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Cataluña, la soberanía del error

La marca España se desvanecía esta semana en las primeras planas del escalofrío. Y lo prometido era duda en la marca catalana. Como ya nadie lee a Ortega, ningún constitucionalista al uso sabrá citarle: “No es eso, no es eso”. Ni el diputado soberanista Lluis Llach sabría repetir su propio estribillo: “No ès aixó, Companys, no ès aixó”. Todos, tirios y troyanos, creen que la soberanía de Cataluña es suya, pero nadie parece dispuesto a asumir la soberanía del error que, a la postre, resulta sumamente compartida.

Flashback de los últimos años, entre Españas que nos roban y a por ellos, esteladas y rojigualdas constitucionales o del aguilucho, la palabra nación en un preámbulo del Estatut y el Constitucional arrasando con el voto del Parlament y el de todo un pueblo; el derecho a decidir frente al derecho al derecho, Romeva inaugurando embajadas catalanas en medio mundo mientras el Gobierno del plasma se sonreía en los mentideros afines y no movía un dedo, no sólo para dialogar sino para que el relato del Estado no estuviera desaparecido en combate frente al imaginario del Govern, una utopía sostenible, pero utopía al fin, que logró prender a mansalva entre una gente que necesitaba sueños razonables en una crisis irracional.

¿Es Mariano Rajoy un ventrílocuo del Rey o es el Rey el ventrílocuo de Mariano Rajoy? Para una vez que Su Majestad habla por la tele sin polvorones de por medio, podría haberse estirado algo más con su discurso y sugerir la posibilidad de una terapia familiar antes de que los hechos consumados de unos y de otros terminen por quitarnos la custodia compartida del futuro. ¿A dónde lleva la hoja de ruta de Puigdemont y los suyos, que no sea el abismo y la incertidumbre? Ninguno de ellos parece haber estudiado ingeniería y en vez de construir puentes, los dinamitan cada vez que abren la boca. La nota de corte para licenciarse como mediadores va a estar alta en la próxima selectividad. Ni siquiera los defensores del pueblo de toda España han logrado ponerse de acuerdo para publicar un comunicado conjunto. Y, al parecer, su disputa giraba en torno a la palabra diálogo.

La oposición tiene toda la pinta de estar tan despistada como el banco azul: ¿va a reprobar a la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santa María porque no se atreve con una moción de censura contra Rajoy? ¿Por qué no reprueban a Juan Ignacio Zoido que, el pasado domingo, contemplaba como Nerón con su arpa cómo los cuerpos y fuerzas de seguridad quemaban el día después entre fotografías de prensa que encogían el alma del mundo? Eso sí, todo ello entre la hipocresía de algunos países europeos que probablemente emplearían métodos más feroces si los flamencos se independizaran del resto de Bélgica o si La Baja Baviera decidiera constituirse en paraíso fiscal a espaldas de Angela Merkel. Algunos, de hecho, especialistas desde antiguo en el Brexit de los derechos civiles, llegaron a usar métodos más letales en el Ulster o en Irlanda cuando todavía no le dejaban ser plenamente Irlanda.

A Ciudadanos le va la marcha del 155 pero ignoramos si el PSOE va o viene y por el camino se entretiene. Unidos Podemos, dada su ambigüedad a una orilla y a otra del Ebro, se empeña como el PSC en jugar la carta del arbitraje conciliador que, a estas alturas, parece tan improbable como el de Salomón mediando entre dos luchadores en el barro. Tengas pleitos y los ganes, reza la maldición gitana. Si el bienintencionado Consejo de la Abogacía de Cataluña está dispuesto a mediar, mala cosa: cuando los abogados andan estadísticamente de por medio, el divorcio está asegurado, por más que un amplio sector de la sociedad civil les apoye.

Los victimarios catalanes del 1 de octubre, se convierten en verdugos un día más tarde cuando presionan por la calle a quienes no piensan como casi todos, mientras el fiscal se despacha diciendo que los supuestos guardianes del orden público no rompieron la convivencia en Cataluña, como si el campo de batalla de la opinión pública fuera el mismo veinticuatro horas después de las yayas tan zarandeadas como Mahatma Gandhi.

