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Inferioridad formal, inferioridad moral

El alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida, este martes en un minuto de silencio por el asesinato machista de una menor.
4 de enero de 2022 21:21 h

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“Yo es que me he quedado un poco tocada con lo que has dicho qué es ser de izquierdas, porque es todo lo bueno. Entonces, ¿qué es lo que es ser de derechas?”, pregunta, desconcertada, Tamara Falcó haciéndose, como suele, el harakiri dialéctico. Juan del Val aclara que lo que él acababa de exponer acerca de qué es ser de izquierdas (resumiendo, luchar por quienes verdaderamente tienen menos) constituye la esencia de dicha manera de pensar y actuar, gracias a la cual también puede afirmar que el Gobierno está perdiendo su referencia o condición de izquierda. Sin más hilo lógico, la señora Falcó concluye con un “pues yo estoy muy contenta de ser de derechas”.

Esta conversación anecdótica en El Hormiguero subraya sin quererlo algo que –observo– a menudo ronda en la pesadumbre de quienes se declaran de muy de derechas, y es eso que llamamos “la superioridad moral de la izquierda”, asunto del que ha escrito ampliamente Ignacio Sánchez-Cuenca. No quiero lanzar hipótesis aventuradas, pero me da a mí que el empecinamiento actual de nuestra derecha más derecha por eso que llaman “la batalla cultural” (agüita con el eufemismo) tiene algo que ver con cierto complejo de ser, estar y parecer menos dignos. Moralmente, a quien ordena borrar de una calle el nombre de una maestra para sustituirlo por el nombre del que, por mucha medalla que le horadara el pecho, le gritó a Unamuno en la cara “¡Viva la muerte, muera la inteligencia!”, se le desdibuja el rostro. Resulta inevitable.

En la guerra cultural en la que se han metido últimamente los políticos de cierto sector de la derecha, y la ultraderecha por entero, van perdiendo por goleada. A mi entender, no tienen necesariamente por qué llevar las de perder en cuanto a los temas o los argumentos, por muy indefendibles que me parezcan algunos de ellos. Les están perdiendo las malas formas y lo soez y lo ufano y lo contradictorio y una torpeza enciclopédica. El caso más sonado y reciente lo hallamos en las declaraciones del alcalde de Madrid acerca de Almudena Grandes. Ha quedado como Cagancho en Priego, no ya porque le parezca más alta o baja la talla intelectual de la escritora, ni porque le parezca mejor o peor el nombramiento, sino por los términos en los que la máxima autoridad política de la ciudad de Madrid se refiere a la escritora recién fallecida, y por llamar de forma artera negociación a lo que es más bien, según él mismo cuenta, un intercambio de cromos. La frase “Almudena Grandes no merece ser Hija Predilecta de Madrid, pero ya tengo los presupuestos” es de cohete. Las palabras de Luis García Montero en torno a este asunto dejan al alcalde, casi sin pretenderlo, como al gallo de Morón: son claras y contundentes, pero hacen mella desde otro lado, sin duda más humano y digno.

Otro ejemplo de que a la derecha últimamente le están perdiendo las maneras, por arteras o faltonas o poco elegantes, lo encontrábamos el otro día en los insultos que Hermann Tertsch le dedicó a la escritora Irene Vallejo. “Hay que ver la pena que dan estas pobres gilipollas”, decía en Twitter el europarlamentario por Vox, al hilo de una entrevista a la escritora. La respuesta de Vallejo, de puro elegante, calmosa y delicada, pulverizaba los insultos, fijaba una actitud y ubicaba no sólo a Vallejo en un lugar nuevamente más digno y humano, sino también a Tertsch en el lugar que él mismo había elegido para sí escogiendo para la autora aquellas palabras.

Las formas mismas, actualmente, han pasado a formar parte de la batalla cultural y ya están repartidas. Quienes emplean las peores supongo que saben que tendrán réditos en esta guerra. Quizá es eso lo único que le interesa al populismo

Esto no tendría por qué ser así, de hecho, ha sido propio de “las familias bien” –como diría Nacho Duato– guardar las formas e incluso disfrutar de cierta habilidad retórica. Meter la patita en las maneras y gestos, por soeces, maleducados o impropios no es un territorio que desconozcan los políticos de izquierdas (recordemos, sin ir más lejos, los comentarios absolutamente bochornosos de Pablo Iglesias sobre lo que le haría a Mariló Montero). Tengo la sensación de que las formas mismas, actualmente, han pasado a formar parte de la batalla cultural y ya están repartidas. Quienes emplean las peores supongo que saben que tendrán réditos en esta guerra. Quizá es eso lo único que le interesa al populismo. Hacer el ridículo o ser indignos parece no preocuparles demasiado.

Este asunto también ha alcanzado a lo que llaman “relato”. Diría más: este asunto ha alcanzado la médula de los arquetipos. Mientras el argumentario de la derecha sigue basado en el relato épico y en el arquetipo del héroe o la heroína (el político que se enfrenta, a caballo si hace falta, con todas las armas, por una causa noble como puede ser, por ejemplo, la patria, la economía o el coronavirus), el de la política de izquierdas comienza a probar, tímidamente pero con cierto éxito, el relato de los cuidados y arquetipos femeninos. En esta línea, Yolanda Díaz puso habilidosamente una pica en Flandes con aquello de la matria, y toda la polvareda que se armó al introducir explícitamente este concepto en la política española. La inferioridad que actualmente exhibe el sector más exaltado de la derecha lo es en lo argumental, en el decoro, en la construcción del relato y en la elección de arquetipos. Nada de ello es, en principio, patrimonio exclusivo de su ideología. Pero afecta, en buena medida, al grado de moralidad. 

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