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Sor Feminismo

Monja

Clara Grima

Haber nacido en un pueblo de la Andalucía profunda a comienzo de los 70 tiene muchísimas ventajas y algún pequeño inconveniente; por ejemplo, el haber recibido una educación con marcado carácter religioso. En mi caso y en el de mis hermanos más por inercia que por otra cosa puesto que mis padres ni eran muy creyentes ni muy practicantes: tenían seis hijos y mucho que trabajar.

Pero sí, me criaron en la fe católica y en el miedo que esta nos imponía: miedo a hacer algo mal que te condenara al más crudo de los infiernos. Es la baza con la que cuenta esta gente para conseguir tantos seguidores. Así que sufrí, como muchos de ustedes quizás, los terribles pellizcos de monja, esos que, con la más sádica de las sonrisas, te daban estas señoras mientras te retorcían la piel del brazo para avisarte de que estabas pecando.

En mi colegio, público, no había monjas de hábito pero sí eficientes guardianas de la moralidad con grandes crucifijos sobres sus vírgenes pechos. Como aquella cuyo nombre no quiero recordar, que me soltó su pellizco de monja por ir, con once años, con un vestido de tirantes a clase un día de verano sevillano mientras se asombraba de que no me diera vergüenza mostrar mis hombros gorditos y redonditos provocando con ello la lujuria de mis compañeros. Todos de mi edad, por cierto.

La misma que me llevó a la dirección para gritarme que había perdido el respeto de todos mis compañeros por haberme manchado mi pantalón amarillo y la silla de sangre en una de mis primeras menstruaciones. Yo vivía con miedo. Miedo a pecar, a que se me moviese la puta compresa que era enorme por aquella época. Miedo a que, como me contó un catequista que me preparaba para la confirmación cuando empezaba a dudar del chiringuito y le dije que eso del infierno con fuego era un rollo, el infierno fuese pasar a otra dimensión para descubrir que tu familia se olvidaba de ti y tus mejores amigas se reían de ti contándole a todo el mundo tus secretos. Tenía doce años. Y mucho miedo. Afortunadamente, cuando tenía dieciséis años uno de los mejores profesores que he tenido, Antonio Hurtado, planteó un par de preguntas acertadas sobre eso de la fe en la clase de filosofía y abrí los ojos. Y me liberé del miedo. Del miedo al pecado y a los pellizcos de monja.

¿Por qué les cuento hoy todo esto? No espero frases que me sirvan de terapia, gracias, está más que superado. Ay, ojalá me importase ahora algo de eso... Se lo cuento porque he descubierto esta mañana que vuelvo a sentir, en algún sentido, ese miedo al pellizco de monja por no ser lo suficientemente feminista. Porque siento que en internet, en general, y en las redes sociales, en particular, existe una congregación de 'monjas' que se dedican a pontificar sobre qué es y qué no es lo que debemos hacer las mujeres para no caer en el infierno del machismo. Sí, como un valenciano frente a alguien que cocina una paella (es un chiste para desdramatizar, no tengo nada en contra de los valencianos. Yo tengo amigos valencianos).

¿Cómo sentarnos en el metro?

No es solo una, son muchas, pero en los últimos tiempos, al menos en mi entorno de redes sociales, la que se gana el puesto de madre superiora del convento es una a la que yo llamo Sor Feminismo. Si no saben quién es tampoco se pierden nada, créanme. Pues bien, los pellizcos y el paternalismo de esta hermana y sus acólitas consiguen, a veces, que muchas personas midan sus palabras y sus hechos hasta lo absurdo por no ser tachadas de machistas. Todos los hombres son, según su misal, violentos maltratadores en potencia. Coño, si es que pretenden hasta enseñarnos a sentarnos en el metro como nos enseñaban a sentarnos en misa.

A veces, muchas, pienso que, en realidad, tras este personaje se esconde el más recalcitrante de los machistas y que lo que se propone es, en realidad, dinamitar desde dentro el más que necesario movimiento en pro de la igualdad. O, es la otra opción, ha encontrado un filón y se está forrando escribiendo panfletos 'feministas'. Esta última es bastante creíble.

A ver, que hay aún mucho machismo en la sociedad es más que evidente. Que hay que fomentar campañas y cambios de hábitos para ir convergiendo a la igualdad entre sexos también. Y legislar consecuentemente para acelerar el proceso, claro. Que necesitamos urgentemente la implicación de las administraciones para conseguir la conciliación laboral y poder ser madres sin que nos castiguen profesionalmente por ello está más que claro. Que hay que eliminar el sexismo de las televisiones y de los catálogos de juguetes también. Que nos queda mucho trabajo (y se destina poco dinero) para erradicar el cáncer de la violencia de género lo sabemos todos. Y así, existe una lista casi infinita de reivindicaciones que son necesarias para que no exista la brecha de género.

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Somos muchos los que estamos tratando de aportar nuestro granito de arena en esta lucha, sin pontificar, sin atacar a los hombres en conjunto, sin dar pellizcos de monja a los que no piensan como nosotros. Porque no creo que este sea el camino, en serio. Ver machismo en cualquier gesto nimio de la sociedad me recuerda mucho aquel cuento de Pedro y el lobo. Es así. Los indecisos terminan por cansarse de estas pataletas (y de que los metan a todos en el mismo saco) y se vuelven a lo suyo; no estarán cuando llegue algún lobo.

Mi amiga Mamen se enfada conmigo cuando le digo que yo no soy feminista porque no puedo odiar a los hombres, porque hay muchos hombres importantes en mi vida, porque me gusta que un compañero me invite a café, porque algunos piropos en la calle me hacen sonreír y andar a saltitos, porque no quiero pasar por delante de un colega con más méritos que yo solo por ser mujer, porque, cuando les doy un beso de buenas noches, no puedo ni quiero pensar que alguno de mis dos hijos, varones los dos, pueda llegar a ser una copa de champán envenenada. Ella siempre me responde lo mismo: “Clarita, lo de esa gente no es feminismo”. Y tiene toda la razón.

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