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Claves del debate constitucional en materia de aborto (II): la experiencia estadounidense

Un grupo de activistas protesta contra la disposición que prohíbe el aborto a partir de las seis semanas de gestación en Houston, Texas (EE.UU.)
16 de diciembre de 2021 20:39 h

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En Estados Unidos, las disputas de los años 70 en torno a la liberalización del aborto condujeron a reformas legislativas en los distintos Estados pero la evolución a distintas velocidades a nivel estatal se vio fuertemente condicionadas por Roe contra Wade, el caso histórico que en 1973 llevó a la Corte Suprema de Estados Unidos a afirmar por primera vez la autonomía reproductiva de la mujer embarazada como merecedora de tutela constitucional, deduciéndola de un texto constitucional que nada decía sobre la materia. La sentencia anulaba una ley de Texas que tipificaba el aborto como delito siempre que no fuera necesario para salvar la vida de la madre. La interpretación novedosa la Corte Suprema amparaba el derecho al aborto en el derecho a la intimidad, un derecho que tampoco recogía de forma explícita la constitución estadounidense pero que unos años antes, en 1965, la Corte había entendido como implícitamente reconocido y del que se había valido para anular una ley que criminalizaba el uso de métodos anticonceptivos dentro del matrimonio (caso Griswold contra Connecticut).

En el imaginario público, no solo de EEUU sino del mundo entero, Roe v. Wade se convirtió en la primera articulación del derecho constitucional a abortar de las mujeres. La sentencia afirmaba el derecho a interrumpir el embarazo sin ningún tipo de injerencia estatal durante el primer trimestre, permitiendo a los poderes públicos regular el aborto a fin de proteger la salud y la vida de la mujer embarazada después del primer trimestre, y limitarlo o incluso prohibirlo después del punto de viabilidad fetal (entendido como el momento a partir del cual el feto tendría posibilidades de subsistencia fuera del seno materno y cifrado comúnmente en torno a la semana 24 de embarazo). Dos décadas después de Roe, en 1992, en Planned Parenthood contra Casey, la Corte salvaba el núcleo duro de lo decidido en Roe (es decir, el derecho de la mujer a interrumpir su embarazo antes del momento de viabilidad fetal), pero se apartaba del rígido esquema trimestral en una sentencia que narrativamente reafirmaba la autonomía reproductiva de las mujeres reconociendo, al mismo tiempo, la posible validez de limitaciones en aras tanto de la salud de la mujer como de la vida del feto, siempre que tales limitaciones no obstaculizaran indebidamente la decisión autónoma de la embarazada. Como cabe imaginar, en adelante, la batalla se libraría en torno a la definición de lo que cabe calificar de “obstáculo o carga indebida” (undue burden), una definición que pasaría a dar bastante juego legislativo y batalla constitucional.

Si bien en la historia del constitucionalismo Roe y Casey encarnan intentos exitosos de introducir la agenda de los derechos reproductivos en un marco constitucional que, como el estadounidense y como el de muchos países del mundo, la omite por completo, fueron muchos los que criticaron los límites de su arquitectura constitucional y, en concreto, su capacidad de generar una agenda más amplia de justicia reproductiva, en sintonía con las demandas del movimiento de mujeres de la época que ponía énfasis no solo en el derecho a abortar sin injerencia, sino en la importancia de la prestación del servicio y de la asistencia a la maternidad. A fin de cuentas, conceptualizar el aborto como cuestión de autonomía reproductiva vinculada al derecho a la intimidad personal eximía al Estado de crear las condiciones de acceso para las mujeres con menos recursos entre las que las mujeres negras se encontraban además sobre representadas. Ciertamente era poco probable que la agenda conservadora de la Nueva Derecha en los ochenta condujera a un reconocimiento más amplio de la necesidad de distribuir socialmente los costes de la reproducción humana. Y si quedaban dudas al respecto, estas se despejaron en 1980 fecha en la que la Corte Suprema de los Estados Unidos validó, como opción constitucionalmente legítima (caso Harris contra McRae), prohibir la financiación del aborto con fondos federales. Las políticas estatales en los Estados progresistas y la beneficiencia en los más conservadores podrían suplir las carencias hasta cierto punto, pero el derecho constitucional al aborto reconocido en Roe, como garantía de mínimos, no equivalía en realidad sino un privilegio de las mujeres más acomodadas. 

