Cuando era pequeño y mi padre volvía a casa del trabajo por las tardes, siempre le esperaba mi madre arreglada “para ir a estirar las piernas”, expresión que entonces no comprendía mucho y me hacía gracia. Pero el caso es que procuraban no saltárselo ningún día. Después, de mayor, comprendí que era el momento que tenían para estar ellos dos solos, su momento de tranquilidad, y la posibilidad de compartir cierta intimidad, teniendo en cuenta que en casa éramos siete hermanos.
Ya sé que no se trata de nada genético, pero el caso es que en mi casa a todos los hermanos nos gusta ir a estirar las piernas y desde que hace unos días nos abrieron las puertas no he faltado ninguna tarde.
Sin embargo, tengo amigos que no quieren salir. Unos por miedo, otros porque les resulta marciano ir por la calle con mascarillas, separados y sin un bar o una cafetería donde pararse a descansar, a charlar. Andar por andar, para mucha gente no es interesante. Para mí tampoco, por eso les propongo que no anden, sino que estiren las piernas. (La ventana de Luis)
Masa, tomate y queso
Cincuenta días sin tomar pizza. La fase cero de la desescalada me anima a pedir uno de mis platos italianos favoritos. Nuestra pizzería, El Nómada, no está abierta, pero mi amiga Olga me recomienda una.
Son las diez y media de la noche y, al pisar la calle, me agrada el frescor de noche primaveral, pero siento un temor totalmente infundado. ¿Es la luz? ¿Son las calles vacías? ¿O será más bien la falta de costumbre? Al llegar a la pizzería, espero mi turno fuera del local. A mi lado, un grupo de repartidores, que ronda la treintena y trabaja para esas grandes empresas que les exprimen hasta la última gota, charla animadamente. Pocos minutos después, llega un nuevo repartidor.
Asisto atónito a una liturgia, que a mí se me antoja eterna, en la que pulgares, índices, corazones, meñiques, anulares y palmas se contorsionan entre saludos y apretones de mano. Un akelarre de gérmenes donde cada centímetro de piel queda bien manoseado.
Lo confieso: se me corta el cuerpo y me entran ganas de dejar la pizza plantada. Cuando el pizzero me entrega las dos cajas, se me ha quitado el antojo, no tengo hambre y lo único que me apetece es quedarme en casa hasta el año que viene. ¿Me da usted permiso, señor presidente? Ya me hago yo las pizzas en casa. (La ventana de Alejandro)
La ciudad de los niños
El pedagogo Tonucci siempre habla de pensar la ciudad para los niños. Y ahora que no hay coches, que una parte del mundo se ha vuelto peatonal a la fuerza, ahora que hay espacio, no todos los niños quieren salir a la calle. “Salir no es obligatorio, mamá”. Todo el mundo queriendo salir como toro en los toriles y mis hijas no tienen ganas. Una se animó el primer día. Otra, otro rato al día siguiente. Pero “mamá, no quiero salir”. Creo que el asunto es el para qué. Para qué voy a salir si no puedo ir a jugar con mis amigos. Para qué voy a vagar sin rumbo. Y con todos los avíos: máscara, guantes...
Nos hemos cruzado con otros compañeros y compañeras pero he llegado a la conclusión de que los niños entre 8 y doce años no saben hablar a dos metros de distancia. No como yo, que me paro con alguien y parece que llevo sin conversar una década. Me entra la duda de si les habremos transmitido algo de miedo, susto. O si es otra cosa, sencillo desinterés por lo que hay fuera hasta que esté preparado para que la infancia vuelva a campar a sus anchas. Para que, como dice Tonucci, la ciudad sea de los niños. Aún así, reconozco que hoy las he obligado a dar un paseo porque esperar está bien, pero los espacios también se pueden conquistar y me gustaría que fueran los niños quiénes lo hiceran. (La ventana de Lucre)