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Alejandro Gálvez (experto sobre Israel y TPO en AI España)

5 de marzo de 2021 06:01 h

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Desde el inicio de las diferentes campañas de vacunación en todo el mundo, han surgido dos fenómenos que demuestran, bien la falta de solidaridad, bien el interés político, a la hora de acaparar la vacuna o de determinar cuánto se cede y a quién: el “nacionalismo de las vacunas” y la “diplomacia de las vacunas”. En el llamado “laboratorio del mundo”, ambos fenómenos son palpables.

Según numerosas declaraciones y resoluciones internacionales, y en definitiva, según el derecho internacional humanitario, tras la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel es una potencia ocupante en los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania. En dichos territorios, alrededor de 600.000 colonos israelíes viven en 256 asentamientos, incluido Jerusalén Este, que son considerados ilegales por el derecho internacional. Mientras que la población colona tiene pleno acceso a las vacunas, los 300.000 palestinos de Jerusalén Este, los cinco millones que viven en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania (muchos incluso como desplazados y refugiados) y, por supuesto, los refugiados palestinos en Siria, Líbano y Jordania, tienen un acceso nulo o muy limitado a la vacunación, por no hablar de otros derechos y libertades fundamentales.

Ante esta situación, la población palestina depende de mecanismos internacionales auspiciados por la ONU, como por ejemplo, el Fondo de Acceso Global para Vacunas Covid-19 (COVAX) o el Fondo Común de acceso a la tecnología de la COVID-19 para facilitar el intercambio de información protegida por patentes en la lucha contra el virus (C-TAP), así como de la solidaridad de terceros estados, para vacunar a su población.

Al ser la potencia ocupante, Israel se encuentra obligada, entre muchos otros, por el artículo 56 del IV Convenio de Ginebra; artículo que establece que “la potencia ocupante tiene el deber de asegurar y mantener, con la colaboración de las autoridades nacionales y locales, los establecimientos y los servicios médicos y hospitalarios, así como la sanidad y la higiene públicas en el territorio ocupado, en particular tomando y aplicando las medidas profilácticas y preventivas necesarias para combatir la propagación de enfermedades contagiosas y de epidemias”. En pocas palabras, Israel debe poner fin a sus políticas discriminatorias y eliminar todo obstáculo que impida a la población palestina acceder a la atención de la salud y recibirla, y por lo tanto, también a la vacuna contra la COVID-19. Además, estos acuerdos obligan a ambos actores a cooperar, especialmente en casos de epidemia (artículo 17) y la propia IV Convención, en su artículos 6 y 7, establece que ningún acuerdo especial entre las partes podrá perjudicar la situación de las personas protegidas.

No obstante, el Gobierno de Netanyahu alega que, tras los Acuerdos de Oslo de 1993, mediante los cuales la Autoridad Palestina obtuvo una jurisdicción limitada para sus territorios, son las propias autoridades palestinas quienes tienen la competencia exclusiva sobre su sistema sanitario.

Independientemente de todas estas lecturas, y aunque las alegaciones gubernamentales de Israel fuesen ciertas, la realidad es que las más de cinco décadas de ocupación israelí, unidas a más de diez años de bloqueo israelí por tierra, mar y aire en Gaza, y a las demoliciones ilegales israelíes de infraestructuras civiles palestinas en Cisjordania, algunas destinadas a fines sanitarios, han provocado que el sistema sanitario palestino se encuentre completamente colapsado.

Dicha alegación, además, choca con el reciente interés israelí en autorizar la vacunación de 120.000 palestinos residentes en Cisjordania. ¿Qué diferencia entonces a estos palestinos del resto? ¿Es una muestra de buena voluntad? Resulta que estos 120.000 palestinos tienen permisos para trabajar en Israel o en los asentamientos ilegales de los territorios ocupados. “El nacionalismo de las vacunas”.

