Una crítica recurrente desde los primeros seis meses de mandato del Partido Popular ha sido su flagrante incumplimiento del programa electoral. No es el único partido de gobierno europeo, ni español, que ha incumplido sus promesas en los últimos años. Por ejemplo, el PSOE, sin ir más lejos, hizo lo contrario de lo que decía su programa electoral en su último año en el gobierno. En teoría democrática se entiende el incumplimiento del programa electoral como una falta grave en la relación de agencia entre el votante y el partido de gobierno y una amenaza a las bases fundamentales de la democracia representativa. La teoría dice que las promesas se respetarán porque los políticos se preocupan por las siguientes elecciones y saben que, si faltan a sus promesas, serán castigados por sus votantes1. Esto tendría sentido en un mundo en el que tanto votantes como políticos tuvieran la misma información y ésta fuera perfecta. Pero no vivimos en un mundo así.
En la práctica, sabemos que los políticos tienen muchas maneras de manipular, ya sean las circunstancias o a los electores, para que parezca que han cumplido o para “vender” los incumplimientos como formas de proteger el interés general ante cambios coyunturales. Si el mundo fuera tal que la mayoría viviera mejor podría deducirse que, a pesar de los incumplimientos, los políticos estarían representando los intereses de los ciudadanos. En este sentido se ha querido pronunciar Mariano Rajoy cuando ha dicho que no ha cumplido su programa electoral pero que ha cumplido con su deber. José Luís Rodríguez Zapatero también prefirió cumplir con su deber a cumplir su programa. Pero desde mayo de 2010 los intereses de la mayoría están siendo arrinconados, por lo que no podemos concluir que en los últimos tiempos se está produciendo una representación basada en resultados en vez de en promesas. En definitiva, los políticos tienen margen de maniobra y hacen buen uso del mismo para defender intereses que no tienen necesariamente que ver con el bien común.
La autonomía de los políticos para ejercer su mandato se ha justificado teórica e históricamente por el hecho de que los programas electorales no pueden ser sino contratos incompletos. Se trata de contratos incompletos porque su cumplimiento está sujeto a multitud de factores que son imprevisibles en el momento en el que se escribe el programa electoral. Por esta razón, tanto la idea como la práctica del mandato imperativo quedaron descartadas al comienzo mismo del establecimiento de las modernas democracias representativas. Su imposición dotaba de excesiva rigidez e ineficiencia a la toma de decisiones de los gobiernos democráticamente elegidos. Así lo ha entendido también la Justicia en España cuando recientemente un ciudadano inició la vía judicial para denunciar el incumplimiento de un programa electoral.
La noción de los contratos incompletos, sin embargo, se nos antoja cuando menos una descripción inexacta de la realidad desde el momento en que abrimos un programa electoral cualquiera y miramos en su interior. Los programas electorales son excesivamente largos y detallados, al punto de que nadie en su sano juicio se dedicaría a leerlos antes de unas elecciones, excepto los investigadores que se dedican a analizarlos. ¿Por qué es necesario tanto detalle si se trata de un contrato incompleto? ¿Por qué se necesitan veinte páginas para describir las propuestas de protección del medio ambiente o de apoyo a los deportes si en realidad no se sabe realmente hasta qué punto se van a poder cumplir? Haríamos bien los votantes en interpretarlos como una carta a los Reyes Magos, en el mejor de los casos (el caso en el que los políticos muestran en el programa sus verdaderas preferencias al margen de si creen que las van a poder poner en práctica o no), o como un canto de sirena a los electores, en el peor de los casos (el caso en el que los políticos muestran en el programa lo que creen que les puede llevar a la victoria pero que no tienen ninguna intención de cumplir).
Lo que más sorprende de este fenómeno es que no siempre fue así. En los años treinta y en los primeros años de la posguerra mundial los programas electorales no tenían el nivel de detalle ni la longitud que tienen ahora. Para comprobarlo basta echar un vistazo a la base de datos del Manifesto Project, que ha codificado los programas electorales de los partidos con representación parlamentaria de algo más de 50 democracias desde la segunda guerra mundial (además de algunos pocos casos anteriores). Entre 1940 y 1960, la media de frases de un programa electoral era de 156, con el valor mínimo en 8 frases y el máximo en 1349. Entre 2000 y 2012, la media de frases se ha elevado a 813, con el valor mínimo en 19 y el máximo en 6787). Es decir, el tamaño promedio de los programas electorales se ha multiplicado por cinco. Se trata de un fenómeno que afecta a la práctica totalidad de las democracias consideradas en la base de datos, al margen de regiones geográficas y contextos institucionales. No puede ser por casualidad que los programas electorales de una gran parte de las democracias del mundo hayan aumentado su tamaño desde la segunda guerra mundial. La ciencia política no ha prestado la suficiente atención hasta ahora a este fenómeno por lo que nos movemos a ciegas cuando tratamos de buscar explicaciones. Aún así, creemos que es un fenómeno que nos está indicando algo sobre los partidos políticos y su relación con los electores.
