Día 1 en estado de alarma: azoteas y cumplimiento
“Hoy no hemos matado a los niños”. Lo dice mi vecino con guasa, que se ha asomado a su azotea para regar las plantas. Le entiendo perfectamente. En Andalucía llevamos, supuestamente, tres días de confinamiento pero este es el primero en estado de alerta, tras el decreto del Gobierno de España. Y digo supuestamente porque el viernes y el sábado, aunque se notó menos gente en la calle, haber había: haciendo la consabida compra en el supermercado al lado de mi casa, y el Vizcaíno, bar abarrotado de diario, contaba menos parroquianos. Este domingo, nada. En mi calle, silencio. Alguna con una bolsa de la compra. Alguno que ha salido a tirar la basura a última hora. Las caras nos las hemos visto unos pocos desde las azoteas, donde colgar la ropa se ha convertido en una actividad liberadora, y donde hay sitio, con el cielo sobre nuestras cabezas, hasta para saltar a la comba. Aunque la sensación desde esta ventana, en una vía pequeña cerca de San Luis, es de cumplimiento. La ciudadanía parece que sí, que nos hemos enterado. (La ventana de Lucre)
(Así lo ha visto Ana) En Arjona, un pueblo de Jaén de poco más de 5.000 habitantes, las calles están vacías y solo se oyen los pájaros. Una persona pasea el perro y se ve pasar algún que otro coche. Durante la mañana pocos han salido a comprar el pan, y no se ven niños, tampoco los que saldrían en busca de la cerveza. Hoy la media docena de bares de la localidad están cerrados. Tras el anuncio de Pedro Sánchez, la Policía Municipal llegó al último abierto el sábado por la noche y mandó a cada uno a su casa.
Eso sí, también el sábado, todo fueron colas: en la panadería no se permitían más de tres personas; en el supermercado, el pollo estaba agotado porque además habían llegado de otros municipios a comprarlo, y también había colas en las tiendas de barrio, donde no se habla de otra cosa. Este domingo, las calles se han quedado vacías y sólo se escucha un coche que, a todo volumen, pone marchas de Semana Santa. Se acaba de saber que se suspenden todas las procesiones, también en Jaén.
(Luis se ha asomado al barrio sevillano de Nervión) En un barrio como el mío, tan próximo al estadio de Sevilla F.C., sorprende el silencio en esta mañana de domingo tan acostumbrada al bullicio del ir y venir de aficionados los días de partido. Un silencio solo interrumpido por el canto de un mirlo desde el alféizar de un balcón cercano. En la lejanía de la avenida, alguna moto se oye pasar apurada. En la azotea de enfrente una mujer barre con desgana, se para y se asoma, tienen pinta de que más por disfrutar del sol y del olor del azahar que por otra cosa. En un banquito chiquitito, mi mujer aprovecha el rato apañando las macetas.
(Desde su ventana de Málaga, Néstor) Dos rider paran sus motos para guardarse de una lluvia fina. Tendrán unos 50 años, y uno de ellos arrastra un inconfundible acento argentino. Se cuentan la mañana, tres minutos de tú cómo lo llevas. Mientras, alguien en la acera de enfrente abre un contenedor de basura: nada. Tras unos minutos en silencio, los rider retoman la charla: “Dicen que el calor puede ser bueno, pero esta lluvia… no nos favorece”. Y se apoyan contra la pared. También en esta calle alguien que paseaba con su perro ha pensado que el coronavirus no da bula para ser un guarro y que el civismo es todavía más necesario. El problema es que a veces las cosas no salen según lo previsto, y el perro andaba flojo de vientre. Con buena intención, el hombre ha vaciado una botella de agua para disimular el estropicio. A las 12 del mediodía un vecino ha decidido apuntar su equipo de sonido al patio interior y hacer sonar el himno de España. En el jardín todavía se respira una sensación de cierta seguridad, al menos hasta el sábado: un hombre hizo estiramientos al sol y algunos padres bajaron con los niños. ¿Afectan las restricciones de movimiento al patio de una comunidad de propietarios? Algo sí: cada niño juega con su pelota.
(Fermín desde Gerena se ha asomado a su ventana) Vivir en un pueblo pequeño y en una casa a pie de avenida te da una perspectiva distinta de lo que pasa. El olor del enorme naranjo mitiga un poco la espera en el salón. Por la calle casi solo ha pasado el panadero, pitando para que la gente salga a su encuentro, algunos vecinos despistados buscando las puertas abiertas de una churrería cerrada y un ciclista pensando que la norma de no salir no va con él. Aún así, no es que la calle esté como un día de agosto, es como si fuese de día en una madrugada de agosto.
(María tiene una vista privilegiada a la calle Feria de Sevilla). Desde la vista de cuatro ventanas entre las bulliciosas Alameda de Hércules y calle Feria, se mide bien el pulso de una ciudad que se resiste a la restricción de movimientos. Pero el habitual trasiego de una mañana de domingo con primavera adelantada se ha convertido de golpe en el de las pocas almas que se aventuran a la calle un agosto a las tres de la tarde. Se nota en lo que no se oye: el tráfico y el vocerío de los veladores de una esquina que concentra ocho bares y restaurantes. Y en lo que se oye: la niña que riñe desde el balcón a los que pasean sin perro ni bolsa o carro de la compra. Que las normas se le han quedado a ella muy claras. Está abierto el desavío, que puede, pero solo una pareja -con perro- se detiene a tomarse el botellín en la puerta, mientras enfrente el bar -que ha dado a los vecinos un respiro de follón hasta altas horas de la madrugada- explota su licencia de venta de comida a domicilio como atestigua el paulatino goteo de riders. Dos hombres de cierta edad se toman unas latas a las puertas al lado de otro de los bares, cerrado a cal y canto. Eso sin, con bolsa de la compra en mano. Retrasan el retorno a casa.
