocho impediría la adhesión de un nuevo miembro. Una auténtica quimera dentro del tablero geopolítico europeo.
Hasta aquí la respuesta a la pregunta título del presente artículo parece evidente. Sin embargo, cabe introducir una nueva variable. El argumento de la subsidiariedad. Si sostenemos que dentro de la UE impera la lógica estatal sobre la regional, ¿dónde queda la manida subsidiariedad? No en vano, la UE proclama la subsidiariedad territorial como un principio básico para la formulación de políticas, estableciendo que las decisiones sólo deben tomarse supranacionalmente si los niveles de gobierno estatal, subestatal y local no son capaces de realizarlo mejor, por lo que como bien argumenta Luis Moreno, sería “un sinsentido impedir o restringir el autogobierno en naciones sin estado como Escocia y Cataluña dentro de una unión política como la europea”.
Cabría por tanto, llegados a este estadio, analizar hasta qué punto la UE utiliza la política del palo y la zanahoria para con sus regiones. De una parte, la zanahoria. La UE diseña una política regional que consume un tercio de su presupuesto para homogeneizar y equilibrar las disparidades regionales europeas. Lo que ha llevado a muchas regiones europeas (sobre todo en el este de Europa) a desarrollar una suerte de “regionalización de papel” para fortalecer sus estructuras regionales para ser susceptibles de ser destinatarias de las mencionadas ayudas. Incluso muchas de ellas han venido, desde hace tres décadas, diseñando todo tipo de estrategias de lobby o cabildeo sobre el proceso de toma de decisiones, puesto que la UE les ha permitido, hasta cierto punto, participar en el Consejo de la UE, en la comitología, en el Comité de las Regiones, disponer de oficinas de representación en Bruselas, constituirse en asociaciones interregionales con acceso a las instituciones europeas e incluso afectar al proceso europeo de toma de decisiones a través de sus propios estados. De otra parte, el palo. Subsidiariedad sí, autogobierno también, pero solo hasta dónde consientan los estados miembros y sin afectar a la soberanía de los mismos.
En resumen, puede argumentarse que mientras que la UE avala la subsidiariedad y los movimientos centrípetos, aboga por el manido “principio de no injerencia en asuntos de otros estados”. Con lo que promueve la observación puntillosa y la exigencia democrática aplicable a la legitimidad de todas las instituciones basada en el imperio de la ley, y queda lejos de avalar los nacionalismos y mucho menos los independentismos, dentro de sus estados miembros.