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Batallas contra la austeridad

Gerardo Pisarello

Cómo superar la actual dictadura de la austeridad. Éste es uno de los principales debates europeos del momento. En Europa, en los Estados y, también, en los municipios. Estas administraciones, las primeras a las cuales suele acudir la ciudadanía cuando tiene problemas, han visto laminada su autonomía en el marco de la imposición de las políticas neoliberales: los endeudados y, también, los que tienen superávit, como es el caso de Barcelona. La ley Montoro ha limitado la capacidad de decisión de estos últimos municipios sobre cómo destinar este superávit y, sobre todo, cómo ponerlo al servicio de la ciudadanía. Frente a esto, el nuevo municipalismo está buscando y encontrando fórmulas para impugnar el espíritu de esta norma. Y debe avanzar, asimismo, de forma conjunta con la ciudadanía para intensificar el debate público sobre las políticas financieras. Porque frente a una política de austeridad que es fotofóbica, alérgica a la rendición de cuentas, la transparencia puede ser revolucionaria. 

Como es sabido, la obsesión por la eliminación del endeudamiento público y del déficit fue uno de principales caballos de batalla del neoliberalismo contra el keynesianismo a partir de la década de 1980. El Tratado de Maastricht la convirtió en uno de los pilares de la construcción de la eurozona. Para cumplir con los criterios de convergencia monetaria, los países del sur de Europa, además de impulsar privatizaciones, se vieron forzados a reducir de manera drástica salarios y gasto social. Como contrapartida, obtuvieron abundante acceso a crédito barato, básicamente de bancos alemanes. 

Esta euforia financiera sesgó el crecimiento y el empleo hacia actividades especulativas e improductivas y fomentó el sobreendeudamiento hipotecario de las familias hasta niveles nunca alcanzados.

Muchas de estas operaciones se produjeron en condiciones de opacidad y secretismo. Esto favoreció la configuración de un capitalismo de amigos, caracterizado por altos niveles de corrupción y por lo que el penalista y economista norteamericano William Black llamó “el fraude de los controles”. Buena parte de estas actuaciones se realizaron en ausencia de auditorías adecuadas, bien porque éstas fueron deliberadamente infrafinanciadas, bien porque fueron externalizadas a auditoras privadas que participaron de dicho fraude. 

Cuando estalló la crisis, los Estados acudieron al rescate de grandes empresas y bancos y la deuda pública se disparó. Esto puso en marcha una nueva fase de la estafa fraguada en los años precedentes. La troika conformada por el Banco Central Europeo (BCE), la Comisión Europea (CE) y el Fondo Monetario Internacional (FMI) forzó a los Estados, principalmente a los del sur, a destinar ingentes recursos públicos al pago de la deuda a inversores, bancos y otros acreedores. 

 

LAMINACIÓN DE LA AUTONOMÍA

En el caso español, la obligación de priorizar el pago a los acreedores financieros fue introducida en la propia Constitución, de manera furtiva y prácticamente sin discusión. Esto, a su vez, generó una creciente política de recentralización y de laminación de la autonomía local. Europa pasó a controlar los presupuestos estatales, y éstos, los de las administraciones territoriales, eliminando prácticamente su margen de maniobra para políticas anticíclicas. En poco tiempo, muchas comunidades y ayuntamientos entraron en una situación práctica de quiebra.

Barcelona no ha permanecido ajena a las políticas de austeridad impulsadas por la Unión Europea. Sin embargo, los problemas que afronta no están vinculados tanto a la deuda como al superávit. Leyes neoliberales, como la denominada ley Montoro, asfixian a los municipios sobreendeudados, y al mismo tiempo impiden a aquellos que no lo están —como ocurre en Barcelona— a destinar el superávit existente a dar respuesta a las necesidades ciudadanas. 

