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Una bandera para Manolo Sanlúcar
No había banderas andaluzas en Sanlúcar de Barrameda. Me lo contó Paco Casero en el funeral por Manolo, donde tampoco hubo palabras propias para el genio de la guitarra, aunque sí aplausos y gritos ante su féretro: “Eterno”, “Para siempre”, exclamaba un deudo como si le fuera en ello la vida o la muerte.
Pero no había verdiblancas. Envolvieron el ataúd, eso sí, en la hermosa bandera sanluqueña y había una rojigualda en el altar, quizá por aquello de que vivimos en un Estado aconfesional. Ni siquiera debían de estar abiertos los chinos, que a sabiendas de lo que supone la globalización mantienen un amplio stocks de enseñas nacionales y autonómicas.
Ante la evidencia, al trasladar sus restos desde el centro que lleva su nombre hasta la iglesia de Santo Domingo, su discípulo Vicente Amigo apuntó en su sonanta el himno de Andalucía. Todo un símbolo: nuestra mayor bandera no es un trozo de tela, que también, sino una sentimentalidad, una banda sonora, un verso en el aire o en los libros, un relámpago de memoria, un zaguán de emociones o el olor sensual a dama de noche.
Da la sensación de que los andaluces de ahora, como en la balada de Rafael Alberti, 'miran, y cuando miran parece que están solos./ Sienten, y cuando sienten parece que están solos'
Pero Manolo Sanlúcar, que tanto y durante tanto luchó por ese estremecimiento al que llamamos Andalucía, no pudo abrazarse al sudario de su tierra. Quizá sea una metáfora de lo que nos incumbe de un tiempo a esta parte, en el que –como Maruja Torres atina—el más allá parece estar poniéndose mucho más interesante que el más acá.
Da la sensación de que los andaluces de ahora, como en la balada de Rafael Alberti, “miran, y cuando miran parece que están solos./ Sienten, y cuando sienten parece que están solos.”
“¿Es que ya Andalucía se ha quedado sin nadie? –se preguntaba el poeta de El Puerto de Santa María--./¿Es que acaso en los montes andaluces no hay nadie?/¿Que en los mares y campos andaluces no hay nadie?”
Nos han dejado solos, como escribiría Fernando Quiñones, que tampoco está ya. Como no está Elio Antonio de Nebrija, a quien andan mendigando calles andaluzas en el quinto centenario de su fallecimiento. Ni están Pablo Picasso ni Carlos Castilla del Pino; ni María Zambrano ni Carmen Laffón; ni Federico, ni Chaves Nogales; ni Caballero Bonald ni Paco de Lucía; ni Andrés de Valdemira ni Val de Omar; ni Góngora ni Carmen de Burgos; ni Camarón ni Ocaña; ni Aquilino Duque ni Manuel Clavero; ni Salvador Távora ni Carlos Cano; ni Pilar Paz ni Diamantino García; ni Diego de los Santos ni Marifé de Triana; ni Juan Luis Galiardo, ni Plácido Fernández Viagas; ni Antonio Domínguez Ortíz, ni Enrique Morente; ni Mariana Pineda, ni Blas Infante, esa Andalucía plural, que viene de antiguo y que se expresa en la lengua vernácula del corazón. Pero que parece tener más pasado que futuro. ¿Qué nombres encarnan ahora la Andalucía mundial, la no excluyente, la que intuye que la tradición es un trampolín y no un calabozo?
¿Cómo contagiar de andalucismo a las generaciones de hoy, cuyo universo tiene más que ver con tik-tok que con la casa museo de Coria del Rio o las banderas bereberes de Casares?
Esos nombres casi apulgarados, que medio huelen a desván en la cómoda de las hemerotecas, son los jirones de nuestra bandera desaparecida. Sin embargo, ¿cómo contagiar de andalucismo a las generaciones de hoy, cuyo universo tiene más que ver con tik-tok que con la casa museo de Coria del Rio o las banderas bereberes de Casares? Cuando soplan vientos de populismo y de identidades nacionalistas, cuando hasta Madrid abandona a Pérez Galdós por el Guerrero del Antifaz, ¿qué pancarta le queda por enarbolar a esa Andalucía desmemoriada en la formidable carrera de sacos de los soberanismos varios, desde el Ampurdán a Gernika, desde Londres a Quebec?
Andalucía es España antes que España, porque es, en su vieja memoria, andalusí y sefardí. Y se sabe universal desde mucho antes de que cayera el muro de Berlín y de que la globalización mercantil asaltara los cielos: la provincia de Huelva, como bien se sabe, limitaba con Dominicana, lo mismo que Córdoba con Bagdad o que Cádiz y Sevilla lo hicieran con Génova. A fin de cuentas, esta tierra también formó parte, de pleno derecho, de la Unión Europea del imperio romano.
Sin embargo, ¿qué seremos ahora? ¿La California europea, como pregonaba en los 80 la propaganda de la Junta de Andalucía? ¿La imparable de los 90 o la que crea más empresas que Cataluña, según el dogma de fe del actual gobierno autonómico? La letra es bonita, pero nos falta la música. Sobre todo, desde que nos dejó Manolo Sanlúcar, que ni siquiera tuvo una bandera andaluza para su último glissando.
No había banderas andaluzas en Sanlúcar de Barrameda. Me lo contó Paco Casero en el funeral por Manolo, donde tampoco hubo palabras propias para el genio de la guitarra, aunque sí aplausos y gritos ante su féretro: “Eterno”, “Para siempre”, exclamaba un deudo como si le fuera en ello la vida o la muerte.
Pero no había verdiblancas. Envolvieron el ataúd, eso sí, en la hermosa bandera sanluqueña y había una rojigualda en el altar, quizá por aquello de que vivimos en un Estado aconfesional. Ni siquiera debían de estar abiertos los chinos, que a sabiendas de lo que supone la globalización mantienen un amplio stocks de enseñas nacionales y autonómicas.