A pesar de su limitado alcance la carga simbólica de Roe era incuestionable. Por ello, su rechazo acabaría convirtiéndose en auténtica señal de identidad del partido republicano, igualada solo por la del derecho a portar armas y el empeño en el desmantelamiento del Estado del bienestar. Y si, en los años setenta y principios de los ochenta, muchos de los detractores concentraron sus energías en la aprobación de una reforma constitucional que sancionara de forma explícita el valor de la vida humana desde su concepción (reforma que nunca vio la luz), desde principios del nuevo siglo una estrategia más incremental fue ganando fuerza. Se trataba de ir erosionando gradualmente el derecho por medio de una regulación cada vez más restrictiva cuya narrativa central dejaría además de ser exclusivamente la protección del feto para referirse a la necesidad de tutelar a las mujeres y protegerlas frente a los supuestos daños que les acarrearía la decisión de abortar y frente a “la codicia” de los proveedores de los servicios. Se trataba, en definitiva, de vaciar el derecho al aborto sin necesidad de que el Tribunal Supremo lo revocase abiertamente.

La tendencia hacia el endurecimiento de las restricciones al aborto se aceleró drásticamente a raíz de las elecciones de 2010 que llevaron al poder al Tea Party y a muchos candidatos conservadores cuya prioridad era acabar con el aborto. Solo en 2011, los Estados conservadores aprobaron más leyes restrictivas en materia de aborto que en cualquier otro año de la historia de Estados Unidos. Detrás de este frenesí legislativo anti-aborto se encontraba con frecuencia la mano de Americans United for Life (AUL), un influyente grupo pro-vida, fundado en 1971 en reacción a la liberalización de las leyes de aborto a nivel estatal que en la actualidad está también implicado en luchas antiabortistas en el resto del mundo. Entre sus tácticas más usuales se encuentra la redacción de leyes prototipo que, bajo la excusa de proteger a las mujeres, regulan la actividad de los proveedores de aborto imponiéndoles cargas mucho más severas que las enfrentan los proveedores de servicios de atención médica de riesgo comparable. Este tipo de regulación cada vez más frecuente en Estados conservadores ha forzado el cierre de muchas clínicas que han dejado se ser económicamente viables y obliga a las mujeres que a fecha de hoy siguen teniendo un derecho constitucional a hacerlo bien a renunciar al mismo, bien a desplazarse hasta lugares muy lejanos para poder hacerlo con la natural consecuencia de que muchas no lo hacen. En la actualidad hay estudios que demuestran que cerrar una clínica cercana y obligar a las mujeres a desplazarse 400 kilómetros o más para acceder a otra rebaja en un 40% la posibilidad de que esta acabe abortando.  

Hasta ahora, la Corte Suprema había validado algunas de estas restricciones pero siempre protegiendo el núcleo del precedente de Roe y Casey: la libertad de abortar hasta el momento de viabilidad del feto. Es el reciente giro conservador de la misma —tras el nombramiento de Neil Gorsuch, Brett Kavanaugh y Amy Coney Barrett por Trump— el que le ha dado a AUL y a otros actores pro-vida la esperanza de que se aparte una vez por todas de su precedente. De ahí el renovado ímpetu legislativo en muchos Estados conservadores, como Misisipi o Texas, Estados que no han dudado en aprobar leyes que saben claramente inconstitucionales a fecha de hoy, pero que buscan servir de ocasión para que Tribunal Supremo se aparte de su doctrina. Si la de Misisipi, de la que probablemente depende el futuro de la última clínica abortiva del Estado, prohíbe la mayoría de los abortos después de las quince semanas de embarazo (sin atender al plazo marcado por la viabilidad del feto ni introducir excepciones para el supuesto de que el embarazo sea producto de una violación), la de Texas va más allá y pone el umbral en el momento en el que la actividad cardíaca es médicamente detectable, lo que viene a ser a las seis semanas de embarazo, es decir, mucho antes de muchas mujeres se den cuenta de que están embarazadas. 