¿Cuál es el origen de este superávit? Es difícil establecerlo de manera definitiva. A menudo se atribuye a la buena gestión de los últimos veinte años. Sin embargo, la historia es compleja y comienza con los Juegos Olímpicos de 1992. Como consecuencia de su celebración, el Ayuntamiento de Barcelona quedó en una situación cercana a la quiebra. El consistorio cerró el ejercicio de 1991 con un déficit de 130 millones de los actuales euros, y la deuda alcanzó en 1993 un máximo de 1.818 millones (siempre en euros).

Esto llevó a los cuadros socialistas a impulsar una política financiera de choque. Esta política ha sido presentada como una historia de luces. Pero se sospecha que también hubo sombras. Estamos estudiando, por ejemplo, si el saneamiento de las cuentas municipales exigió un control estricto del gasto, sobre todo del social, e importantes recortes de plantilla. De hecho, el personal del Ayuntamiento cayó de los 15.036 empleados en 1992 a los 12.044 del año 2000.

Estos recortes se compensaron de diversas maneras. Primero, mediante las transferencias estatales, relativamente blindadas gracias al estatuto especial de las grandes ciudades como Barcelona o Madrid. Segundo, ha contribuido a ello el aumento de la presión fiscal, una de las más elevadas del Estado. La propia burbuja inmobiliaria hizo su aportación, ya que contribuyó al crecimiento de los ingresos derivados del impuesto de construcciones y obras. Todo esto tuvo su lado oscuro: coincidió con procesos de gentrificación que expulsaron a una parte considerable de la población a una periferia metropolitana que se vio obligada a asumir los costes.

Este proceso de las dos últimas décadas ha revertido la situación de las finanzas de la capital catalana: hoy el problema no es la deuda, sino el superávit. Ello no quiere decir, sin embargo, que el consistorio sea ajeno a los problemas de otras administraciones de las cuales depende y que sí están acuciadas por el problema de la deuda.

En los últimos años el Estado ha disminuido o condicionado las aportaciones realizadas a las comunidades autónomas y a los ayuntamientos a través del sistema de financiación y el Fondo de Liquidación Autonómica.

 

DEUDA CIUDADANA

En el caso de Barcelona, esto tiene un doble impacto en sus finanzas. Por un lado, porque el Gobierno de la Generalitat se encuentra altamente endeudado y no paga sus deudas con el Ayuntamiento. La deuda de la Generalitat con el consistorio en octubre de 2015 era de 140,23 millones de euros. Pero además, la Generalitat ha dejado de pagar servicios básicos a la ciudad. Unos 155 millones de euros, entre 2011 y 2015, que afectan a ámbitos tan sensibles como los de educación, sanidad y cultura. Por ejemplo, en este período el Gobierno catalán ha rebajado su aportación al consorcio de Educación en 10 millones de euros, y en 20 millones a instituciones culturales. Esto es una deuda que la Generalitat no ha contraído con el Consistorio, pero sí con la ciudadanía, que es la beneficiaria de estos servicios básicos que ahora cuentan con menos recursos. Por eso, el Ejecutivo municipal ha decidido comenzar a contabilizar estas reducciones, que constituyen una auténtica deuda ciudadana.

Por otra parte, el endeudamiento de otras administraciones impacta en las finanzas municipales porque las transferencias del Estado al Ayuntamiento previstas para 2016 disminuyen casi el 3%. De esta manera, Barcelona verá disminuida notablemente la dotación económica que el Estado le adjudica en sus presupuestos y dejará de ingresar alrededor de 21,4 millones en este 2016. 

Con este panorama, resultaba imprescindible no terminar el año con un superávit que, según las previsiones de ejecución de las cuentas, podía llegar a 140 millones. Para conseguirlo, era necesario impugnar la filosofía de austeridad de la ley Montoro. No desobedecerla, pero sí aprovechar grietas que ofrece y así romper el corsé que pretende imponer a la autonomía municipal.