Un reciente informe del Banco Mundial advierte de la necesidad de que las autoridades israelíes coordinen con las palestinas la financiación, adquisición y distribución de las vacunas contra la COVID-19. Sin embargo, el Gabinete del primer ministro israelí afirma que “no estamos en condiciones de ofrecer una ayuda de entidad mientras no hayamos finalizado nuestra propia campaña”. Esto no impide, sin embargo, que Israel ceda los excedentes de su vacunación a países aliados que se han comprometido a abrir oficinas diplomáticas en Jerusalén, como Honduras, Guatemala o la República Checa. Israel considera Jerusalén como su capital exclusiva, aunque los palestinos esperan que la zona Este, ocupada militarmente por Israel, sea la sede de la administración de su Estado. “La diplomacia de las vacunas”.

Israel debe cumplir con sus obligaciones, en virtud del derecho internacional humanitario, como potencia ocupante. A pesar de sus declaraciones, tiene la obligación y los medios para hacerlo”

Desgraciadamente, el nacionalismo y la diplomacia de las vacunas no son fenómenos que tengan lugar exclusivamente en Israel. Los países del G-7 (Canadá, Alemania, Francia, Italia, Reino Unido, EE.UU. y Japón) han comprado el 51% del suministro de vacunas del mundo, a pesar de representar solo al 13% de la población mundial, lo que significa que más de la mitad de las dosis mundiales de la vacuna se han suministrado en estos países, mientras que en más de 100 no se ha suministrado ninguna. Más concretamente, según la OMS y UNICEF, alrededor de tres cuartas partes de las 128 millones de dosis suministradas a 10 de febrero habrían llegado a 10 países desarrollados. Los grandes acuerdos bilaterales para la adquisición y distribución de las vacunas, acuerdos en ocasiones tremendamente opacos, de las grandes potencias están igualmente afectando al ya citado COVAX, que apuesta por un acceso más multilateral, justo y equitativo, con la intención de aunar la demanda mundial y distribuir 2.000 millones de dosis para el final de 2021. Los grandes acuerdos bilaterales entre primeras potencias y empresas crean una estructura paralela de adquisición que permite a los países más ricos aprovechar la disponibilidad mundial por diferentes fuentes, poniendo en peligro la eficacia del COVAX como mecanismo de fomento de acceso mundial a las vacunas.

Como se afirma en la guía sobre derechos humanos sobre las vacunas contra la COVID-19, Estados y empresas deben colaborar y aplicar políticas para garantizar la disponibilidad, accesibilidad y asequibilidad de los productos sanitarios contra la COVID-19 para todas las personas, así como eliminar posibles obstáculos que impidan el desarrollo de vacunas, incluidos derechos de propiedad intelectual, y conceder licencias no exclusivas para dichos productos. Y es que en la carrera para la vacuna contra la COVID-19, la victoria o la derrota no llegará mediante la diplomacia o el nacionalismo de las vacunas. Llegará mediante la solidaridad de todos; ganaremos o perderemos juntos.

Desde el inicio de las diferentes campañas de vacunación en todo el mundo, han surgido dos fenómenos que demuestran, bien la falta de solidaridad, bien el interés político, a la hora de acaparar la vacuna o de determinar cuánto se cede y a quién: el “nacionalismo de las vacunas” y la “diplomacia de las vacunas”. En el llamado “laboratorio del mundo”, ambos fenómenos son palpables.

Según numerosas declaraciones y resoluciones internacionales, y en definitiva, según el derecho internacional humanitario, tras la Guerra de los Seis Días de 1967, Israel es una potencia ocupante en los territorios palestinos de Gaza y Cisjordania. En dichos territorios, alrededor de 600.000 colonos israelíes viven en 256 asentamientos, incluido Jerusalén Este, que son considerados ilegales por el derecho internacional. Mientras que la población colona tiene pleno acceso a las vacunas, los 300.000 palestinos de Jerusalén Este, los cinco millones que viven en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania (muchos incluso como desplazados y refugiados) y, por supuesto, los refugiados palestinos en Siria, Líbano y Jordania, tienen un acceso nulo o muy limitado a la vacunación, por no hablar de otros derechos y libertades fundamentales.