Después de la audiencia del pasado 1 de diciembre en torno a la ley de Misisipi en el caso Hobbs Dobbs contra Jackson Women´s Health Organization (audiencia que permite, por regla general, anticipar el posicionamiento de los distintos jueces de la Corte) los periódicos del mundo entero se llenaron de titulares augurando el desmoronamiento de Roe en junio del 2022 cuando la Corte dicte finalmente sentencia. El debate desde entonces se ha centrado en predecir si la Corte “desconstitucionalizará” el derecho a abortar (alegando que Roe fue un mal precedente por sacárselo de la chistera) permitiendo así que los Estados más conservadores prohíban por completo o limiten de forma extraordinariamente severa el plazo para abortar (lo que podría suceder hasta en 22 Estados en los que a fecha de hoy se calcula que se realizan el 33% de los abortos) o si mantendrá el derecho pero sacrificando el estándar de la viabilidad del feto permitiendo que los Estados limiten los plazos con respecto a las 23 semanas que marca el umbral de la viabilidad con lo que los efectos (teniendo en cuenta que en realidad solo el 4% de los abortos se realizan en la actualidad más allá de las 15 primeras semanas) serían bastante menores. Las consecuencias, en cualquier caso, se harán sentir una vez más, en las vidas de las mujeres con menos recursos, puesto que las que cuentan con mayores recursos podrán siempre desplazarse para abortar en las pocas clínicas que sobrevivan o en las de Estados colindantes con legislaciones más permisivas, por lejos que estén. 

Para aquellas que tienen menos recursos (hay estudios que muestran que la mitad de las mujeres que abortaron en 2014 estaban por debajo del umbral de pobreza y que un cuarto más estaba cerca del mismo, siendo la mitad de ellas madres solas) quedará, como siempre, la vía del aborto clandestino en condiciones insalubres que tantas vidas de mujeres se ha cobrado a lo largo de la historia de humanidad y a la que únicamente la posibilidad, cada vez más real, de obtener píldoras abortivas que se consiguen en la red, le resta algo de dramatismo. Sin embargo, lo que nos dicen las cifras es que muchas de esas mujeres (hay estudios que calculan que hasta el 50%) acabarán sencillamente renunciando a la posibilidad de abortar lo cual demuestra que abortar no es solo una opción que dependa del acceso a condiciones que lo hagan médicamente posible sino de contextos de interpretación que doten de significado a la acción misma. Por ello es previsible que, más allá de los obstáculos que plantea la distancia (en términos de costes asociados al desplazamiento o a tener que desatender las obligaciones laborales o de cuidados) o el acceso a la medicación necesaria, muchas mujeres renuncien a abortar en aquellos Estados en los que abortar pase de ser un derecho constitucional (por limitado que fuera en la realidad) a ser un delito. Se trata, a fin de cuenta, de los mismos Estados en los que las tasas de seguro médico entre la población son bajas, las necesidades anticonceptivas de las mujeres sin recursos están mal satisfechas y los servicios de planificación familiar y los programas de educación sexual han venido cada vez más poniendo el énfasis en la abstinencia como único método anticonceptivo estigmatizando, de esta forma, las relaciones sexuales fuera del matrimonio o no reproductivas. Si por un momento nos detenemos a pensar que precisamente todo lo contrario es lo que haría falta para reducir de forma significativa el número de abortos (no hay mejor forma de hacerlo que reduciendo el número de embarazos no deseados) no tardaremos en entender que lo que está en juego en la guerra antiabortiva no es solo la obsesión de corte más o menos religiosa por salvar fetos sino el empeño por mantener un orden de género patriarcal que insiste en la maternidad como forma de realización única o primordial de la mujer. La mujer que quiera desafiarlo pero que, en un contexto así, sienta que al hacerlo está evadiendo la ley, en vez de ejercitando un derecho fundamental, debe contar no solo con los medios materiales sino con recursos psicológicos que le impidan internalizar el oprobio social que expresa la letra de la ley. Como es previsible que muchas de ellas carezcan de tales recursos por múltiples razones, lo que saldrá reforzado es el orden patriarcal represor y como son muchos los puntos de la geografía en los que su sombra atisba lo que suceda en EEUU y con Roe nos afecta a todas. 

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