La ley presupuestaria y la ley Montoro imponen a los ayuntamientos un triple límite: el del déficit cero, la limitación del nivel de deuda y un techo de gasto. Más allá de ese techo, los ayuntamientos sólo pueden destinar dinero a pagar deuda. La ley Montoro asume que si un municipio supera este techo de gasto es porque tiene problemas. Por eso, le obliga a realizar un Plan Económico Financiero para estabilizar su situación.

El Ayuntamiento de Barcelona no se encontraba con ningún problema financiero. Por el contrario, su desafío era evitar que el superávit existente se quedara en la caja en un momento de emergencia social. Para lograrlo, el gobierno de Barcelona En Comú consiguió pactar una modificación presupuestaria con ERC, el PSC y la CUP que permitiera sortear el corsé de la ley Montoro y plantear un Plan Económico Financiero de cortísima duración. Este acuerdo de izquierdas permitió desbloquear más de 100 millones, que se han utilizado para inversión en equipamientos y aumentar las políticas sociales y de barrio. La única limitación era que hacía falta invertirlos en proyectos que se pudieran ejecutar en 2015.

Alianzas similares nos han permitido afrontar otra modificación presupuestaria destinada, esta vez, a cancelar 138 millones de euros de deuda. Se trata de una deuda que el Consistorio decidió amortizar la primavera pasada, y que CiU preveía renegociar. Como la ley no permite dedicar estos ingresos a inversión social, el gobierno municipal ha decidido aprovechar el volumen de caja existente, no para renegociar, sino para cancelar esas cantidades. De ese modo, Barcelona pasaría de tener este año una deuda de 974 millones de euros con los bancos a una de 836 millones (rebajando así el porcentaje de deuda sobre ingresos corrientes del 39% al 34%). Esto permitiría al Ayuntamiento ganar más independencia frente a los bancos, afrontar menos vencimientos de deuda en el futuro y destinar más recursos a políticas sociales: por ejemplo, en 2015 ya confiábamos en disponer de 2,5 millones más que no deberemos destinar al pago de intereses de esta deuda, y en 2016 confiamos en que estos intereses ahorrados asciendan a 4,7 millones.

 

TRANSPARENCIA

Así pues, en el caso de Barcelona las modificaciones presupuestarias han sido una vía audaz y creativa que el gobierno de Barcelona En Comú ha utilizado para impugnar la filosofía de la austeridad, y seguramente lo seguirán siendo en el futuro. De todos modos, somos conscientes de que el éxito de esta impugnación no depende sólo de la creatividad técnica o de la voluntad política del gobierno municipal. Es fundamental abrir este debate a la ciudadanía y conseguir implicarla en la auditoría de las finanzas municipales y en la construcción de alternativas. 

Esto es lo que se hizo, por ejemplo, en Ecuador y Grecia. En este último, la entonces presidenta del Parlamento, Zoe Konstantopoulou, estableció en abril de 2015 la creación de un Comité de la Verdad sobre la Deuda Pública en Grecia, coordinado por Enric Toussaint, y con participación de expertos y miembros de entidades sociales.

En su Informe Preliminar, el comité  considera que el país heleno ha sido y es aún víctima de un ataque premeditado y organizado por el FMI, el BCE y la CE. Según el comité, esta misión “ilegal e inmoral” tenía como objetivo exclusivamente trasladar la deuda privada al sector público y proteger a las entidades financieras y a los representantes políticos responsables.

También algunas ciudades han comenzado a recorrer este camino. En agosto de 2015, Madrid puso en marcha una Auditoría Ciudadana de Deuda y Políticas Públicas,  con tres objetivos básicos: consolidar una herramienta de información sobre la gestión económica municipal; analizar el uso de los recursos públicos y el impacto de la deuda sobre la ciudadanía; y poner en marcha un protocolo que garantice transparencia, los procesos de rendición de cuentas y el control ciudadano en el Ayuntamiento de Madrid.