(En Jerez se ha asomado a la ventana Francisco). En Jerez de la Frontera la calma es la nota predominante. Están abiertos los establecimientos de alimentación que suelen hacerlo todos los domingos, pero las calles están desiertas exceptuando algunos viandantes que paseaban a sus perros. Si en la noche del sábado sonaban los aplausos en los balcones para premiar la labor del personal sanitario, este domingo el silencio se apoderaba de unas calles con un tránsito mínimo de vehículos. He hablado con familia de Cádiz y me dicen que han estado patrullando vehículos policiales para avisar a los ciudadanos que estaban paseando por la playa. “No están de vacaciones, estamos en estado de alarma”.
(Juanjo se ha asomado en Cádiz) Un gran silencio hace un gran ruido. Este conocido proverbio africano tomaba cuerpo, hacia las 14 horas de este domingo, en la céntrica calle de San Francisco, en Cádiz. Como si una bomba de neutrones hubiera caído sobre la ciudad, cruzaban si acaso los fantasmas de las beatas acudiendo a misas imposibles, los de las familias de punta en blanco de paseo dominical, los de los curiosos que no podían darse un garbeo por el mercadillo de la Plaza de las Flores. Ni un alma, aunque a lo largo de la mañana no faltaran viandantes que paseaban a sus mascotas o portaban bolsas de compra: otros eran abordados por la policía y tuvieron que declarar que iban al súper, al banco o, menos probable en domingo, a la peluquería. Bajo el dintel de sus comercios, los empleados de los desavíos aguardaban la llegada de algún esporádico cliente.
El día anterior, el paisaje ya semidesértico hizo visibles a los invisibles: a los nadie, a los últimos sin techo que no tenían albergue a mano o preferían seguir a la intemperie y la autoridad competente les proporcionara un refugio más duradero que el habitualmente limitado por cuatro noches. Al músico de jazz Javier Galiana lo encontré a mediodía del sábado apurando en un banco público su última cerveza: “Toda mi vida he sido un irresponsable, pero me acabo la birra y me meto en casa”. Y Jesús Bienvenido, comparsista, cantautor y compositor de rumbo, recién salido del Supersol: “He ido a comprar un gel y he hecho una cola de dos horas”.
A media tarde, no faltaron muchos gaditanos que se sumaran a los tres mil espectadores que registró el concierto on line de Javier Ruibal, a través de Facebook e Instagram y aislado en su casa de Madrid: “Cuando he acabado de cantar me he puesto a llorar a lágrima viva. Qué emocionantes los mensajes que iba recibiendo”, contaba al otro lado del hilo telefónico.
A las diez de la noche, se abrieron los balcones para aplaudir a los sanitarios --desde los servicios de limpieza a la alta cirugía--: alguien gritó dos veces viva España, pero nadie le secundó, aunque no faltara un rasgo de patriotismo local porque las palmas sonaban por tanguillos. Un gran y hermoso ruido que precedió al gran silencio.
(La Granada de la ventana de Álvaro no se acostumbra a la alarma) La felicidad de un perro paseando por la calle contrastaba con el gesto a medio camino entre la culpa y el alivio de su dueño, dejando claro que este domingo no era un día más en Granada. Los vecinos, parapetados en su incredulidad, se asoman cuando quieren sentirse de nuevo al abrigo de la libertad y se esconden temiendo que alguien les vea flojear. Lo único que parece mantenerse con ese aroma a lugar de siempre es el asfalto por el que siguen circulando coches que ahora no van a ninguna parte. La escapada clandestina del padre que va a comprar el pan como jugando a ser contrabandista de sus ganas de volver a la cotidianeidad. Granada aún no se está acostumbrando al estado de alarma.
(Alejandro no tiene ventana pero tiene patio) “¡Lávate las manos!”. La recomendación inicia una disputa en la cocina de unos vecinos. Es el tercer día de confinamiento doméstico, y el primero en estado de alarma, y el patio de vecinos va mutando. Desde el viernes, una señora tose. ¿Asma, alergia, el bicho? Cuando cae la noche, se le oye con claridad. Me agobia no saber quién es. Si está sola, acompañada, si conoce su diagnóstico, si alguien la cuida. Durante el día, Oliva, de dos años, sale a jugar al patio. En su pequeño mundo, el jardín es un vergel casi bíblico donde permanece ajena a lo que ocurre. Oigo reír a mis vecinos favoritos, unos mellizos de cuatro años. Adoro su despreocupación.
(Tampoco Ángela, pero ha salido a su azotea) Desde mi azotea se escuchan solamente ladridos de los perros, aquí y allá, entre las calles desiertas, como las toses en un silencioso patio de butacas. Cuando he subido a recoger la ropa tendida, veo más allá a una madre y su hijo, que regresaban de la colada caminando despacio, observando la ciudad desde arriba, dando un gran rodeo para alargar todo lo posible el paseo al sol antes de volver a casa. Por suerte, es una azotea enorme. “Esto es casi como estar en el campo”, me ha gritado desde el otro extremo de la terraza mi vecino José, 80 años, quien como justificándose me explica que ha subido para inspeccionar las instalaciones. “Fui mucho tiempo presidente de la comunidad, sabe usted”. Dice que el coronavirus lo han inventado las mujeres: “La prueba es que han cerrado el fútbol y los bares y sin embargo siguen abiertas las peluquerías”. El chiste es malísimo, y en tiempos del #metoo, fuera de época. Pero nos reímos igual. Es la primera persona con la que hablo cara a cara en todo el día.
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