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Juan Peña 'El Lebrijano' revive en la garganta poderosa de José Valencia

José Valencia

Amalia Bulnes

Sabía lo que se hacía Juan Peña 'El Lebrijano', una de las más grandes figuras del cante de la segunda mitad del siglo XX, cuando eligió a José Valencia como protagonista de un espectáculo que concibió aún vivo pero que, como si de una broma macabra se tratara, tuvimos presenciar anoche en Sevilla sin su estampa rubia y gitana.

'De Sevilla a Cádiz (1969-2016)' pretendía ser un repaso a uno de los trabajos discográficos clave en la trayectoria del Lebrijano, bajo su dirección y en la voz de uno de sus discípulos predilectos, pero se convirtió la noche del domingo en el Lope de Vega, dos meses después de su muerte, en un homenaje y, aún más, en una ceremonia de coronación: la del joven Valencia como sucesor de una estirpe flamenca sin parangón. En este cantaor de cualidades superlativas se han reunido los Peña y los Perrate, los Bacán, las sagas cantaoras más ilustres de Lebrija, ese trocito de tierra entre Sevilla y Cádiz, donde la Marisma del Guadalquivir es morada de flamencos desde tiempos inmemoriales.

Nos pareció estar viendo, y a veces hasta escuchando, al Lebrijano a lo largo de todo el concierto. Un recital por derecho, sobrio, elegante y cargado de profundidad -en las luces, en el magnífico audiovisual con una vista aérea de Lebrija tan lírica como magnética…-, tan serio como indefectiblemente jondo. Desde el principio, cuando entró José Valencia en escena con unos romances que le bailó Pastora Galván descalza, más gitana que nunca, haciendo que su compostura canastera mareara al espectador y lo metiera de lleno en el espectáculo.

Por soleá y tientos tangos

A cada cante, José Valencia se iba rasgando el alma, pareciendo que iba a ser el último; que tanta potencia no podía estar seguida de otro cante igual de profundo, de trascendente, pero sí. Continuó por soleá y estuvo sublime por tientos, rematados en unos tangos donde la presencia de Juan Peña 'El Lebrijano' parecía estar invocada en cada gesto, en cada letra. Qué conmoción más absoluta. Ahí parecíamos echar en falta de nuevo a Pastora Galván… Pero de repente apareció ella, vestida de blanco, guapa a rabiar, a mover la bata de cola por alegrías con tanta enjundia como frescura.

En ese alivio para José Valencia –a Pastora le cantaron las tres voces del coro-, pudo coger las fuerzas necesarias para cantar unas seguiriyas que dolían en cada letra de pena y muerte, quizás el momento cumbre de la noche, con el público mudo en el patio de butacas. En fin, el resto es repetirse porque también brilló por bulerías, con la voz sobrada de potencia y muchas ganas, y se dio en todo lo que hizo, concentrado pero disfrutón, cantando con todo el cuerpo, acordándose del maestro con solemnidad pero sin tono lastimero.

Acabó el homenaje con el foco puesto sobre una silla vacía. Una silla en la que ya puede sentarse José Valencia, porque seguro que El Lebrijano bendijo cada segundo de esa actuación.

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