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Me gustan los Goya y voy con 'El agua'
En casa nos gusta ver los Goya, somos así de raros. Cada año hacemos apuestas para las categorías principales y es verdad que, en esta edición, como se ha repetido, coincidimos en que llevarse Mejor película va a estar muy reñido. Mi favorita es Alcarrás, pero no me disgustaré en absoluto si este sábado se alzan con el premio Modelo 77 (que debería llevarse Mejor actor a Javier Gutiérrez) o As bestas, la favorita de mi pareja (y que debería llevarse sin discusión Mejor actor de reparto a Luis Zahera, aunque no entiendo por qué no figura como actor principal). Supongo que entre estas tres se repartirán Mejor película, Mejor dirección y Mejor guion original.
Con todo, la categoría que quizás más nos gusta es la de Dirección novel y, en esa sí, este año coincidimos sin fisuras. No habíamos llegado a tiempo para ver en cines El agua, pero por fin ya está en plataformas. El debut en el largometraje de Elena López Riera supone, como dijo en este mismo medio Javier Zurro, uno de los “más fascinantes del cine español reciente y una de las películas más diferentes de este gran año del cine español”.
A mí me atraen mucho esos autores, tanto en literatura como en cine, que saben mezclar con naturalidad el realismo con la fantasía. Lo hacía Saramago mejor que nadie o, de manera más reciente, novelistas como el cordobés Peréz de Azústre en Los nadadores. Si mencionamos clásicos contemporáneos, la película Olvídate de mí, con guion de Charlie Kaufman, sería otro ejemplo reconocible. En esa línea, se ha dicho que López Riera lleva a cabo un ejercicio de realismo mágico en la Vega Baja del Segura, lo que a mi modo de ver no es del todo cierto (aquí lo fantástico no es tanto una presencia tangible como un trasfondo oral y misterioso).
En ambas películas el mundo, con su realidad y su componente sobrenatural, queda encerrado, para trascenderlo, en las pocas calles de esos pueblos que, cuando salen en nuestras ficciones, lo hacen desde el costumbrismo o la nostalgia
El agua es, por un lado, realismo crudo, casi documental. Transcurre durante un verano cruel en una pedanía de Orihuela en el que un grupo de adolescentes no tiene mayores expectativas que las largas noches de pandilla y drogas antes de volver al tajo el lunes. Sin embargo, por otro lado, El agua es también las leyendas y consejas de la zona que, con acierto y por su propio empecinamiento, la directora intercala con testimonios reales de varias mujeres. De esa manera, el agua se transforma en un personaje más de la película, que poco a poco se acaba extendiendo por toda la historia. Fluye, si me permiten el juego fácil, para que al final todo desemboque de manera creíble, y realidad y consejas den forma a lo que, en suma, nos define: lo que somos, pero también lo que nos dicen que somos.
De ese modo, López Riera configura un relato de naturaleza profundamente política, en el que no ahondaré para no desvelar detalles de la trama, pero en el que entran en juego el patriarcado, las relaciones de poder en sentido amplio (la familia, la pareja, la maternidad, la comunidad, etc.) y los últimos manotazos de unos chicos que se abocan definitivamente a la edad adulta. El reto, en esa suerte de realismo sin concesiones y fantasía arraigada, pasa igualmente por reunir a un elenco creíble. Cabe resaltar que el grupo de chavales, buscados por el equipo de la película en los botellones de la zona, lo borda, y no solo su protagonista, Luna Pamiés, tan bien acompañada por el igualmente novel Alberto Olmo.
El agua me ha recordado a otro debut de hace un par de años, también escrito y dirigido por una mujer: Destello bravío, la originalísima y poco convencional cinta con la que Ainhoa Rodríguez fue recogiendo premios y en la que transita por algunos paisajes temáticos, y formales, más o menos similares. En ambas películas, además, el mundo, con su realidad y su componente sobrenatural, queda encerrado, para trascenderlo, en las pocas calles de esos pueblos que, cuando salen en nuestras ficciones, lo hacen desde el costumbrismo, la nostalgia o el feísmo y el tremendismo. Nada de eso ocurre aquí, y yo confío en que, sin desmerecer a sus contrincantes, el jurado de los Goya premie el pulso sereno, pero potente y arrebatador, de una película que presagia una mirada diferente.
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