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Sobre este blog

ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

Recaredo, 1984

Alejandro P. V.

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Sobre este blog

ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

El día de Navidad mi madre sacó un cajón lleno de fotografías, que colocó sobre la mesa del salón. Entre nosotros, las tazas de té humeaban cuando decidimos abrirlo. Las imágenes estaban ordenadas por carretes, e iban desde principios de los 80 a mediados de los 90: vacaciones, fiestas y celebraciones, vida cotidiana... De entre todos, uno, archivado bajo el título Recaredo, 1984, atrajo mi atención de manera especial. Se trataba de una serie de fotografías en blanco y negro. Comencé a pasar las imágenes entre mis manos, con tímida curiosidad, y ante mí aparecieron los rincones del apartamento en el que vivimos, siendo yo niño, en el número 37 de esa calle de Sevilla: la entrada, el larguísimo pasillo, el salón y la cocina, los balcones...

Yo recordaba vagamente aquel piso, si bien no lograba verme a mí mismo en su interior, ni mucho menos situar el momento cuando el obturador de la cámara me había capturado en el tiempo. Sin embargo allí estaba, en algunas de las fotografías, un niño flaco y de grandes rizos castaños, jugando en su habitación. Este eres tú, decían, y me resultó extraño que ellas conservaran la memoria mejor que mi propio recuerdo. A veces creía reconocer un detalle, una prenda de ropa vistiendo mi cuerpo, un mueble, un objeto sobre una estantería. Entonces un destello brillaba en mis ojos y mi madre, iluminada por una sonrisa, me preguntaba ¿te acuerdas?, como quien espera noticias de alguien muy querido. Yo no sabía qué responder.

Cuanto más hacía desfilar las imágenes, más borrosos se volvían aquellos chispazos de reconocimiento. Hasta que una evidencia, simple como una brizna de hierba, se abrió paso en mi entendimiento. Me di cuenta de que era poco probable que recordara aquella remota época de mi existencia. Sabía que había vivido en el apartamento de la calle Recaredo, pero dicha certeza carecía de raíces en la memoria. Lo que identificaba no eran instantes de mi niñez (yo en mi habitación, comiendo en aquella cocina), eran las propias fotografías, que había visto por última vez, igualmente, mucho tiempo atrás. La realidad se había hundido en el pozo del recuerdo, sobre cuya agua flotaba ahora su copia impresa en papel.