En el caso de Barcelona también se han dado algunos pasos, todavía tímidos, en esta dirección. Por un lado, se ha llevado adelante un primer trabajo de coordinación con entidades ciudadanas en materia de transparencia presupuestaria. También se está avanzando en la articulación de una Dirección de Auditoría Interna, que permitirá auditar la práctica de endeudamiento y de gasto del Consistorio. Finalmente, y siguiendo las recomendaciones de la Convención contra la Corrupción aprobada por la ONU en 2003, se ha puesto en marcha una Oficina para la Transparencia y las Buenas Prácticas.

Esta oficina tendrá como objetivo mejorar los mecanismos de fiscalización internos ya existentes y coordinarse con las autoridades judiciales para investigar a fondo posibles casos de corrupción (comenzando por los vinculados a la Agencia de Desarrollo Urbano, Barcelona Regional, bajo el anterior mandato de Convergència i Unió). Asimismo, la oficina impulsará un código ético para altos cargos y personal directivo al servicio del Ayuntamiento y de un Reglamento de control de lobbies.

Naturalmente, esta batalla contra la austeridad y por la transparencia no puede darse en el ámbito limitado de un ayuntamiento. De ahí la importancia de las alianzas entre ciudades dirigidas a impugnar las normas y medidas, estatales y europeas, sobre las que hoy se asientan las políticas de la austeridad. Desde la propia ley Montoro hasta los Memorandos de Entendimiento que la troika ha impuesto a diferentes países de la zona euro, comenzando por los del sur de Europa.

Como decía, el capitalismo financiarizado es fotofóbico, reacio a la luz y a la publicidad. De ahí que la transparencia y el debate público se hayan convertido en objetivos revolucionarios. Todo ello, en realidad, obliga a pensar en la necesidad de implicar a las ciudades en un gran movimiento social y político transnacional que permita plantear estas cuestiones en la propia esfera europea.

Recientemente, personalidades como el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis, la propia Konstantopolou, Jean-Luc Melanchon, Oskar Lafontaine y Stefano Fassina, lanzaron la necesidad de articular un plan B para Europa. Se trata de una propuesta en construcción, que debería enriquecerse con la aportación de movimientos sociales ecologistas, feministas y sindicales de ámbito continental. Pero supone una contribución relevante a lo que habría de ser un auténtico debate constituyente europeo, capaz de movilizar a la ciudadanía y a los pueblos contra la dictadura de la austeridad, contra el chantaje de los grandes bancos y a favor de una transición ecológica y de una refundación democrática de Europa que no pueden hacerse esperar.

*Gerardo Pisarello es primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona.

[Este artículo ha sido publicado en el número de enero de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]

Cómo superar la actual dictadura de la austeridad. Éste es uno de los principales debates europeos del momento. En Europa, en los Estados y, también, en los municipios. Estas administraciones, las primeras a las cuales suele acudir la ciudadanía cuando tiene problemas, han visto laminada su autonomía en el marco de la imposición de las políticas neoliberales: los endeudados y, también, los que tienen superávit, como es el caso de Barcelona. La ley Montoro ha limitado la capacidad de decisión de estos últimos municipios sobre cómo destinar este superávit y, sobre todo, cómo ponerlo al servicio de la ciudadanía. Frente a esto, el nuevo municipalismo está buscando y encontrando fórmulas para impugnar el espíritu de esta norma. Y debe avanzar, asimismo, de forma conjunta con la ciudadanía para intensificar el debate público sobre las políticas financieras. Porque frente a una política de austeridad que es fotofóbica, alérgica a la rendición de cuentas, la transparencia puede ser revolucionaria. 

Como es sabido, la obsesión por la eliminación del endeudamiento público y del déficit fue uno de principales caballos de batalla del neoliberalismo contra el keynesianismo a partir de la década de 1980. El Tratado de Maastricht la convirtió en uno de los pilares de la construcción de la eurozona. Para cumplir con los criterios de convergencia monetaria, los países del sur de Europa, además de impulsar privatizaciones, se vieron forzados a reducir de manera drástica salarios y gasto social. Como contrapartida, obtuvieron abundante acceso a crédito barato, básicamente de bancos alemanes.