En el caso de España el aumento del tamaño de los programas es especialmente flagrante. Si en las primeras elecciones generales de 1979 los programas electorales de los partidos que lograron representación parlamentaria tenían un promedio de 339 frases, en 1996 superaban las 2.500, es decir, habían multiplicado su tamaño por siete. Desde entonces los programas tendieron a decrecer y en las últimas elecciones de noviembre de 2011 el promedio de frases ha sido de 1.168. No obstante, a pesar de ese descenso, España sigue siendo uno de los países de la muestra donde los programas electorales son más largos. De hecho, de los diez programas más largos que figuran en la base de datos del Manifesto Project de entre un total de más de 3.600, tres son españoles. No en vano, el programa que Izquierda Unida presentó en las elecciones del año 2000 alcanza las 6.471 frases situándose en el tercer puesto del ranking. Dos programas del PSOE y del PP (2004 y 2008) y uno de CiU (2004) también figuran entre los veinte más largos.
Los programas que los partidos políticos presentan a las elecciones autonómicas tampoco se quedan atrás. Para hacernos una idea más precisa de la longitud de los programas centrémonos en el número de páginas en lugar del número de frases. De las últimas elecciones autonómicas celebradas entre 2011 y 2012, PP y PSOE solo presentaron siete programas en total con menos de 100 páginas. El resto, 27 programas, superaron con creces ese tamaño. El programa más largo fue el que el PP presentó en la Comunidad Valenciana, con exactamente 316 páginas. Un valenciano que quisiera leerse los programas electorales de los cuatro partidos que obtuvieron representación en el parlamento autonómico en 2011 tendría que haber leído en total casi 800 páginas (316 del PP, 216 del PSOE, 161 de Izquierda Unida y 96 de Compromís). Sin embargo, el récord de longitud hasta la fecha lo tiene CiU. En las elecciones al Parlament catalán del año 1995 presentó un programa de nada menos que 495 páginas.
El tamaño de los programas electorales en España
Como decíamos más arriba, creemos que los programas se escriben desde la irresponsabilidad puesto que a nadie se le escapa que, siendo cierto que las condiciones de cumplimiento de las promesas electorales son imprevisibles, no tiene sentido entrar en grandes niveles de detalle. Podríamos conceder el beneficio de la duda a los aparatos de los partidos y aceptar que los programas se escriben con buenas intenciones ya que, aunque no se sepa con antelación si se van a poder cumplir, al menos funcionan como señales de lo que los partidos querrían hacer en condiciones ideales. La pregunta sería, entonces, por qué los partidos en los años cincuenta no tenían la misma necesidad de entrar en detalle para contar lo que querrían hacer en condiciones ideales que los partidos en la primera década del siglo XXI, cuando la naturaleza de contrato incompleto del programa electoral sigue siendo la misma hoy que hace cincuenta años.
Asumamos, por el contrario, que los programas electorales han crecido en longitud y detalles por otra razón que no es sólo de imagen, sino que tiene que ver con una estrategia racional por parte de los partidos por ganar el mayor número de votos posibles. A este respecto, los programas largos, detallados e ilegibles de los partidos cumplen dos objetivos fundamentales. Por un lado, hacen más difícil la rendición de cuentas, ya que cuanto más detallados sean más se pueden diluir los incumplimientos de promesas relevantes en un mar de cumplimientos de propuestas nimias. Por otro lado, alejan a los partidos de la sospecha de ser “partidos nicho” o “partidos de un solo tema”. Con el paso del tiempo, nuevos temas y dimensiones de conflicto se han ido añadiendo a la agenda electoral (ecología, derechos de las minorías, inmigración, integración europea), y los partidos de masas se han dado prisa en asimilar dichos temas para no perder votantes a los partidos nicho y para señalar que son partidos de gobierno capaces de cubrir todo el elenco de políticas que implica el gobierno de sociedades complejas. Sea cual sea la razón, nos encontramos con una realidad irrevocable: los programas electorales no se escriben para ser leídos por los electores y, además, lno son honestos con sus prospectivos votantes. No es extraño que los partidos mayoritarios hayan perdido paulatinamente la confianza de los electores y que las elecciones no funcionen como mecanismos de representación de los intereses de los ciudadanos.
1 Existen numerosos estudios que demuestran que el grado de cumplimiento de las promesas electorales es elevado, aunque a este respecto no hay unanimidad entre los analistas, ya que el cumplimiento depende, entre otras cosas, del diseño institucional. Además, medir el grado de cumplimiento de las promesas no es tarea fácil y nos faltan datos lo suficientemente precisos para llegar a conclusiones definitivas.