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La incapacidad de contarnos a nosotros mismos: la naturaleza humana en el precipicio digital
Aquello que entendemos por naturaleza humana no deja de ser un constructo cuya definición, a lo largo de la historia, ha ido cambiando en función de variantes culturales, medioambientales y biológicas. Si algo atestigua la actualidad es que, con una aceleración que no se veía desde la Revolución Industrial, solo que ahora multiplicada, la adicción a las pantallas está reconfigurando nuestra capacidad de atención y, de manera grave, la forma de comunicarnos. El lenguaje, cada vez más mediatizado por esas pantallas, falto de presencialidad, pierde de ese modo su impronta afectiva, lo que perjudica de manera acusada a la empatía y la compasión, factores esenciales de eso que entendíamos por naturaleza humana. El pensamiento abstracto y simbólico, necesario para proyectarnos en el futuro, esto es, para narrarnos a nosotros mismos, se atrofia en favor de una comunicación basada en la imagen y el acto, lo que a la postre genera una crisis de la subjetividad.
Con estos mimbres, la psicoanalista Lola López Mondéjar ha construido Sin relato: atrofia de la capacidad narrativa y crisis de la subjetividad, que le ha valido el Premio Anagrama de ensayo, lo que no es para menos. Sigue así la estela de su anterior libro, que ya comenté hace algún tiempo, y vuelve a profundizar en los sujetos contemporáneos.
Si la naturaleza humana no es inmutable, hoy observamos que la digitalización exacerbada de nuestros modos relacionales puede llevar a que solo obtengamos reconocimiento a través del engañoso medio virtual. De esta forma, la autoconciencia, la identidad, al fin y al cabo, que precisa de esa capacidad narrativa que veíamos antes, es sustituida por otra más imitativa o “adhesiva”. Nuestra subjetividad, así, sin un discurrir entre los meandros y laberintos del lenguaje abstracto y simbólico, queda a merced de emociones y sensaciones. Es decir, de mensajes de impacto mucho más manipulables, como bien exploran los populismos. No se trata, por consiguiente, de problemas únicamente relacionados con la individualidad, ya que afectan directamente a la calidad de nuestras democracias.
Esos psicólogos ven cómo con tantos jóvenes el análisis no consiste ya en desentrañar los flujos discursivos, sino precisamente en ponerlos en marcha. Están obturados por ese mundo virtual
Este nuevo tipo de sujetos adhesivos arrastra trastornos que les atenazan cuando el mundo se vuelve presencial, de lo que dan fe multitud de psicoanalistas (aquí se dedica un capítulo a recoger las respuestas de muchos de ellos a un cuestionario elaborado por la propia autora). Esos psicólogos ven cómo con tantos jóvenes el análisis no consiste ya en desentrañar los flujos discursivos, sino precisamente en ponerlos en marcha. Están obturados por ese mundo virtual.
La autoconciencia, hasta ahora sustentada en la capacidad de narrarnos, se tambalea, toda vez que el lenguaje solo logra referir una sucesión de actos. Mermado el lenguaje abstracto en favor de las emociones epidérmicas, la empatía se desvanece o, lo que es lo mismo, tenemos así el abono perfecto para el pasto de mensajes, y acciones, de odio, por ejemplo.
Con todo, conclusiones como estas y muchas otras, siempre argumentadas de manera brillante, no son lo mejor del libro. Lo verdaderamente fascinante en este ensayo es la manera en que López Mondéjar nos coge de la mano y, paso a paso, nos va desbrozando las marañas de la contemporaneidad. La autora se abre paso entre la espesura de este capitalismo digital con un machete cargado, como es marca de sus exploraciones, de práctica psicoanalítica, filosófica y sociológica. Desembocamos así en claros luminosos que, tal vez, nos hacen creernos más inteligentes de lo que somos, como si hubiéramos encontrado la salida por nuestros propios medios.
No puedo terminar esta tribuna sin mencionar que varias afirmaciones empañan, a mi modo de ver, un libro por lo demás sobresaliente. Algunas, referidas a las identidades trans, se dejan caer a vuelapluma y no me detendré. Me chirría la infantilización de las trabajadoras sexuales que, a mi juicio, se desprende de un pasaje. De hecho, la autora las compara con niños (no con adultos) víctimas de abusos sexuales. Se muestra así comprensiva con las posturas que niegan la palabra a las propias trabajadoras sexuales en el debate sobre la abolición o regulación de su propio oficio. Las considera poco aptas para ese debate “dadas las profundas condiciones de desigualdad y de sometimiento del poder que sufren” (p. 250). Resulta especialmente chocante para cualquiera que, sin salir del ámbito hispanohablante, haya escuchado entrevistas, conferencias o leído los profundos textos y libros de trabajadoras sexuales como, entre otras, Georgina Orellano. No quería pasar esto por alto, sin menoscabo del placer intelectual que me ha regalado esta indispensable lectura.
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