Ignoro si en este proceso, hemos perdido ya a Cataluña, pero desde luego hemos perdido cualquier punto de equilibrio: ¿no existe, acaso, un punto medio entre los ochocientos heridos que pregonan las autoridades catalanas y la nula mención a cualquier esguince en los discursos del Rey o del presidente del Gobierno? ¿Era necesario, en este punto y hora, que la Audiencia Nacional empezara a imputar como si fuera un deporte olímpico? Quien se sospeche que haya delinquido tendrá que ser investigado o sancionado, si se demuestra la sedición y otros supuestos, rugen las editoriales del españolismo. Pura épica, truenan las del catalanismo.  Pero, ¿no es posible pedir tiempo muerto a nuestros tribunales mientras despejamos el césped de tanto hooligan? 

Prohibida la equidistancia, proclaman los fanáticos del choque de trenes: mientras unos amenazan como mafiosos, otros secuestran las urnas a manos de antidisturbios. Y no saben, unos y otros, que no es equidistancia, sino defensa propia. O el gemido de dolor de los damnificados, de los daños colaterales, de todos aquellos que sabemos, con Carlos Canto, que cada vez que oímos la palabra patria –sea cual sea su tamaño y su bandera—el pueblo tiene necesariamente que echarse a temblar.

Cierto es que, Joan Rius, Macarena López, que los partidarios de la ley, del Estado de derecho y de la Constitución llevan razón legal y judicial, pero tanta razón puede empacharnos y morir de éxito constitucional, con veredictos que, por parciales, cada vez aceptan menos. La pregunta más repetida, en estas últimas horas, es la de si sabían de sobra que el referéndum no era un referéndum como Dios manda y carecía de validez alguna, por qué no dejaron que celebraran el paripé sin convertir a Cataluña en la antesala de cualquier secuencia de la excelente película “Detroit” de Kathryn Bigelow, aunque afortunadamente sin muertes de por medio.

Por ahora, afortunadamente, el único cadáver al que velamos es el del sentido común. Si los soberanistas catalanes han convertido en constitucionalistas incluso a aquellos que estaban en contra de la Constitución del 78, los sucesos de los últimos días han elevado a la enésima potencia el número de independistas en Cataluña. ¿Qué será de aquellos que, como Isabel Coixet o Joan Manuel Serrat, creen que es posible hablar dos idiomas distintos con un mismo corazón? Familias enteras están divididas bajo las cuatro barras, mientras el facherío se atreve a salir a mansalva de sus madrigueras en el resto del Estado.

Tras los terribles incidentes del 1 de octubre, la soberanía catalana cotizaba en rojo en los parqués y sus bancos caían más de cinco puntos en el Ibex 35. Qué mala pipa tendría que este asunto, tan identitario, tan apasionado, en lugar de arreglarlo la política, terminara resolviéndolo el color del dinero. Y en este país, allí o aquí, lo peor es que siempre el poder, sea cual sea, termina mangándole la cartera a los mismos.

La marca España se desvanecía esta semana en las primeras planas del escalofrío. Y lo prometido era duda en la marca catalana. Como ya nadie lee a Ortega, ningún constitucionalista al uso sabrá citarle: “No es eso, no es eso”. Ni el diputado soberanista Lluis Llach sabría repetir su propio estribillo: “No ès aixó, Companys, no ès aixó”. Todos, tirios y troyanos, creen que la soberanía de Cataluña es suya, pero nadie parece dispuesto a asumir la soberanía del error que, a la postre, resulta sumamente compartida.

Flashback de los últimos años, entre Españas que nos roban y a por ellos, esteladas y rojigualdas constitucionales o del aguilucho, la palabra nación en un preámbulo del Estatut y el Constitucional arrasando con el voto del Parlament y el de todo un pueblo; el derecho a decidir frente al derecho al derecho, Romeva inaugurando embajadas catalanas en medio mundo mientras el Gobierno del plasma se sonreía en los mentideros afines y no movía un dedo, no sólo para dialogar sino para que el relato del Estado no estuviera desaparecido en combate frente al imaginario del Govern, una utopía sostenible, pero utopía al fin, que logró prender a mansalva entre una gente que necesitaba sueños razonables en una crisis irracional.