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Pulso por el poder en Argelia
En diciembre de 2010, Gas Natural Fenosa anunció por sorpresa la incorporación como consejero independiente del expresidente del gobierno español Felipe González. Una noticia que creó controversia mediática por la polémica de las puertas giratorias, pero que en realidad ocultaba una razón más poderosa que quedó ensombrecida. Apenas cuatro meses antes, un tribunal de arbitraje francés había fallado en contra de la energética en el conflicto que desde 2007 mantenía con la compañía nacional de hidrocarburos argelina, Sonatrach, por discrepancias en la revisión de los precios del contrato de suministro de gas, y el dirigente socialista se perfilaba como la persona más adecuada para intentar paliar los efectos negativos de un laudo que obligaba a desembolsar 1.789 millones de dólares, ya que atesoraba una amplia experiencia en el barro argelino.
En 1985, como jefe del primer Ejecutivo socialista, intervino personalmente para solucionar un incumplimiento similar del contrato firmado en 1974 por el gobierno franquista. En aquella ocasión, Madrid accedió a conceder a Argelia créditos a bajo interés y Argel a comprar material bélico a España. Además, se acordó la construcción del llamado Gasoducto del Mediterráneo (Medgaz), convertido con el tiempo en el cordón umbilical de la industria española y en baza argelina frente a cualquier aprieto o negociación con Europa. Gestionada por Sonatrach, que posee un 36%, Cepsa, Iberdrola, Endesa y GDF Suez, la estratégica tubería es la única alternativa de Europa al grifo ruso y suministra el 54% del gas que se consume en España. Gas Natural Fenosa, que en 2018 amplió hasta 2030 su compromiso con Sonatrach es, por su parte, el primer proveedor de esta materia prima esencial.
Apenas unos meses después de la firma de ese acuerdo estratégico, Argelia se sumergió en una aguda crisis política, social y económica que apenas acapara focos de la actualidad pese a que sus consecuencias podrían ser nefastas para estabilidad económica de España -y por extensión de Europa-, y para la seguridad en la cuenca del Mediterráneo. El 22 de febrero, los argelinos observaron con estupor como varios cientos de jóvenes, la mayoría vinculados a grupos ultras del fútbol, salían a las plazas de la capital para protestar contra la candidatura a un quinto mandato consecutivo del consumido presidente Abdelaziz Bouteflika, devenido en un fantasma en el poder desde que en 2013 sufriera un agudo derrame cerebral que le postró en una silla de ruedas y le hurtó el habla. Hasta aquel día, en Argelia cualquier reunión callejera que concitara a más de una veintena de personas era rápida y a veces violentamente dispersada por las fuerzas especiales. Los jóvenes no solo lograron congregarse y gritar en libertad bajo la laxa actitud de los cuerpos de Seguridad aquel extraño viernes. Si no que pudieron repetir una semana después y ver como miles de ciudadanos aparcaban el miedo y se sumaban con la misma tranquilidad y entusiasmo a su marcha, en un movimiento masivo de catarsis popular fruto de un lustro de incertidumbre, represión, chantaje institucional, progresiva crisis económica y creciente injusticia social.
Parte de esa aparente dejadez del régimen comenzó a entenderse un mes después, con el convaleciente Bouteflika todavía ingresado en un hospital de Ginebra para uno de sus enigmáticos “chequeos de salud rutinarios”. Consciente de la dimensión que había adquirido el clamor popular, el ladino jefe del Ejército y viceministro de Defensa, Ahmed Gaïd Salah, decidió mudar su postura inicial y liderar al coro de voces críticas que exigían la aplicación del artículo 102 de la Constitución que permite inhabilitar al presidente por razones de salud. Acorralado y traicionado por una parte de la cúpula militar, el 3 de abril el núcleo duro del entorno de Bouteflika -liderado por su hermano, Said, verdadero poder en la sombra, los exprimeros ministros Ahmed Ouyahia y Abdelmalek Sellal, y el poderoso exjefe de los servicios secretos, general Mohamad Mediane Tawfik, enemigo de Gaïd Salah- concedió la renuncia del mandatario y buscó sobrevivir con la puesta en marcha del mecanismo constitucional de transición en un intento por abortar lo que a todas luces parecía un golpe de Estado encubierto. Apenas una semana después, el presidente del Senado y jefe del Estado interino, Abdelkader Bensalah, aplicó la ley y convocó presidenciales para el 4 de julio.
El ansiado paso atrás del hombre que todo el mundo intuía que ya no gobernaba no sirvió, sin embargo, para aplacar la ira popular. Espoleados por un hito histórico, los argelinos regresaron días después a las plazas para exigir la caída de todo el círculo corrupto de poder que parasitó en torno al mandatario, incluido el propio jefe del Ejército, designado por Bouteflika en 2004. Convertido en el hombre más poderoso del país, Gaïd Salah aprovechó entonces el golpe y la incertidumbre para denunciar un supuesto complot extranjero, impulsar una campaña de manos limpias y presentarse ante el pueblo como el adalid de la soñada renovación. Desde entonces, han sido encarcelados y acusados de corrupción empresarios próximos a la familia del mandatario como el multimillonario Ali Hadad, propietario del grupo mediático Djzair TV, con importantes inversiones en España, y varios miembros de la familia Kouninef, considerada mecenas de Bouteflika; opositores como la secretaria general del Partido de los Trabajadores, Louise Hanoun; altos mandos como el mismo general Tawfik, y los dos hombres que dirigieron el gobierno en la última década: Ouyahia -cuatro veces primer ministro- y Sellal. Una caza de brujas que ha revertido en contra del propio general, al que los manifestantes acusan de urdir una burda maniobra para proteger a sus socios y tratar de desvincularse de un régimen pervertido del que siempre ha sido pieza clave.
