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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Día 58 en estado de alarma: fase 1

Bares de Sevilla el primer día de la fase 1

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Día 1 de la fase 1: lo único que noto de diferente es que han reabierto varios bares. Donde vivo, puedo ver y contar 20 con solo moverme 300 metros, y este lunes han levantado la persiana cinco: uno de cada cuatro. Como este lunes también se permitían los encuentros con un máximo de 10 personas, hemos tenido encendidas discusiones sobre cuántos podíamos estar sentados en torno a una mesa en una terraza.

BOE en mano, tampoco nos hemos puesto de acuerdo porque dice que “la ocupación máxima será de 10 personas por mesa o agrupación de mesas”, pero siempre con “la distancia mínima de seguridad interpersonal”, o sea, dos metros entre cada uno, siempre entendiendo que se refiere a los que se denominan “no convivientes”, condición que cumplíamos los inmersos en esta charla. Primera conclusión: en la mesa típica de las terrazas de un bar no cabemos ni dos.

Mi amigo David Benavides, a quien le gusta que le planteé problemas, ha hecho el cálculo de cómo podríamos sentarnos 10 personas en un velador. Las más comunes de estas mesas tienen 0,36 metros cuadrados, por lo que se pondrían en disposiciones parecidas a las de las figuras de abajo y siempre usando 10, una por persona, para guardar esos dos metros de rigor. Si aplica la fórmula del decágono, la agrupación de mesas sólo para ese grupo ocuparía 30 metros cuadrados. Si usa la disposición del rectángulo, dos de lado por ocho de largo, se comería 18 metros cuadrados de la acera, plaza o bulevar.

Desembocan en el absurdo, y eso que son cuentas fáciles. Lo difícil es el cálculo del equilibrio en la conducta. Porque la distancia social no son los dos metros que nos recomiendan para contener el coronavirus. Esa es la distancia física. La distancia social es mucho más inmensa y es la que nos hace olvidar que somos una plaga, somos depredadores, somos nocivos, y que solo con vivir como lo hacemos, con y sin mascarilla, estamos poniendo en riesgo a otros seres humanos, quizá en la otra punta del planeta. (La ventana de Olga)

Todo normal

Hoy ha sido mi primer día de casi normalidad total desde que se decretara el estado de alarma. Si hubiera estado dos meses en coma o en un planeta muy, muy lejano y acabara de llegar a la tierra, casi no me habría dado cuenta de que acabamos de estrenar la fase 1. Porque, después de casi 60 días, la calle presentaba un aspecto normal, con los dos talleres mecánicos abiertos, la peluquería y el bar de la esquina.

He vuelto a coger el coche (es curioso ver como volvemos a disfrutar de algo tan cotidiano) y he ido hasta el polígono carretera Amarilla a recoger unos cristales que había encargado para una vitrina. Lo más sorprendente, quizás, no ha sido la mascarilla de la recepcionista y la mía propia, si no que hubiera sitio para aparcar en la misma puerta y me atendieran en el acto.

Más tarde, he ido caminando hasta un bar en la Gran Plaza, cerca de mi casa, para comprar caracoles, ya que venía mi hija a comer y nos apetecía hacer un poco de fiesta. Gente por la calle, andando de un sitio a otro, y los veladores llenos de parroquianos tomando cervezas y charlando animadamente. Alguna que otra mascarilla, más bien pocas, que casi podríamos pensar más en algún caso de alergia que en alarma por coronavirus. Pensé que la gente iba a tener más miedo para incorporarse a esta nueva normalidad, pero está claro que había ganas de normalidad de la antigua. Sorprende lo animadas que estaban la calle y las terrazas para ser lunes a mediodía.

Finalmente, después de casi dos meses, hoy he podido por fin acceder al puerto del Náutico donde tengo amarrado el Capitán Haddock, que había dejado a mitad de obra cuando llegó el estado de alarma. Temía encontrarme mucha agua después de tantos días y tanto chaparrón. Afortunadamente, no ha sido grave, y me ha resultado maravilloso volver a bajar a la cabina y reencontrarme con mi viejo amigo. Me he puesto contento, casi eufórico, trasteando aquí y allá, pensando que puede que no falte mucho para largar amarras. ¡Crucemos los dedos! (La ventana de Luis)

Complot felino

Fase 1. Por fin puedo visitar a mis padres. Cuando llego a su casa, me encuentro un auténtico complot: han adoptado una gata. Y, como buen felino, en apenas un par de meses de cuarentena, la gata se ha hecho dueña y señora del chalet. Se pasea a sus anchas por el patio, entra en la casa cuando le pica el hambre y le hace arrumacos a toda la familia. Bueno, a toda la familia, no… porque mi padre es el objeto del complot.

La gata tiene por costumbre llegar a mediodía. Por lo visto, es la animadora de las sobremesas. O eso me ha parecido a mí al ver el espectáculo circense que se ha montado alrededor de la mesa para que mi padre no se dé cuenta de que Cosita (así le han puesto a la pobre gata) ha hecho acto de aparición.

De pronto, mi hermano tiene mucha prisa por contarle algo a mi padre y mi madre hace grandes aspavientos, mientras mi hermana coge el bicho en brazos y se lo lleva a la otra punta de la casa. Yo observo divertido el espectáculo, mientras pienso que sí, que estos meses nos habremos perdido algunas cosas, pero que también hemos ganado otras. En mi caso, una siesta sobre el césped, con un gato desconocido. Tengo la sospecha de que mi padre hace la vista gorda, pero de lo que no me cabe la menor duda es de que es la gata la que ha adoptado a mi familia. Y de que yo entro en el pack. (La ventana de Alejandro)

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