“No vamos a cejar hasta que todos se hayan ido, los argelinos nos merecemos un gobierno limpio que piense en el pueblo”, explica en su despacho de Argel el abogado y activista de los derechos humanos, Mustafa Bouchachi. Aunque el movimiento de protesta no tiene líderes visibles ni parece responder a la lógica de los partidos políticos, sino a un “espíritu popular festivo” en el que cada familia o colectivo actuaría de forma individual, lo cierto es que entre bambalinas se oculta un pulso por el poder y el control de la cresa cleptocracia argelina en el que pugnan con avieso sigilo una heterogénea casta de oligarcas y rasputines bajo la codiciosa y artera injerencia de Francia, antigua potencia colonial. Políticos como Abderrazak Makri, líder del Movimiento Social por la Paz (MPS), principal grupo de la oposición islamista tolerada, dirigentes anteriores al ascenso de Bouteflika como el exprimer ministro Ahmed Benbitour o el antiguo ministro de Comunicación y embajador de Argelia en España, Abdelaziz Rehabi, y un puñado de intelectuales independientes reunidos en la plataforma Mutawana (Ciudadanía), entre otros. “La meta es crear una Conferencia Nacional de la que salga un grupo de hombres íntegros, desligados del régimen, que enmiende la ley electoral y convoque unas elecciones verdaderamente libres”, explica uno de los inspiradores de la misteriosa organización, que prefiere no ser identificado. “No pararemos hasta lograrlo”, advierte.
Cuatro meses de tensiones después, ese riesgoso juego de tahúres comienza a perfilarse como una sólida amenaza para estabilidad del Mediterráneo, tanto en el plano político como en lo que respecta a la economía y la seguridad regional. Argelia zozobra en una preocupante irregularidad institucional que de momento contrarresta un Ejército solo en apariencia fuerte y cohesionado, al que el movimiento popular aún considera garante de la transición pese a desconfianza que genera su cúpula y la división que se atisba en su seno.
A principios de mayo, el Consejo Constitucional se vio obligado a suspender sine die las presidenciales después de que ninguno de los candidatos cumpliera con los requisitos para aspirar a la elección, una coyuntura no contemplada en la Carta Magna. A la incertidumbre política se agrega la parálisis económica, consecuencia de la reticencia del régimen a introducir en los últimos años un plan de reformas estructurales que recondujera su obsoleto sistema de tinte socialista plenamente dependiente del petróleo. Desde que en 2014 se desplomaran de forma abrupta los precios del crudo, el régimen argelino ha consumido más de la mitad de sus reservas de divisas -calculadas entonces en cerca de 180.000 millones de euros- en una estrategia fallida destinada a comprar la paz social, como hiciera durante las marchitadas primaveras árabes: convencido de que se trataba de una crisis coyuntural, le poivoir optó por mantener los costosos subsidios estatales a costa del tesoro público, descartando otras vías de financiación, como la deuda internacional, y obviando las transformaciones que exigía una país sin tejido industrial, condicionado por un sobredimensionado y empobrecido sector público, que importa la mayor parte de los productos que consume y cuya principal fuente de ingresos son el petróleo y el gas, productos que suponen el 95% de sus exportaciones. “El verdadero drama para los argelinos vendrá después, cuando el nuevo gobierno se vea obligado a imponer recortes y austeridad”, advierte un economista vinculado al Banco Mundial.
El tercer riesgo está ligado a la migración, la crisis climática y la seguridad en el área del Sahel, nueva frontera sur de la Unión Europea. Lindante con Mauritania, Mali, Níger, Libia y Túnez, a través de Argelia penetra una de las principales rutas de la emigración irregular a Europa. Llegada a la provincia central de Ouargla, allí se escinde en dos ramales: uno, tradicionalmente más activo, que se desvía a Libia, y otro que asciende hacia el norte de Marruecos. Un reparto que se ladeó hacia el oeste en 2018 después de que Italia blindara sus aguas y optara financiar la controvertida actividad de la turbia Guardia Costera libia.
Al flujo migratorio subsahariano -que según expertos internacionales se multiplicará la próxima década a causa del cambio en el clima- se añade el aumento gradual de la migración local. El coste del viaje -en torno a 4.500 euros- y la peligrosidad del mismo -en particular por las devoluciones en caliente- inducían hasta hace un año a la mayoría de los argelinos a buscar rutas alternativas a través de Libia o Marruecos. Sin embargo, 2018 fue testigo de incremento alarmante de los argelinos que eligieron la vía más directa, convirtiéndose en la segunda nacionalidad de los llegados a España. “Almería está a apenas 180 kilómetros de la costa argelina. Una sacudida el régimen, similar a la ocurrida en Libia, abocaría a España a una crisis migratoria sin precedentes”, advierte un informe de los servicios de Inteligencia españoles. Existen igualmente enorme preocupación por la fragilidad de la frontera sur, que linda con el área del Sahara en la se han consolidado nuevos grupos salafistas radicales de tendencia yihadista vinculados a organizaciones globales como el Estado Islámico o la red Al Qaida. El último cable de una bomba de relojería ausente del debate público europeo, pese a que hace tictac en el patio de atrás.
Javier Martín es corresponsal de la Agencia Efe en el Norte de África y autor de Estado Islámico, geopolítica del caos (Catarata).
[Este artículo ha sido publicado en el número 71 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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